El viento le vuela el pelo. Será que es finito y raleado, por eso vuela más.

Antes, mucho más allá que antes, era grueso y tupido. Su madre le hacía una cola con un elástico retorcido y encima un moño con una cinta blanca. Cuando volvía de la escuela, se sacaba el moño y el elástico, pero la cola quedaba formada, como resistiendo. Muchas tardes, por un rato largo le dolía la cabeza. Se metía los dedos entre el pelo y los separaba, dejaba entrar el aire, casi una redención.

Ahora el viento le volaba sus pelos lacios y canosos, flaquitos, livianos. Irene piensa que cada vez hay menos cosas livianas. Ella extraña la sensación de las tardes calurosas, los paseos inútiles, las charlas ligeras y pueriles al borde de la laguna. Por un momento se dice que la vida era más fácil, pero enseguida se arrepiente y piensa que no, que entonces, la vida también era difícil, hasta más. Mucho más.

El asunto no es la dificultad, piensa, es el agobio. El peso. El desasosiego. ¡Qué palabra tan triste! Una vez la buscó en el diccionario: “Sin calma ni sosiego”. Entonces buscó sosiego: “Aquietar las alteraciones del ánimo, mitigar el ímpetu de la ira”. Los ánimos alterados, la ira impetuosa, casi una descripción de época.

Irene se pregunta si la pandemia nos dejará más cerca de la armonía o de la cólera. Le gustaría estar allá abajo, con barbijo, entre la gente que espera. Si pudiera salir, se pondría una bufanda de muchos colores que le trajo su nieta, Mariana, de Perú, y le gustaría tener un barbijo con una sonrisa, como uno que vio en la tele. Pero no puede, no debe. Tiene que seguir en su balcón, observando con mirada casi de pájaro, desde este octavo piso de Laprida casi Córdoba, envuelta en una manta, pero con el pelo al viento.

Abajo todo parece moverse despacio, los pocos autos que pasan, los brazos que hacen ademanes para comunicarse con otros que también gesticulan, los policías que caminan como si estuvieran pisando la superficie de la luna. Es extraña la plaza ocupada de esta forma, sin cuerpos contra otros cuerpos, sin banderas ni pancartas ni proclamas. Tampoco está vacía, como algún amanecer trasnochado de un domingo de enero. Ni atravesada, como todos los días a todas las horas, por personas que la recorren mirando los ojos de su compañía, o rozando los árboles, o atisbando su destino en las baldosas flojas del piso.

Ahora es distinto a todo y a siempre. Los cuerpos no se tocan, pero se miran. No se hablan, pero saben qué está pasando. No se conocen, pero comparten el miedo. Desde el balcón parecen hormigas manteniendo la distancia indicada para poder soportar la carga, condenadas a seguir el camino que se les indica para sobrevivir.

Esto va a pasar, piensa Irene, como todo. El problema es que no nos deje más cansados, sin fuerza para la pelea. O nos haga más intolerantes y desconfiados. Hay cosas que solo tienen que ser con otros, la mayoría de las cosas buenas. Flotar en la laguna y dejar que el agua nos lleve hasta la isleta, festejar los cumpleaños con chocolate caliente, discutir de política en las sobremesas, sacar la sortija en la calesita, despedir a los muertos, reírse hasta llorar.

Irene mira a la gente de la plaza y piensa en sus historias: ¿quién será el hombre de bigotes que abre veinte veces su billetera y vuelve a cerrarla con delicadeza?, ¿lo esperará alguien cuando vuelva a su casa?, ¿y la chica de campera rayada que baila sola?, ¿tendrá plata para comprar la comida para mañana?, ¿la mujer de los zuecos con plataforma, la que se queja por encima del murmullo, tendrá a quien cantarle?

Desde arriba los colores se diluyen, se empastan, igual que los movimientos y los sonidos. “La princesa está triste ¿que tendrá la princesa? Los suspiros se escapan de su boca de fresa, que ha perdido la risa, que ha perdido el color”. Pero justo en ese momento, crucial, peligroso, en el que Irene iba a deshabitar el balcón, abandonar la plaza, que era como renunciar al mundo para encerrarse en su propio mundo, aparecieron ellas.

Venían de la mano, dando saltitos. Las dos tenían unos gorros de lana con pompones, amarillo la niña, rojo la madre. Sacaron algo de un bolso y se arrimaron al piso. Irene no entendía qué hacían, pero las escuchaba cantarinas y de pronto una rayuela fue naciendo en la vereda. Una rayuela con un cielo enorme. Una rayuela que caminaba con ellas, y en algún momento treparía por las escaleras del Correo. Cada vez que la niña llegaba al cielo, la madre la alzaba y la hacía girar en el aire, como si volara. Como si flotara.

Irene se acomodó el pelo que el viento seguía revoloteando y sonrió pensando que la vida siempre va a encontrar esas formas leves de la felicidad.

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