Las quejas a partir de su estreno no se hicieron esperar. ¿Por qué transformar a Perry Mason, la quintaesencia del abogado defensor limpio y pulcro, siempre afeitado al ras, honrado y seguidor de las reglas y las leyes, en un detective privado al acecho de infidelidades matrimoniales, cuya caótica vida personal está acompañada por una desmadrada afición al alcohol? Desde que las novelas originales de Erle Stanley Gardner comenzaron a trasladarse al cine, primero, a la radio después y, finalmente, a la televisión –con Raymond Burr como el rostro más reconocible detrás del nombre propio–, la figura de Mason se transformó en reservorio de humildad, bondad, corrección e ingenio. Imposible conseguir una defensa más clean cut que la de ese hombre capaz de dar vuelta un juicio con la precisa elección de las palabras y una lógica irreprochable. La afrenta o herejía de la serie de HBO sería precisamente esa: imaginar un Perry Mason previo a su consagración como abogado en una Los Ángeles pecaminosa, oscura y sórdida, donde la prostitución, la corrupción policial, los crímenes más inconfesables, la irrupción de grupos evangelistas en la esfera pública y el glamour de Hollywood conviven en una ciudad en la cual los sacudones de la Gran Depresión se sienten en la carne y el espíritu día a día, noche tras noche. En la piel de Matthew Rhys (para muchos espectadores, inseparable de su papel como Philip Jennings en The Americans), este Perry Mason remozado es casi la antítesis del héroe judicial de antaño, aunque con el correr de los capítulos puede apreciarse como el lado luminoso de la fuerza comienza a bañarlo, lenta pero inexorablemente. Las imágenes de la serie, lejos en principio de los estrados y reuniones de jurados, acercan una metrópolis de callejones sin salida, indigentes sin pasado ni futuro a la vista, caídas en desgracia de uno y otro lado de la grieta social y cadáveres mutilados, de maneras tan diversas como única es su motivación: el dinero. El disparador del “caso” que atraviesa los ocho episodios de la serie (seguramente habrá más en el futuro) es de hecho tan inmoral como impactante: el secuestro de un bebé y un pedido de rescate que termina en cruel y temprana muerte. Las ramificaciones personales, políticas y sociales del hecho terminan dibujando los trazos de un mundo en estado terminal de putrefacción. Mason es el imposible (anti)héroe en esa jungla de cemento poblada por depredadores implacables y presas sin poder de defensa alguna. Perry Mason es un neo noir en pleno derecho.

En el comienzo (la serie funciona como una suerte de precuela de lo que todo el mundo conoce), Perry Mason es uno de los brazos ejecutores del bufete E. B. Jonathan y Asociados. Uno de los hombres recios encargados de conseguir pruebas físicas que serán aportadas luego en los litigios por E.B., el insigne y respetado abogado interpretado, con usual elegancia, por John Lightgow. La escena de apertura del capítulo piloto encuentra a Mason, junto a su colega Pete (Shea Whigham), al acecho de un famoso comediante, sospechado de romper una de las cláusulas morales del contrato con sus empleadores en la industria del cine. Tomar fotografías in fraganti del acto sexual en cuestión no es el mejor de los oficios, tampoco el más honrado del mundo. Pero todo sirve para pagar las cuentas y llegar a fin de mes. Separado de su esposa e hijo y a una distancia suficiente como para que la paternidad sea apenas un calificativo biológico, Mason vive y duerme en la vieja granja familiar, transformada en parte en pequeño aeropuerto local. El guion de Rolin Jones y Ron Fitzgerald para ese primer episodio aporta sordidez a granel, no sólo por el uso del gore en momentos puntuales sino por situaciones tan atípicas (aunque no para el protagonista) como hacerse de una buena corbata en el lugar más impensado: la morgue. Al fin y al cabo, excepto para el fallecido, la muerte es parte de un negocio que incluye a la policía, los médicos encargados de las autopsias, las funerarias, las agencias de seguros, los abogados y, desde luego, los detectives. Sin muertes no hay pan. En pantalla, Los Ángeles hacia finales de 1932 luce auténtica, y una porción sustancial del presupuesto multimillonario de la serie está allí, en la reconstrucción –en parte digital y en parte física– de una era pasada. Por momentos, la memoria cinéfila es capaz de congelar un plano y superponerlo a algún otro de Barrio Chino cuya city of angels también estaba poblada por corrupciones de toda clase y tenor. Este Mason bien podría ser el compinche ideal de J.J. Gittes, el detective encarnado por Jack Nicholson en el film de Roman Polanski

