Las andanzas amorosas del poeta seductor-sufridor provocan risas. El enamorado –que apela al humor vital de la vejez— esquiva los lugares comunes con soltura y picardía. “Fui a visitarte a la casa donde no estás/ y es habitada hoy por fantasmas./ Salió a recibirme una señora pálida/ diciéndome que me había equivocado de piso,/ que tú vives hoy solamente en mi cabeza./ Abrí ojos en vista de tamaña realidad/ como es tu presencia en mis pensamientos/ y contesté perdón, no me había dado cuenta./ De modo que insisto y te visito/ puntualmente ahora en los insomnios./ Te obsequio flores; pero me da tristeza que estés así, tan puesta exclusivamente en mi imaginación”, se lee en “Cambio de domicilio”, uno de los 77 poemas de amor que integran la antología Te quié (Ediciones en Danza), del poeta sanjuanino Jorge Leónidas Escudero (1920-2016), con selección y ensayo preliminar de Ricardo H. Herrera, publicada para celebrar el centenario del poeta.

Escudero –que nació en San Juan el 4 de septiembre de 1920—estudió agronomía, pero abandonó más temprano que tarde las aulas para entregarse a la travesía de buscar oro en las montañas de su provincia. En ese andar queriendo encontrar “oro nestas piedras” (como revela en uno de sus versos) para hacerse rico, el tesoro nunca apareció. Entonces las manos, la mirada y los oídos de “Chiquito” –como lo llamaban al poeta- conjuraron la fascinación inicial del oro en obsesión por “la palabra única”. Trabajó como oficinista y dio rienda suelta a otras de sus grandes pasiones, el juego en la ruleta, “tratando de arrancarle algún numerito al futuro”. A los 50 años publicó su primer libro, La raíz en la roca (1970), en una modesta edición de autor. Rogelio Ramos Signes, poeta y narrador nacido en San Juan pero radicado en Tucumán, ansioso por descubrir una voz que le llamara la atención, entró en la librería sanjuanina Palma. Entonces –en 1985– se cruzó con un ejemplar de modesto porte, Le dije y me dijo (1978), de un tal Escudero. Ramos Signes lo hojeó y se dio cuenta de que estaba ante algo diferente. Lo asaltó un presentimiento, algo relacionado con el olfato o con las “vecindades afectivas”, cuando entre poetas media la amistad. Compró otro ejemplar para regalárselo a su amigo Javier Cófreces, que supo detectar el lenguaje despojado de gravedades de Chiquito, esa persistente demolición de estereotipos, golpeando palabras y silencios de espaldas a las modas poéticas. Cófreces publicó toda la obra del poeta sanjuanino.

En Le dije y me dijo está el poema “Te quié…”, que da título a esta antología publicada para celebrar el centenario del poeta sanjuanino: “Del arranque no guardó más memoria/ que dos palabras flacas, espantas/ por el gesto que hiciste en el barrio Bardiani/ a mediados de este siglo./ Una cortita y otra cortada: te quié…/ Mis palabras desplumadas/ fueron a posarse en unos árboles muertos/ llenos de telarañas”. En el ensayo preliminar, Herrera plantea que Escudero “no necesitó remachar sus palabras en el yunque del coloquialismo programático para darle visos de llaneza y espontaneidad a su verso; contó con el auxilio del aislamiento de su tierra natal para hacerse de un español acriollado nada ostentoso, vigorizado por su innato ingenio a la hora de escribir”. La voz del poeta --autor de Basamento cristalino (1993), Senderear (2001), Endeveras (2004) y Caza nocturna (2007), entre tantos otros poemarios—tiene un aura especial. “Las melancolías y las nostalgias afligen al poeta anciano; se diría que al desmenuzar con su parla esos turbios estados de ánimo quiere aquietar un temblor de conciencia, a la par que darse la oportunidad de salvar lo que quedó trunco, insondablemente roto e inconcluso”, agrega Herrera.

Chiquito, inmenso tesoro de la poesía argentina, no se dejará nunca encasillar. Hasta en los poemas de amor “suena” radicalmente distinto y original. Las pérdidas y desengaños no se compensan con las “apariciones” o los reencuentros. El poeta, en “Visita imprevista”, pide perdón a ese recuerdo “porque me dio vergüenza presentarme así,/ tan apaleado por el tiempo”. En otro poema, “Restos”, en el que observa el sillón desierto, donde alguna vez se sentó la mujer que amó, reconoce que “no sé cómo referirme a lo que hace con nosotros el tiempo”. Escudero escribía con la luminosa certeza de que “hay una pena que viene/ de lo que no pudo ser”.