Resulta exasperante no poder explicarlo todo –de acuerdo con nuestra configuración ideológica y nuestros habitus mentales–, y más aun no saber sobre lo sabido: la vida se escurre entre los dedos de las ciencias y de cualquiera de sus fundamentos, tanto los positivos como los hermenéuticos; ni siquiera la astucia de recurrir a elementos “mágicos” de otros saberes (hecho que, por su parte, sucede desde los albores del conocimiento científico y de los Estados nacionales), puede dar solución a las lógicas epistémicas; sin embargo, los expertos siguen respondiendo desde esas tramas. El rey ha muerto, larga vida al rey.

Lo que podemos vislumbrar es que no sabemos qué hacer ni cómo movernos con la incertidumbre y entonces la llenamos con verdades parciales, imágenes hiperrealistas y discursos de obediencia o desobediencia hegemonizantes, afirmando unas leyes que nos dejaron de pertenecer hace tiempo -las leyes inexpresables de una naturaleza que no supimos enunciar (conocer) como creíamos-. La vida una vez más es misteriosa y se abre a innumerables sinsentidos.

Con esta re-nombrada pandemia, el cimbronazo ha sido profundo y los Estados tampoco estaban preparados para responder, el mundo padece de un aparente vacío existencial. Mientras los monopolios se fueron haciendo cada vez más poderosos, sostenidos por redes de expoliación de recursos naturales, de explotación de recursos humanos, de medicalización de la vida cotidiana y de consumos de sustancias y una extenuación del universo etéreo de prácticas, vinculaciones y circulación binarias; mientras todo esto sucedía, la materialidad estructural de los hospitales –y de nuestras economías– se precarizaba, no dando abasto para semejante calamidad.

Aun así, la necesidad de “normalizar” un estado de cosas, por más extraordinario que fuere, sigue rigiendo nuestras subsistencias, es el propio impulso vital del orden en el que sobrevivimos: los Estados no saben qué hacer con sus economías y los monopolios no pueden seguir perdiendo dividendos. Es bueno paralizar los cuerpos, sujetarlos al miedo, aislar los unos de los otros, pero no se puede dejar de producir. Limpiemos el planeta de pobres y desamparados, de viejos inútiles, sujetemos a las nuevas generaciones a sus propios asilos, pero por favor produzcamos-consumamos servicios, capital, bits y bytes.

Por estos lados del mundo y en una frontera frágil con el lugar donde ahora mismo están aconteciendo los mayores bombardeos, entramos en la fase 5 del experimento. ¡Vuelta a la nueva normalidad! Esta vez sin abrazos, con una economía del fastidio, pero con las góndolas nuevamente repletas de espejitos de colores; y las bolsas se irán llenando poco a poco, mientras nos inoculamos diversión asegurada a través de una retina que resiste a los mecanismos espasmódicos de una sobrecarga de información digital.

Y en esta versión de la vida, nos seguimos olvidando de los sujetos-cuerpos –aquel universo bio-simbólico–. Las personas precisan creer que esto no es más que una noticia ininterrumpida que, a esta altura y como tantas otras, va perdiendo su peso específico; sin embargo, algo permanece latente y parece querer estallar en cualquier momento. ¿Será la guerra, serán esos microorganismos? ¿Seremos nosotros y nuestros cuerpos?

Aprehenderemos una parcela de la existencia que nos permitirá, eventualmente, seguir sobreviviendo, nuestra esperanza está depositada en la misma lógica en la que venimos transitando: la incorporación de una nueva vacuna. Aun así e ineluctablemente, hay otros giros que serían imprescindibles para construir otros imaginarios de esa esperanza: ¿volver a abrazarnos no podría implicar también abrazar la incerteza, contemplar saberes diversos y transepocales, reconocer la diferencia –es decir cualquier significante que implique otro-otra-otre–, evaluar que la vida y la muerte tienen distintas posibles formas de representación, que la salud tiene otras derivaciones, que las corrientes monopólicas consumistas y de un capital acumulado (que no se traduce necesariamente en capital simbólico), seguirán hundiendo a quienes propulsan el hecho mismo de existir –como una potencia sensible y sintiente–: cuerpo-pensamiento vital?, ¿que lo que se nombra como solidaridad sólo sería posible desde un cambio de concepción de nosotros como personas-en-comunidad (lo que difiere de lo que hoy se reproduce como red social) y que, por otra parte, cualquier red precisa de trama para sostenerse y de una materialidad que no puede ser constantemente objetualizada ni desechada (cuerpo-resto-deshecho)?

(continuará…)