Estoy leyendo a Faulkner. Esta es la tercera o cuarta vez que empiezo el libro. Siempre me pasa lo mismo con él. Lo empiezo y lo dejo. Me resulta pantanoso, complicado, inseguro. Como si no tuviera claro adónde quiere llegar y ni siquiera por dónde va. Pero insisto. Pasa un tiempo, leo otras cosas, vuelvo, y me pasa lo mismo. Nunca puedo superar la página treinta o treinta y dos. Pero insisto. ¿Por qué insisto? Porque sé, tengo la seguridad, que no me va a decepcionar. Que en un momento me va a agarrar de las pelotas y no me va a soltar, que me va a hacer disfrutar, padecer, llorar, como ningún otro. Me lo imagino como un ave carroñera. Una imagen desprendida de -o parecida a- los telones que usa para escribir. Un ave carroñera, con un pico ganchudo, corpulenta. Medio encorvada, casi como la curva del brazo de un candado que se cierra. Un ave carroñera atada con una cuerda a un palo clavado en el piso. En un suelo polvoriento, lleno de quebraduras dibujadas por la sequía. Un suelo quejumbroso que con el raspar de sus patas deja escapar de la superficie un polvo amarronado, macilento. Un polvo como de ceniza echada a volar sobre un río. Y Faulkner es entonces para mí un pajarraco, desgarbado, huraño, que amenaza. Que da vueltas sobre sí mismo y alrededor de la estaca para poder soltarse. Que va mordisqueando la cuerda, una y otra vez, hasta liberarse. Y cuando se suelta... Cuando se suelta ahí yo me agarro. Y entonces lo veo al pajarraco desplegar sus alas y convertirse en un ave imponente, enorme. Que puede levantar vuelo en silencio y con una elegancia fuera de este mundo. Y cada palabra, cada frase, es un batir de alas que lo eleva a uno más y más y más. Y lo deja tan arriba que a veces tampoco parece de este mundo. Y uno se siente arrastrado en ese vuelo sin saber muy bien qué hacer, con la amenaza de caer desde aquella altura y destrozarse la cabeza contra la realidad pétrea y sin salida que nos impone el mundo. Y al sentir eso, justo en ese momento, uno se pregunta qué es la literatura. Qué es esto que pasa cuando las letras como hormigas inmisericordes van entrando por los ojos, aunque ya no tengan luz, hasta hincarse en cada recoveco del cerebro.

No es casual que haga la semejanza con un ave carroñera, porque es eso. Eso con precisión. Un pájaro desgarbado, enclenque, que hurga, que se mete. Que hunde su pico sangriento en las entrañas -en las vísceras hormonales que prefieren estar dormidas- hasta que lo consigue. Consigue meterse hasta sacar gotas circulares del color del vino. (Soltar las letras, ordenarlas). Gotas de sangre tibia que al derramarse van liberando peso para elevarse. Y entonces la literatura. Las letras se convierten en eso. En viento transparente, frases de belleza azulada. Palabras como dardos, certeras. Que golpean, agujerean, producen huecos por donde se descuelgan las emociones, las risas y lágrimas, las lagri‑risas que lo inundan todo. Y no solo eso. De noche, y sin presencia de la conciencia que -las más de las veces- ni siquiera duerme el sueño de los justos, producen sueños. Sueños impecables, gloriosos. No de una belleza transparente sino de dos. Fabrican sueños que al llegar la luz, vierten -como si fueran hijos de una violación- su semen convertido en palabras. Provocan en el soñante el impulso incontinente de volcar en nuevas frases y palabras aquello soñado. Y entonces el ciclo se renueva. Y siguen las letras y siguen las palabras y siguen los libros. Sin nada. Sin nada más. Sin nada más que un sentido que no tiene sentido ni orientación. Escribir como otra manera cualquiera de evitar la caída. La extinción del tiempo.

Por eso Fauklner es un ave carroñera, porque come de lo muerto y sin embargo cuando se suelta de la cuerda sus alas rozan el viento como ninguna forma de vida puede hacerlo.

Viene a ser algo así como con el amor. Así pero invertido. Con Faulkner es complicado al principio y después es un placer. Con el amor esta relación se invierte. Aquí habría que poner un punto y aparte para que el que está leyendo pueda pensar sobre eso.

Alguien, una vez, me dijo que hacerse un tatuaje es doloroso pero es un dolor gostoso, porque estábamos hablando en portugués. Y yo pensé inmediatamente que con el tatuaje es igual que con el amor y que por eso la gente sigue enamorándose. Duele pero gusta. Y se sabe -es más: ya es un cliché‑, aunque uno prefiera negarlo, que todo tiene su precio. Y cuando mayor es el precio, mayor es la recompensa. Es justo como leer a Faulkner.

Es verano y el calor te hace enloquecer. Se te pega del lado de afuera de la piel como se pegan los dedos al abrir un frasco de miel que ya se ha abierto.

Es verano y pienso: ¿Eso de encontrar y desencontrar el amor será lo mismo que haberlo conocido?