Peligrosa ciudad de ángeles

“La idea original era producir un largometraje, pero nos dimos cuenta de que había tantas facetas para explorar que hacerlo en dos horas no le haría justicia al proyecto”, afirmó la productora ejecutiva Susan Downey –cuyo apellido proviene de su esposo y socio, Robert Downey Jr.– en una rueda de prensa virtual para la prensa internacional realizada hace algunas semanas. “El hecho de virar hacia el medio televisivo nos estimuló para contar la historia a partir de tres protagonistas, Perry Mason, Della Street y Paul Drake –pero sobre todo Perry–, marginales enfrentados a los grandes sistemas y organizaciones y a la corrupción dentro de ellas. Fueron los showrunners Ron Fitzgerald y Rolin Jones quienes sugirieron dar un paso más allá en la historia de su origen y recorrer el camino que lo lleva a transformarse en abogado. Era nuestra ambición seguir el viaje de alguien que, en muchos aspectos, es un outsider en esa ciudad increíblemente bulliciosa, y su intento por tomar el poder de esas fuerzas más grandes que él. Creímos que era mejor retratarlo antes de su carrera como abogado”. Si bien el protagonista esencial de la historia no es otro que Perry Mason, la evolución de cada episodio ramifica el relato hacia otros personajes, como Della Street (Juliet Rylance), la secretaria (y mucho más) en la oficina de E.B. Jonathan, y Paul Drake (Chris Chalk), el policía “de color” que ha visto más de lo recomendable y debe callar si desea que su vida siga un curso normal. A través de esos personajes, Perry Mason incorpora elementos temáticos que, sin dejar de lado el drama en sentido estricto, iluminan aspectos sociales y políticos de la era: el rol de las mujeres en universos regidos por la figura masculina, el racismo imperante dentro de las fuerzas policiales, las vidas públicas muchas veces enfrentadas con convicciones íntimas. El círculo central de las criaturas que habitan ese mundo se completa con el propio E.B., cuya carrera está atravesando un ostensible declive, más allá de las glorias del pasado y la impostación del presente; la madre y el padre de Charlie, el niño asesinado con saña y sorna, cuyas vidas cambian de allí en más, y no sólo por el crimen en cuestión; la hermana Alice McKeegan (Tatiana Maslany), la voz cantante de la Asamblea Radiante de Dios, basada libremente en la figura de Aimee Semple McPherson, la evangelista pentecostal fundadora de la Iglesia Cuadrangular, que llegó a tener 9 millones de fieles en todo el mundo. Los protagonistas de un caso explosivo con héroes y villanos mediáticos, cohabitantes de los otros, los que están en las sombras, ya sea digitando vidas y muertes por conveniencia o bien en busca de algunas verdades, como Mason.

Mucho, muchísimo más cerca del policial negro clásico que del drama de juicios, Perry Mason versión 2020 vuelve a caminar sobre la delgada cornisa que separa el bien del mal, un lugar donde las zonas grises son mucho más amplias y generosas que aquellas en las cuales el tono resulta claro y definido. Como afirma Mason en cierto momento: “A mi modo de ver, existe lo legal y existe lo correcto”. Para Tim Van Patten, director de cinco de los ocho capítulos, “cuando vemos a Perry por primera vez se encuentra en un estado de parálisis. Ese es un elemento típico del noir: la historia presenta a un personaje que parece llevar una vida a la deriva, de alguna forma desconectado. Perry hace un trabajo detectivesco en un estado casi entumecido y, mientras el show continúa, el espectador cae en la cuenta de que mucho de ello proviene de sus experiencias en la Primera Guerra Mundial. También que tiene un matrimonio quebrado y un hijo al que ha perdido. Está solo y aislado físicamente en la floreciente comunidad del Valle de San Fernando y, si logra atrapar este caso, eso podría cambiar su vida”. Nacido en Gales pero de pulido acento americano, Matthew Rhys encarna a esta enésima versión de Mason –cuya primera representación en pantalla llegó de la mano del actor Warren William, en el film de 1934 El caso del perro aullador– no tanto como un Sherlock Holmes moderno sino como un Philip Marlowe pasado por varias botellas de bourbon patero y una misantropía a prueba de balas. Desaliñado en forma y contenido –la barba de varios días y un traje y sombrero que vieron mejores días reflejan en gran medida su estado interior–, el Mason de Rhys es un perro mojado por la lluvia y pateado en una esquina olvidada. Sin embargo, el hombre ofrece muestras constantes de resiliencia y un incipiente sentido del honor que parecía enterrado en los campos de batalla de Francia. El actor, cuya carrera cinematográfica se expande desde fines de los años 90 hasta títulos recientes como Un buen día en el vecindario, donde compartió cartel con Tom Hanks, reconoció en una entrevista reciente con el sitio Collider que, desde la primera reunión con los responsables de la serie, le quedó claro que no se trataba de hacer, simplemente, una remake de Perry Mason, sino “una re-creación, una redefinición del personaje, de una forma interesante”. Para el protagonista de The Americans, la serie que lo hizo reconocible de inmediato para el gran público, “el mayor interés para mí, en cuanto a interpretar el personaje, radicaba en su reticencia a transformarse en un abogado defensor. Y una vez que lo hace, ¿cómo convertirse en uno bueno? ¿Cómo se construye eso en pantalla para lograr que sea creíble? Es un lujo para cualquier actor tener la posibilidad de intentar eso”.

Un perro de la lluvia

 Desde luego, de las calles a los estrados hay un largo trecho y deben transcurrir varios capítulos hasta que la fuerza de los hechos y dichos empuja a Mason a tomar un camino que nunca había imaginado como propio. “Siempre hay algo interesante en alguien que persigue la justicia, y lo que hace que Perry sea aún más interesante es que lo tiene –de hecho, posee su propio compás moral–, pero no se trata de un purista. El tipo está dispuesto a quebrar algunas reglas y doblar un par de leyes si sabe que, a fin de cuentas, va en busca de un resultado que es un bien mayor. Es alguien a quien le gusta moverse en zonas grises, pero tiene un verdadero norte en términos de la búsqueda de la justicia”. Cerca de ochenta cuentos y novelas, seis películas, dos series televisivas y varios telefilms más tarde, el nuevo Perry Mason está más cerca de Raymond Chandler que de cualquier drama judicial del pasado o el presente, más influenciado por L.A. Confidential, de Curtis Hanson, que de cualquier otra película o serie en la cual la astucia de un abogado enfrenta los prejuicios del jurado y el juez. Un mundo donde los acusados de un crimen no necesariamente resultan inocentes y donde las fuerzas de la ley no siempre juegan limpio. ¿Un signo de nuestros tiempos, donde el candor parece haber dejado de ser una virtud posible? Perry Mason se reinventa para sobrevivir, en la ficción y en la realidad.