“La mujer, por esa función que la naturaleza le ha dado, no ha venido a participar como el hombre en una vida de carácter social general. Tiene una situación específica en el mundo y en el hogar. La mujer procrea, cuida su prole, vive entregada al hogar; por eso todas las madres antiguas, y entre ellas las madres españolas, no salían nunca del hogar, porque su función vital era cuidar el hogar y los hijos.” Estas palabras fueron pronunciadas durante el debate que motivó la Ley 13.010 de sufragio femenino (también conocida como “Ley Evita”) en el senado nacional, por Armando Antille, senador por la Provincia de Santa Fe.

Pasaron más de 70 años desde la sanción de esta ley, y en lo que respecta a la igualdad de derechos entre mujeres y varones, todavía queda mucho por hacer.

En los últimos 30 años hemos logrado importantes avances normativos en la materia. La adhesión de la República Argentina a la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la Mujer (ley 23179), la ley 24012 de cupo femenino para ocupar cargos representativos en el estado, la cual vino a ampliarse a través de la ley 27.412 que adoptó la paridad de ambos géneros para la elección de cargo representativos. A su vez la ley 25.674 implementó un cupo femenino del 30% para los cargos electivos y representativos en las asociaciones sindicales.

Existen importantes antecedentes de nuestros tribunales, tales como el caso “Freddo”, de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil, y el caso “Sisnero” de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en donde en ambos casos se obligó a empresas privadas a contratar un cupo femenino entre su personal, pero no existían normas de alcance general tendientes a tomar medidas apropiadas para eliminar la discriminación contra la mujer practicadas en el seno de las organizaciones civiles ni en las empresas.

En nuestro país casi un cuarto de las empresas que cotizan en la bolsa de valores local no tienen ni una sola mujer en su directorio. La situación se replica en los países de la región: en Chile sólo el 9,76% del total de miembros de directorios de empresas cotizantes son mujeres, en México el 7,74%, y en Brasil el 12,38%. Ante semejantes datos de la realidad resulta evidente que las causas de tan marcadas diferencias entre varones y mujeres en el acceso a los cargos directivos de las organizaciones son totalmente ajenas a cuestiones relativas a méritos o aptitudes personales, y están vinculadas a desigualdades estructurales instaladas en nuestra sociedad que debemos combatir.

Por ello, recientemente la Inspección General de Justica de la Nación (IGJ), a cargo del Dr. Ricardo A. Nissen, dictó la Resolución General n° 34/2020 estableciendo la paridad de género en lo que respecta a las sociedades comerciales, asociaciones civiles y fundaciones.

El cupo femenino impuesto por esta resolución no abarca a todas las sociedades, sino únicamente a las sociedades anónimas en las que el Estado participa como accionista, en aquellas que tienen por objeto operaciones de capitalización y ahorro (como por ejemplo los planes de ahorro de las automotrices) y las sociedades que explotan concesiones o servicios públicos.

No están alcanzadas por la norma las sociedades de responsabilidad limitada, las sociedades en comandita por acciones y todas las demás sociedades anónimas. Esto significa que en la práctica la norma únicamente abarca a las grandes empresas, que por ley deben tener un directorio de por lo menos tres miembros, y se excluye a las sociedades pequeñas y medianas que por lo general cuentan con pocos socios y no están obligados a llevar un órgano de administración plural.

También se encuentran alcanzadas las Asociaciones Civiles, las simples asociaciones que voluntariamente deseen inscribirse en IGJ, y las fundaciones con un consejo de administración temporario y electivo.

Toda vez que el universo de sociedades, asociaciones y fundaciones resulta muy diverso, tanto en su tamaño, composición de miembros, y en función a las actividades desarrolladas, la normativa de IGJ si bien impone un principio general, también prevé un amplio régimen de excepción (total o parcial, transitorio o permanente) para adaptar la regla general a las características de cada entidad. Cada caso deberá contemplarse en particular. A modo de ejemplo: no es igual una gran asociación con cientos o miles de asociados y asociadas, que una pequeña asociación con unos pocos asociados o asociadas. No es igual una asociación que tenga por objeto una actividad vinculada a determinados colectivos, creencias o cultos, que una entidad deportiva o una cámara empresarial.

