A mediados de los años 70, entre Nashville, Tennessee y Austin, Texas, un grupo de jóvenes estaba dispuesto a cambiar la música country, arrancarla de los modelos más tradicionales para volver a sus orígenes de canciones magníficas, simples, la verdad en pocas notas y la melancolía derramándose como vino tinto sobre la mesa después de una larga noche de cigarrillo y guitarras. Eran contemporáneos del movimiento outlaw (“forajido”, liderado por Waylon Jennings) pero ellos eran más bien bohemios obsesionados con encontrar la canción perfecta. Townes Van Zant era el más importante, por carisma y por el peso de sus canciones, pero en el grupo estaban el enorme trovador Guy Clarke, Blaze Foley (a quien Lucinda Williams le dedicó la canción “Drunken Angel” y, hace poco, Ethan Hawke lo hizo protagonista de la hermosa biopic Blaze) o Rodney Crowell, miembro de la banda de Emmylou Harris y esposo de Rossane Cash, la hija de Johnny. A todos se los puede ver en una película improvisada e icónica: Heartworn Highways de James Szalapski, que los muestra en dos de sus guaridas favoritas: la casa de Guy Clarke y la del tío Seymour Washington, un hombre negro que los recibía con frecuencia y resultó, de forma trágica, relacionado con el asesinato de Blaze, el más salvaje de la pandilla.

En la casa de Guy Clarke, alrededor de la mesa llena de botellas, hay un joven que es, claramente, el nuevo del grupo. Se trata de Steve Earle. Con los años, sería el protegido de Townes y un artista prestigioso él mismo. En la última década, Steve también se dedicó a actuar en series como The Wire y Treme, a militar por causas progresistas –apoyó a Bernie Sanders como candidato a presidente-- y trató de ordenar su vida: años de adicción a la heroína, una estadía de meses en la cárcel y siete matrimonios. Del tercero, con Carol Ann-Hunter, nació en 1982 su hijo Justin Townes, bautizado con el nombre del enorme compositor texano que moriría en 1997.

Ese hijo, Justin Townes Earle, acaba de morir a los 38 años. La noticia apareció en redes sociales y aún no se aventuró una causa, aunque los rumores hablan de una sobredosis. Es posible: Justin siempre habló de su enfermedad, de ser adicto a la heroína desde los 12 años, de las frecuentes recaídas, del alcoholismo, de los arranques de violencia y las estadías en centros de rehabilitación. Debutó con un EP en 2007, Yuma, y empezó el murmullo admirado: es mejor que su papá, decían con respeto pero con certeza los fans. The Good Life de 2008 fue su primer disco, algo tímido: sus canciones abarcaban ese enorme abanico que se llama, por falta de un mejor término “americana”, pero fue Midnight At The Movies cuando su particular mirada sobre el folk, el country y el bluegrass tomó forma y voz. Las soledades que describía sobre melodías que destilaban una fugaz sonrisa; la sintonía con su generación que, en este disco, lo llevó a cubrir “Can’t Hardly Wait” del clásico Pleased to Meet Me de The Replacements, la banda de Alex Chilton; una sinceridad desarmante que exhibía en entrevistas. “Durante mucho tiempo, tuve que lidiar con cosas que no tenía idea de cómo manejar. Mi padre se había ido, había dejado a mi madre, y ella traía a casa una colección de novios borrachos hijos de puta, que vivían con nosotros durante temporadas”, contó en Rolling Stone. “Cuando salí de la casa de mis padres a los 15 años era un chico bastante arruinado. Descubrí rápido que mi manera de hacer las cosas me metería en problemas, pero seguí adelante, porque me creí el mito durante mucho tiempo, creía que debía destruírme para que mi arte fuese bueno”. 

