Desde Río de Janeiro.El pasado lunes, 7 de septiembre, fecha de la independencia, Brasil escuchó dos pronunciamientos.

Uno, del ultraderechista presidente Jair Bolsonaro, duró poco más de tres minutos. Ha sido el tiempo suficiente para que, con la dificultad habitual, el desequilibrado leyese un texto escrito por otro u otros. Un texto patético, plagado de mentiras, interpretaciones increíbles de lo que efectivamente ocurrió, manipulaciones burdas de hechos y datos, defensa de la dictadura que duró de 1964 a 1985 con un sinfín de atrocidades, o sea, un retrato nítido del aprendiz de genocida que preside a este pobre país.

Ninguna mísera palabra dedicada a los casi 127 mil muertos por la pandemia del coronavirus. Ninguna. Ese el tamaño de la humanidad y de la solidaridad del primate que ocupa el sillón presidencial.

El otro pronunciamiento, solemnemente ignorado por los conglomerados de la televisión, partió del ex presidente Lula da Silva, y ha sido bastante más prolongado.

Para leer las casi tres mil palabras del texto en una transmisión por las redes sociales, Lula consumió exactos 23 minutos y 48 segundos. Fue acompañado, en vivo, por más de 550 mil personas.

Y lo que esas 550 mil personas vieron en directo, y miles más vieron después, fue un discurso especialmente duro, como en los tiempos de las duras batallas encabezadas por el antiguo dirigente sindical.

Lula no economizó críticas esparcidas por doquier, dejando claras señales de que el silencio que desde que salió de la cárcel (a la que fue injustamente condenado luego de 580 días), interrumpido ocasionalmente por declaraciones cuidadosas, puede haber llegado al fin.

Los golpazos disparados contra Bolsonaro fueron dignos de Muhammad Ali en sus mejores momentos: precisión absoluta, contundencia directa.

Empezó afirmando que a lo largo de los últimos meses “una tristeza infinita me viene apretando el corazón. Brasil vive uno de los peores períodos de su historia”.

Mencionó a los 130 mil muertos y más de cuatro millones de infectados para luego destacar que estamos cayendo en una crisis sanitaria, social, económica y ambiental nunca antes vista. Y destacó algo que, con raras excepciones, suele ser ignorado: la aplastante mayoría de los muertos por la pandemia es formada por pobres, negros y personas vulnerables que fueron abandonadas por el Estado.

Resaltó que en San Pablo, la mayor y más rica ciudad brasileña, las muertes por la covid-19 son 60 por ciento mayores entre negros y mulatos de la periferia, y que cada uno de esos muertos tratados con desdén por el gobierno tenía nombre, apellido, dirección, familia, amigos.

Aseguró que hubiera sido posible evitar tantas muertes: “Estamos entregados a un gobierno que no da valor a la vida y banaliza a la muerte. Un gobierno insensible, irresponsable e incompetente” que, para colmo, “convirtió el coronavirus en un arma de destrucción en masa”.

Luego de denunciar que después del golpe institucional que instaló en el poder primero el régimen cleptómano de Michel Temer, y en seguida una aberración llamada Jair Bolsonaro – el peor presidente y el peor gobierno de la historia de la República –, el sistema nacional de salud viene siendo desmantelado de manera asustadora, Lula otra vez disparó contra el mandatario, al destacar que los recursos que podrían estar siendo usados para salvar vidas fueron destinados a pagar interés al sistema financiero.

Recordó y criticó duramente la radical militarización del ministerio de Salud, con un general a la cabeza y más de una veintena de uniformados premiados con puestos y cargos antes ocupados por médicos e investigadores, Lula partió para atacar algo que pasa desapercibido para la inmensa mayoría de los brasileños: la forma como Bolsonaro abrió mano de algo esencial a cualquier gobernante en cualquier circunstancia, es decir, la soberanía nacional.

Como punto central de esa vertiente cruel del gobierno del ultraderechista, Lula destaca la sumisión vergonzosa y avasalladora de Bolsonaro frente a su ídolo y ejemplo, Donald Trump. Y también como quiebra de la soberanía denuncia el desmantelamiento de los bancos públicos, de la Petrobras, en fin, del patrimonio que debería ser de todos los brasileños.

El impacto del pronunciamiento de Lula con su contundencia aguda en la izquierda y la centro-izquierda, un tanto atónitas desde la elección de Bolsonaro en 2018, se hizo inmediato. Ha sido un susto y una sorpresa, y ahora queda por ver qué pasará: si surgen movimientos llamando a acción, o si las palabras tremendas del expresidente se pierden en el viento.

Al ponerse “a las órdenes” de Brasil y su pueblo, Lula dejó en claro que, si la corte suprema anula sus condenas injustas a manos de un juez inescrupuloso y manipulador llamado Sergio Moro y asistidas de manera omisa por esa misma corte, podrá ser candidato en 2020, y que se ofrece para encabezar un eventual frente de oposición cuyo objetivo sea encarrilar al país sobre sus rieles.

Sea como sea, todo indica que Lula da Silva salió de su gruta. Y que lo hizo dispuesto a hacer lo que hizo a lo largo de la vida: dar batalla.

Bienvenido sea de regreso a la trinchera.