La IGJ siguió como modelo la técnica utilizada por los países más avanzados que disponen cuotas de género con sanciones para la integración de órganos de administración de sociedades. Así funciona en Noruega (40 %), Francia (40 %), Bélgica (33 %), Italia (33 %), Alemania (30 %), EE.UU en el estado de California (40%), entre otros.

La resolución general N° 34/2020 pone el debate en torno a la real desigualdad entre varones y mujeres en las empresas y entidades civiles sobre la mesa, lo que generó en distintos foros y medios encendidas críticas y elogios.

Las voces más críticas de estas nuevas medidas se centran en tres aspectos. No se abordarán aquí las críticas personales hacia el Inspector General de Justicia y ni a la propia Institución, que no merecen ser respondidas dado que únicamente son demostrativas de ausencia de argumentos y no aportan nada al debate democrático que nuestra sociedad se debe al respecto.

Se critica a la Resolución General N° 34/2020 bajo el argumento de que la IGJ no tiene competencia para dictar una norma que imponga un cupo femenino, dado que ello sería competencia del Congreso Nacional.

Quienes sostienen este argumento desconocen tanto las funciones propias de la IGJ que la ley 22.315 le asigna, como el carácter supra legal y transversal de la normativa de género vigente en nuestro país.

En primer lugar, porque todos los organismos oficiales (y la IGJ no está exenta) deben aplicar la Constitución Nacional y los tratados internacionales con jerarquía constitucional -tales como la Convención sobre Eliminación de todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos- desarrollando una norma primaria sin necesidad de una ley intermedia. A ello se suma que la ley 23.315 (ley orgánica de IGJ) legitima expresamente el dictado de reglamentos y resoluciones necesarios para el cumplimiento de las funciones del organismo de contralor, que debe interpretar el derecho de fondo, en tanto no lo modifique.

En segundo lugar, porque nuestro país cuenta con la ley 26.485 desde el año 2009, la que contiene prescripciones claras en pos de alcanzar la igualdad real de oportunidades para la mujer, con carácter obligatorio tanto para el sector público como para el sector privado.

Esta ley tiene por objeto -entre otros- eliminar la discriminación entre mujeres y varones en todos los órdenes de la vida; fijar condiciones aptas para sensibilizar y prevenir, sancionar y erradicar la discriminación y la violencia contra las mujeres en cualquiera de sus manifestaciones y ámbitos; y remover los patrones socioculturales que promueven y sostienen la desigualdad de género y las relaciones de poder sobre las mujeres. En particular, su artículo 7° dispone cual debe ser la política pública en materia de igualdad, instando a los tres poderes del Estado a que adopten las medidas necesarias para garantizar el respeto irrestricto del derecho constitucional a la igualdad entre mujeres y hombres, la eliminación de la discriminación y las desiguales relaciones de poder sobre las mujeres, y la adopción de medidas tendientes a sensibilizar a la sociedad, promoviendo valores de igualdad.

Resulta claro entonces que la ley estaba; solo faltaba que los organismos la apliquen, para lo cual no resulta necesario el dictado de ninguna nueva ley que así lo disponga. Por ello resulta a todas luces incoherente sostener que la IGJ (que se encuentra bajo la órbita del Poder Ejecutivo Nacional) excedió sus facultades al imponer un cupo femenino a cierto tipo de sociedades, asociaciones civiles y fundaciones, toda vez que este organismo no hace otra cosa que aplicar la normativa legal y de raigambre constitucional vigente a las personas jurídicas bajo su órbita. En eso consiste justamente su función como organismo de control.

Por otra parte, también se aduce que el cupo femenino, como cualquier otra medida de acción afirmativa (fundadas en razones de sexo, género, etnia, religión etc.), violenta los derechos constitucionales de libertad (de contratar libremente o de asociarse libremente), de propiedad y la igualdad ante la ley.

Estas visiones olvidan que, desde la Revolución Francesa, la libertad es un bien de todos y todas. No existe en el derecho la libertad de discriminar. La libertad de contratar, de asociarse, y a la propiedad son derechos de todos. Justamente para garantizar la igual libertad de todas y todos, frente a situaciones de desigualdad estructural, se crearon las acciones afirmativas. Nuestra Constitución Nacional las reconoce expresamente en los arts. 37 y 75 incs. 22 y 23. Estas herramientas de justicia redistributiva han demostrado ser útiles en todos los países para motorizar cambios que tengan una repercusión positiva e inclusiva en la sociedad.

