II

¿Después de una guerra sin guerra, qué queda en pie?

Como decía W. Benjamin en aquel fragmento escrito exactamente 100 años atrás, subsistimos en una intemperie constante; hoy desnudos de lazos, de cobertura socio-política que nos resguarde, cada vez más desolados; y aunque este derrotero corresponda a lógicas diseñadas desde principios de la modernidad, viene precipitándose en esta última centuria. Entonces, ¿por qué desatar esta guerra de este modo? ¿Es un azar del destino, obedece a tramas conspirativas, a órdenes biopolíticos, o son estos órdenes los que inmediatamente desarrollan estrategias para perpetuarse, replicarse, contagiarse (como el mismo virus)?

¿Es mejor salir de casa y temer a cualquier otro, sentir que la vida sólo es posible mediante pantallas que se multiplican? ¿Qué consecuencias tiene pensar que el roce, el toque, el choque, la proximidad, pueden ser una amenaza letal?

¿Qué alternativas nos quedan o cuáles construimos para seguir subjetivándonos a través de nuestra corporalidad y de nuestro inevitable juego de presencia-ausencia? Pues a pesar de que la sucesión pesadillesca de imágenes y acontecimientos filtrados por aparatos de transmisión continua, nos deje por momentos sin aliento (covid-19), habría también subterráneas, aéreas, fluidas formaciones que persisten en su impulso vital. Y así, ¿las respuestas no estarán en esos mismos lugares que desnudan su fragilidad? ¿En esos cuerpos como tramas sintientes y significativas, en los lazos sociales a construir, en las experiencias que ritualizan nuestros modos de ser con otros, a través de una existencia que precisa del contacto y del contagio?

1. Microorganismos

Entré al supermercado en el día 18, las personas parecían huir de mí y yo de ellas, todos parecíamos estar en un laboratorio, sujetos a experimentaciones arbitrarias (como lo es todo ejercicio de dominación del cuerpo). Éramos observados por un panóptico de ojos multiplicados por miles que nos decían cómo movernos y nos administraban constantemente sustancias para evitar el riesgo de ser contaminados. La piel y los humores se convirtieron en el mayor factor de riesgo, por eso, en ese juego mecánico, íbamos evadiendo los diferentes cobayos que entraban y salían en los distintos pasillos, intensificando el ejercicio de evitación y borramiento de aquellos cuerpos.

Recuerdo en mi niñez el juego de la mancha, aquí se llama la popa, alguien tenía esa “mancha” y perseguía a los demás amenazando con contagiarlos, todos corrían, nadie quería ser manchado, nadie quería portar ese mal que lo dejaba aislado del resto, siendo sólo uno, solo, entre una maraña de niños jugando y divirtiéndose; entonces corría para liberarse de esa mancha, y la única salida era tocar a otro, pasarle el estigma. Aquí todos tenemos la mancha y todos huimos para no ser manchados, es decir, todos estamos solos.

En el día 37 el escenario era casi el mismo, deambulábamos por las góndolas con nuestras máscaras, recogiendo diversos enseres, pero ya reconocíamos los mecanismos, el experimento estaba funcionando. En ese momento parecíamos estar, no ya en el laboratorio de experimentación, sino en un hospital de campaña, paseando por sus pasillos, reconociendo a los internados nuevos y viejos, los usuales e inusuales; mientras cargábamos nuestros carros de metal con elementos “esenciales”, aquellos que están prescriptos, como los remedios de una receta cuya autorización depende sólo de un “especialista”. Me preguntaba si todos los que estábamos allí sabíamos que, de este hospital, nunca saldremos ilesos. Todo sea por la salud.

Es el día 63 y volví a ingresar a la sala de emergencias, las personas ahora se agolpaban en los pasillos, hacían colas extensas en todos los espacios, sin respetar los protocolos. Algo empezaba a aletargarse y a resistir. Ahora sí, los enseres desbordaban las góndolas y sin embargo las personas, usando esta vez sus máscaras a media asta, se precipitaban como si fuera su última oportunidad, su sentencia final: corrían de aquí para allá completando sus carros con elementos ordinarios y extraordinarios, todo se volvía “esencial” cuando el vacío se acumulaba en el conteo del día a día en un cuarto coartado de una cotidianeidad ansiada.

