Viví un par de años en medio del bosque australiano, y cada verano los incendios forestales se acercaban a mi aldea, el aceite de los eucaliptos explotando en llamas. Las Montañas Azules (más bien una cordillera; solo tienen una altura de mil metros) forman el límite occidental de Sídney. Dos carreteras las suben, serpenteando por las crestas, hacia los terrenos fecundos en el otro lado de la cordillera; pueblitos ocupan los escasos suelos llanos por las carreteras, rodeadas por un parque nacional. La belleza del lugar es impactante, pero gozar de esa belleza tiene su precio: significa vivir con la realidad de los incendios, con la posibilidad de perder tu casa a manos de sus llamas. Son una parte del ritmo del bosque, un ritmo que se acelera con el cambio climático; cada año la temporada de incendios se amplía y el período disponible para hacer quemas estratégicas alrededor de los pueblos se reduce. En los días calurosos hay un trasfondo de ansiedad; esperas el olor de humo en el aire, y después revisas el mapa gubernamental para ver dónde está el incendio y si está siendo controlado. A menudo, la causa es descuido humano – un cigarrillo tirado desde un coche o una fogata mal apagada – pero no siempre: los incendios son un poder propio del paisaje para destruirse y después renacer, y un rayo de relámpago basta para prenderlos. Hay miedo en esta convivencia, pero también te inculcan un respeto por este poder superior y una perspectiva distinta sobre la actividad humana, tan fácil de obliterar.

Por más de un año el humo de varios incendios me ha seguido por toda Latinoamérica, el humo de un mundo en llamas. En el sur de México, los agricultores queman sus tierras al fin de la temporada seca, para prepararlas para la llegada de las lluvias. En mayo, desde Campeche a Chiapas había una niebla constante de contaminación, y los autobuses pasaban por campos en llamas o ya ennegrecidos por fuego. Aunque los incendios deliberados son parte del manejo humano del paisaje australiano también, me costaba no percibir estas llamas como un peligro, no ver las tierras negras y desnudas como una devastación. Yo sentía de nuevo mi ansiedad de los veranos en el bosque australiano, esperando la llegada de una catástrofe. En la misma época, los incendios prendidos en el Amazonas de Brasil y Bolivia para desbrozar nuevas tierras para la agricultura ya habían salido de control y cuando llegué a Sucre, en septiembre, el humo que flotaba sobre el altiplano, no era un producto del paisaje sino las noticias de un desastre en otra zona. Las noticias australianas me llegaron desde otro continente en enero: en Montevideo, el humo les daba a los ocasos del Río de la Plata una intensidad naranja. De repente, ser australiano se volvió llamativo de manera distinta, y recibí las condolencias de los uruguayos mientras la costa oriental de mi país se quemaba; las llamas llegaron al límite de mi antiguo pueblo. Incluso antes de la pandemia, cuando el coronavirus aún era una noticia desde China, me parecía que el mundo conocido, con sus relaciones más o menos estables, estaba terminando, sentía que estábamos entrando en una nueva época.

Ahora las llamas se han acercado otra vez, visibles por las noches desde el balcón de mi departamento en el centro de Rosario. Los incendios de las islas son una crisis casi tan grave como la pandemia, agravada por otra: la sequía, que ha hecho bajar el nivel del Paraná así que los pies de los muelles se paran expuestos y un barco encalló. Tierras que normalmente se quedan bajo las aguas del río ahora se secan en el sol casi veraniego, transformándose en lumbre. Como australiano, siempre me ha impresionado la cantidad de agua en este país; sus ríos imponentes hacen que los nuestros parezcan hilos pobres de agua marrón. Eso solo hace más llamativa la escasez actual. Sin embargo la crisis ambiental se esfuma en la preocupación general por el coronavirus y en algunas de las grietas de la vida argentina: entre el gobierno federal y los medios, con su miopía porteña, y el resto del país; entre provincias, así que Santa Fe depende de Entre Ríos para afrontar lo que está pasando en el otro lado del Paraná; entre la soja y el ganado; y entre la ciudad y el campo. Para los rosarinos las islas son zonas de ocio en los meses calurosos; reman entre sus playas en sus kayaks. Para los ganaderos, los humedales son tierras donde pueden pastar su ganado. Parece que utilizan su conocimiento íntimo de las islas de manera distinta: para incendiarlas, sabiendo que las probabilidades de ser aprehendidos sean muy bajas. Cuando las autoridades llegan para apagar los incendios, sus autores simplemente esperan hasta que los brigadistas y los aviones salgan de la zona y los prenden otra vez. Es una provocativa declaración de propiedad impune: las islas son nuestras, y ustedes no pueden impedirnos hacer cualquier cosa con ellas.

Mientras tanto, los barbijos de los rosarinos adquieren otro propósito, como protección contra el aire asfixiante. Anteriormente se pudo ver focos individuales de fuego en el horizonte, pero ahora el humo se ha vuelto una cortina general. Otra nueva normalidad, el cielo azul es solo una memoria. A diferencia de los incendios australianos, los incendios en las islas no amenazan de forma directa los hogares de los rosarinos: no es una urgencia, sino una cotidianidad deprimente. Te invade los pulmones y te impregna el cabello, acompañada por las fotos de animales muertos y tierras reducidas a cenizas. De alguna manera esta destrucción sostenida es más deprimente que un desastre que llega como un relámpago, porque sus autores te dejan tan poca esperanza por el futuro. En tierras selváticas desbrozarlas tiene una cierta lógica, pero en medio de las pampas infinitas argentinas, incluso con la competencia del nuevo cultivo de soja, quemar 55 mil hectáreas para que pasten cientos de ganado es puro vandalismo. ¿Nuestro futuro será así, el clima y nuestras costumbres destructoras uniendo fuerzas para hacer cada vez más difícil nuestra supervivencia? En tal caso, esta época de humo podría ser solo un aprendizaje de vivir con fuego.

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