Por último, también se critica a la resolución bajo el argumento que el cupo femenino atenta contra la propia dignidad de las mujeres, quienes al ser designadas en función a un cupo legal siempre existirá la duda sobre si quien obtenga un cargo de dirección en función a un cupo estaría donde está allí por esa preferencia y no por sus propios méritos.

El argumento de la meritocracia, siempre favorito del neoliberalismo, también es el más endeble. Todos los estudios de organismos e instituciones públicas y privadas a lo largo y ancho del mundo llegan a la misma conclusión: la existencia de la desigualdad entre varones y mujeres en los cargos directivos en empresas y entidades civiles resulta abismal. Esto obviamente no es fruto de un proceso natural, como sostenía el senador Antille en la década 1940, sino que resulta consecuencia de prácticas sociales, políticas, económicas y culturales que están profundamente arraigadas en nuestra sociedad.

Resulta indiscutible que las mujeres exhiben alta calificación en diversos ámbitos de inserción laboral. Sin embargo, el grado de participación en el mercado de trabajo y los indicadores relativos a ingreso salarial y a puestos jerárquicos evidencian aún brechas significativas lo que sugiere que no hay un acceso real a las mismas oportunidades de desarrollo a pesar del grado de calificación. Además cabe preguntarse cómo podemos saber si llegan por sus propios méritos si las condiciones para el pleno ejercicio de sus derechos no están dadas desde el vamos, no solo desde las condiciones reales relativas a las tareas de reproducción y cuidado de trabajo no remunerado sino desde las propias trayectorias educativas en sentido amplio.

Frente a esta realidad incontrastable hay quienes consideran deberíamos esperar, que sea al propio devenir del tiempo que equilibre las desigualdades: el World Economic Forum calcula que se demoraría más de 200 años en lograr la igualdad. Otros entendemos que la imposición de cupos constituye una herramienta legal imprescindible para acelerar ese período y que ello debe ser una política de Estado para lograr una sociedad más democrática e igualitaria.

Desde la sanción de la ley “Evita”, nuestra sociedad mucho avanzó en la lucha por la igualdad de derechos entre varones y mujeres, en el reconocimiento de la diversidad de género y en la lucha contra todo tipo de discriminación.

La historia demuestra que cada vez que se ampliaron derechos a sectores relegados de nuestra sociedad, hubo una fuerte reacción por parte de otros sectores que se vieron amenazados en la conservación de sus privilegios. Pasó con la sanción de la ley de voto femenino (en 1947), con la reforma del código civil por la ley 17.711 que equiparó la capacidad de las mujeres a la de los varones (en 1968), con la ley de divorcio (en 1987), y con la ley de matrimonio igualitario (en 2010). Las críticas y los críticos fueron siempre -más o menos- los mismos. Basta con leer algunas notas recientemente publicadas para corroborar que en vastos ámbitos de nuestra sociedad las ideas del senador Antille siguen teniendo plena vigencia, aunque el discurso actual sea más sutil, y el argumento del “rol natural de la mujer” del siglo XIX haya mutado en el siglo XXI a “la libertad de mercado”, al “derecho a la propiedad” y a “la meritocracia”.

La Resolución General N° 34/2020 viene de manera explícita a expresar el debido cumplimento de la manda constitucional, de la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, y de las disposiciones de la ley 26485. Sin duda alguna contribuirá en el mediano y/o largo plazo en resultados positivos para combatir las desigualdades estructurales existentes y generar una práctica transformadora ajustada al principio de igualdad en concordancia con los Tratados de Derecho Internacional con jerarquía constitucional.

El fortalecimiento de nuestra democracia requiere ineludiblemente democratizar las estructuras sociales del mundo privado. En el mundo de la familia, de la educación, del deporte, de la cultura, del trabajo y de la empresa.

La incorporación e integración femenina en la dirección de nuestras asociaciones y empresas fortalece y enriquece a nuestras organizaciones, y a la comunidad, incorporando visiones, vivencias y experiencias que hasta ahora han estado injustificadamente ausentes. Estos son los propósitos que motorizan el dictado e implementación de la resolución general N° 34/2020.

Darío H. De León es profesor de grado y posgrado de derecho societario en diversas universidades públicas y privadas, y actualmente se desempeña como Director de Sociedades Comerciales de la Inspección General de Justicia de la Nación.