(El orden cambió de repente, todos fuimos internados, obligados a sobrevivir con nosotros mismos en nuestras propias habitaciones, con visitas limitadas y sin salida final prevista. Los plazos se iban extendiendo de entre 15 y 15 días y la enfermedad se alternaba, en el mejor de los casos, con juegos de cartas, TV full-time, conversaciones y reuniones en plataformas digitales -whatsapp, zoom, skype, googlemeet- y un trabajo forzoso que fuimos reinventando a tientas).

La velocidad enloquecida que supimos conseguir otrora en las calles y que se fue potenciando en la digitalización de la vida diaria; salió desaforada a manifestarse esta vez en el supermercado. Reaparecieron los cuerpos en cantidades que no había visto los últimos dos meses, algunos seguían vigilándose, otros continuaban la huida hacia el abismo y otros se me acercaban precipitadamente -resistiéndose a obedecer y a “cuidar” a los demás, a cuidarme-. Empecé la carrera desenfrenada de esquivar esos bultos que se empecinaban en ocupar el pequeño límite de metro y medio que me correspondía, fui sorteando obstáculos como en una carrera o en un videojuego (pues la velocidad también se aceleraba); ya estaba casi por salir invicta, logrando llegar a la posta y obteniendo mi medalla triunfal -al entregar el dinero a la cajera de turno-; cuando de repente uno de esos irreverentes bultos, me chocó. Esa persona-bulto tiñó mi ropa de la mancha invencible, su olor, su sudor, su temperatura, su cercanía me produjeron espanto: ahí estaba la bala que arremetió contra mí y yo grité.

Llegué a casa y me limpié entera, esa sombra del otro podía atravesar mi piel y matarme, puse la ropa en el lavarropas (incluso mi máscara), repartí desinfectante por todo mi cuerpo y aun así tomé un baño para exorcizar cualquier germen del otro en mi piel, en mis venas, en mis entrañas. Eso es lo que predican continuamente, o esos son los fantasmas que se agitan -mientras crecíamos escuchando y vociferando “negro de mierda”, “extranjero de mierda”, “gorda de mierda”, “puta de mierda”, “vieja de mierda”-.

Todo es una mierda y ahora está en mi ser, quizás ya entró a mi circuito sanguíneo, quizás ya está en mis bronquios, quizás ya me está asfixiando. Esa es la peste.

“Lo peor de todo es que no sabemos nada”; ni la epidemiología ni nuestro sistema inmune (biocuerpo), logran descifrar los códigos secretos de este enemigo fluctuante. Como todo microorganismo muta, se adapta, se intensifica, se acomoda a los nuevos contextos, rearma su propio ecosistema, y es resiliente, pues se potencia con las diversas dosis de pharmacon que quieren combatirlo. Al enumerar estas cualidades surge un halo de confusión que tienen los estadistas e incluso los mismos especialistas: ¿de qué estamos hablando? ¿Hasta qué punto lo que aparece en torno a las siglas, tiene que ver con mutaciones genéticas o transformaciones socio-político-semióticas; y éstas, a qué ente/ser/ realmente corresponderían? ¿A ese virus, a una nueva arma cuya valencia actual es silenciosa y letárgica? ¿O a “ese gas” que lo contamina todo: el neo-semio-pos-capitalismo?

¿Qué es metáfora de qué, el virus del semiocapitalismo o el semiocapitalismo del virus: el huevo o la gallina? O, dando un giro copernicano a la cuestión, ¿no será este virus la misma vacuna que el propio planeta -natura versus salamanca- ha creado para defenderse de los órdenes humanos, como, por otra parte, lo auguran muchos otros especialistas de lo social? (continuará…)