Harlem River Blues, de 2010, fue el disco que terminó de convencer a fans y críticos. Hay grandes canciones ahí, de verdad inolvidables; aunque siempre, con Justin Townes, se esperaba de él una obra maestra, un disco apabullante, definitorio. Quizá iba a llegar en su madurez; quizá nunca; a lo mejor no era su intención. Ya no lo sabremos, pero está Harlem River Blues y la canción que le da título, con una letra escalofriante y hermosa: “Señor, estoy yendo hacia el río Harlem, voy a ahogarme/ El agua sucia me va a cubrir y no emitiré sonido/ Estoy entusiasmado, mamá, debo irme, debo ir mientras todavía pueda/ Los días difíciles quedaron atrás y se que me dejarán entrar/ Cuando me vean caminando por la FDR, cantando y dando palmas/ Díganle a mi mamá que la amé, a mi papá que lo intenté, y denle el dinero a mi chica, para que lo gaste”. Hay que escuchar la tranquilidad con la que canta un suicidio sobre una base groovy, engañosa y alegre, con un coro de sutileza gospel, la muerte abrazada con los ojos abiertos y la voz firme. Merece estar entre las grandes canciones de la historia del country y es un milagro triste que la haya escrito un descendiente de ese linaje brillante y subvalorado. 

Afortunadamente quedan más discos y más canciones. En 2012 editó Nothing's Gonna Change the Way You Feel About Me Now y aparecieron más matices, especialmente en las letras: la construcción de personajes en “Unfortunately, Anna” (“Le digo, ¿dónde querés ir?/ Y me contesta, no sé, sólo quiero desaparecer/ Porque estoy cansada de recorrer las mismas viejas calles todas las noches/ Cansada de las mismas caras, el mismo amanecer/ Y me pregunto cómo está mi mamá en Memphis/ Cómo están mi chicos en Michigan”); las historias muy cercanas de los discos Single Mothers y Absent Fathers (“Madres solteras” y “Padres ausentes” que se acercan, a veces de forma directa, a veces oblicua, a su biografía), la nostalgia de Kids in the Street (2017), con elegía sobre la infancia y una especie de regreso con The Saint of Lost Causes, el disco de 2019, menos introspectivo y más político: "Traté de mirar a través de los ojos de este país porque yo creo en la idea de Estados Unidos, esa idea de que todos son bienvenidos acá y tienen derecho a quedarse”, dijo. “Flint City Shake It” es una canción de protesta western-swing sobre las calamidades que sufre esa ciudad, y “Don’t Drink The Water” también refleja el estado de las cosas en los estados pos-industriales. Algunas influencias aparecen más claras: la de Springsteen, por ejemplo, en "Appalachian Nightmare," una canción folk que parece salida de Nebraska o de los primeros discos de Bonnie Prince Billy, sobre un criminal pobre que cuenta su vida; también habla de inmigrantes como en “Ahí está mi Nina”, un diálogo country rock entre un hombre cubano y su hija en Nueva York; en “Over Alameda” se va al pasado y acompaña a una familia negra que se va de Mississippi a California en busca de oportunidades. La instrospección vuelve en “Talking to Myself”, que cierra el disco, como para recordar a quienes escuchan en qué condiciones están los demonios del autor: “Estoy lleno de dolor y necesito ayuda/ No me atrevo a contárselo a nadie/ Estas son las cosas que digo cuando hablo conmigo mismo/ Casi nunca salgo y cuando lo hago/ Espero nunca encontrarme con un conocido/ Porque beber no me causa ninguna alegría/ Y ya no recuerdo cuándo las drogas empezaron a traicionarme”.

El 23 de agosto, Stephen King tuiteó sobre la muerte de Justin Townes Earle. Era, claro, el tipo de cantautor ideal para él, fan de Springsteen y Ryan Adams: “Parece que JTE ha muerto. Espero que sea una noticia falsa, pero temo que no. Qué pérdida”. Y poco después posteó un registro en vivo de “Harlem River Blues” en Letterman y escribió: “Esto es lo que perdimos. Escuchen”. Y ahí se lo ve a Justin con cierto parecido físico a Jimmie Rodgers o Hank Williams, esa incomodidad física ayudada por el traje anticuado y el moño en el cuello, y la canción magnífica que no puede confinar la prolijidad de un estudio de tele. Todos los que dijeron algo sobre su muerte quisieron decir, en el fondo, lo mismo: a todos nos toca el mismo tiempo, el que dura una vida, pero a veces lo breve parece quitarnos cierta esperanza, la promesa de lo por venir.