En el espacio-museo Caixa Forum de Barcelona está por terminar una muestra llamada Veneradas y temidas, el poder femenino en el arte y las creencias. Están las diosas y las guerreras: las brujas, las divinidades indias en toda su gloria y las artistas. Una de ellas me fascina desde siempre y me obsesiona su historia, que reúne el poder y la desdicha. Su serie más famosa es en video y se llama “Siluetas”. El video está casi en un rincón al final de la larga muestra. La silueta arde cuando se enciende la pólvora. Es blanca y pequeña al principio: el fuego y el humo la vuelven negra y gruesa, la hacen crecer. Era el recorrido de un cuerpo ausente y ahora, después del fuego, es una huella de ceniza que el viento va a desparramar entre los pastos. O que será deshecha por una mano, o un pie. Exhala pequeños soplos de humo durante algunos segundos, como bocanadas, parece fumar. Está tan sola en ese campo del medioeste. Cuando la artista cubana Ana Mendieta planeaba esta acción, cuando se acostaba en el campo, trazaba su cuerpo, se levantaba y le prendía fuego a esa ausencia, ¿estaba haciendo profecía? ¿Se veía arder? ¿Recordaba su futuro?

Ignoro si, en su muerte, ella fue silueta. Si su cuerpo, que cayó desde un piso 34, Greenwich Village, Manhattan, 1985, fue dibujado en el techo del deli que lo detuvo, que le impidió estrellarse contra la vereda. Un cuerpo, el de Ana Mendieta, que quizá fue arrojado al vacío, después de una pelea, por su esposo. Carl Andre, artista famoso: él fue declarado inocente o, mejor dicho, se lo liberó por duda razonable. Él fue quien llamó a la policía cuando Ana cayó al vacío y dijo: “Mi esposa es artista y yo soy artista y tuvimos una pelea sobre el hecho de que yo estaba más expuesto al público que ella. Fue al dormitorio, la seguí y ella saltó por la ventana”. Eso dijo por teléfono.

Vi siluetas en la calle, por primera vez, en 1983. Ese año Ana Mendieta todavía estaba viva y, en Argentina, se terminaba la dictadura. El 21 y 22 de septiembre hubo una movilización en Plaza de Mayo y los alrededores de la Casa de Gobierno: faltaba poco para que asumiera Raúl Alfonsín. Todavía, técnicamente, gobernaba un estado criminal. Mi madre asegura que me llevó a esa movilización. Ella y yo fuimos solas. Yo no lo recuerdo y es extraño que lo haya olvidado, porque ya tenía 9 años y recuerdo muchos detalles de esa época. Incluso recuerdo otras siluetas: las de las Islas Malvinas, por ejemplo que, como tarea escolar, debíamos trazar sobre papel de calcar y con tinta china. Era muy difícil y los dedos quedaban manchados de negro. Los dedos, la ropa, la mesa, la cara, tinta china en todas partes, manchones como lágrimas negras sobre el papel. Debíamos aprender de memoria, con tinta sangre, el mapa de las Malvinas.

No recuerdo esa movilización a la que fuimos con mi madre, que se llamó el Siluetazo. Puedo enumerar imágenes, sin embargo, porque las fotos que se tomaron ese día se hicieron famosas. Un grupo de artistas acordó con las Madres de Plaza de Mayo realizar siluetas humanas, que representarían a los detenidos-desaparecidos. Se reunieron militantes, gente del común, organismos de derechos humanos, estudiantes, una multitud en las calles. Se acostaban sobre el papel y los cuerpos eran contorneados. Algunas siluetas tenían bordes negros. Otras eran oscuras como sombras, como manchas. Todas tenían escala humana. Un cuerpo presente representaba la ausencia de otro cuerpo. El contorno como falta. Los artistas que pensaron el Siluetazo se inspiraron en el trabajo previo del artista polaco Jerzy Skapski quien, a fines de los años 70, usó 2.370 siluetas para representar a las 2.370 personas que morían por día en Auschwitz. Las siluetas son, sobre todo, una huella de la muerte.

Sí recuerdo haber jugado a las siluetas, después. Con algunos amigos usábamos cartulinas, las más grandes que podíamos conseguir, y trazábamos nuestros cuerpos con fibra. Había miedo y placer cuando la mano del otro dibujaba las piernas y se acercaba a los genitales, el ruido de la fibra sobre el papel y el silencio, la respiración, el olor de la tinta, un olor de infancia y de verano. Contornos del cuerpo que después eran abandonados en un rincón, porque nunca les prestábamos atención a las cartulinas una vez que terminábamos el trazo. Mi abuela recogía y guardaba esas cartulinas. A ella también le gustaban las siluetas, pero no las del cuerpo entero. Con ella jugaba a trazar las siluetas de nuestras manos, las mías, las de ella. Así es una mano de vieja, decía mi abuela, y ponía la suya sobre el papel y la contorneaba con lápiz. Siempre destacaba sus uñas largas. Después, mi abuela se sentaba en su sillón favorito, al lado del teléfono, y contaba la historia de alguna de sus hermanas. Argentina, por ejemplo. Su hermana mayor se llamaba Argentina. Argentina sufrió mucho, decía mi abuela, porque se casó con un hombre malo. Vivían en el campo y ella estaba siempre sola. Cuando él volvía, le pegaba. No aguantó más y una noche se ahorcó usando la rama de un árbol, cerca de su casa. Mi abuela se acordaba de la silueta de Argentina, balanceándose en la rama, porque era una noche de tormenta. Ella le tenía terror a las tormentas. No sé por qué la encontró ella ni por qué Argentina nunca pudo escapar de ese hombre; por qué no la ayudaron. La historia terminaba ahí.

Otras siluetas de Ana Mendieta: una huella, bastante profunda, llena de pintura rojo sangre arterial; un contorno en la arena, sin brazos; una mujer bajo un sudario blanco, con el corazón fuera del cuerpo, sobre el pecho (el corazón es real, es un hermoso músculo rojo, ¿de qué animal?); una mujer sobre la corteza de un árbol, camuflada; un entretejido de finas ramas, vagamente hechicero. Algunas recuerdan a restos de ofrendas, dejada sobre la arena o en el bosque, muñecas rituales que cumplieron su función. Ana Mendieta se inspiraba en la santería, que usa la pólvora para hacer dibujos místicos sobre la tierra y atraer a los espíritus.

El altar de mi abuela estaba escondido detrás de su cerámica, sobre el mueble principal del comedor. Una de las estatuillas era de Santa Librada, la virgen barbuda, que había sido una de nueve mellizas --un parto bestial y animalesco--, fue crucificada y le crecía vello en el cuerpo y en la cara. Ana Mendieta se hizo crecer barba y bigotes en su obra Untitled (Facial Hair Transplants): un conjuro para, al cortar el pelo del varón, recibir su energía. Santa Librada le pidió vello a Dios para convertirse en un ser repulsivo y así evitar un matrimonio que no deseaba. La leyenda dice que, para ocultar su cuerpo de mujer, también dejó de comer. Todo esto es incomprobable y legendario, por supuesto. Una santa anoréxica y barbuda que murió en la cruz. Mi abuela le encendía velas comunes, de las que se usan en los cortes de luz. La talla, de cerámica, estaba muy golpeada o muy vieja, no lo sé, pero apenas se le distinguía el rostro y, por lo tanto, a la estatuilla no se le veía barba por ninguna parte.

Durante mucho tiempo, cuando todavía fumaba, yo trazaba siluetas con la ceniza del cigarrillo, quizá como una despedida del hábito. Lo hacía sobre las mesas de los bares, sobre la mesa de mi casa y también sobre el suelo. Trazaba siluetas de cuerpos y también cruces y o raras topografías, ríos, bahías, lagos. En general usaba mis propios dedos. Después, si estaba sola en casa, soplaba las cenizas, una bocanada, y el aire se volvía gris y apestoso, nieve tóxica bajo techo. En las manos, sucias, quedaba el lejano recuerdo del fuego.

 

* Una versión algo diferente de este texto se publicó en el catálogo del museo de Louisiana, Dinamarca, para acompañar obra de Ana Mendieta