Sé de su existencia desde antes del uso de la razón”.
anónimo

Parto desde Santa Fe, ilusionada con el probable encuentro. En auto tardó veinte minutos, en la moto una hora. Prefiero la bicicleta: para detenerme en los detalles, acariciando las imágenes.

“La bicicleta un día va a volar,

la bicicleta de todos.

Ya lo verán.

le están saliendo las alas.

son de verdad”.

Paisaje urbano conocido. Casas bajas, quebradas por audaces edificios insolente que ignoran los anónimos estilos homogéneos, amables, respetuosos de la relación entre el hombre y su entorno.

Avenida. El edificio revestido en mármol recuerda la pujanza de la nación cerealera y sus puertos litorales. Enorme exposición rural, tribunas vacías, metáfora de este milenio desesperanzado.

A la izquierda empiezan a ralearse las casas. Espacios, intersticios verdes surgen entre las viviendas. Va disminuyendo la altura y los tapiales marcan suavemente la diferencia entre la vereda y las familias.

Música que cambia de estilo en tanto marcho hacia el norte. De Brahms a los tangos, a las cumbias, a los chamamés.

El aire está cargado, olor a ozono, presagio de tormenta litoral en ciernes. Olores ciudadanos, asépticos, indefinidos se transforman en madreselva, jazmín y basura. Las gentes cambian de sur a norte. De morenas maquilladas, trajecitos claros, camisas impecables, carteras, zapatos al tono y algunas alhajas. Intermezzo con rubionas modestas, recatadas, detalles de color, media clase sostenida solo por voluntad de supervivencia. Siguen morenas, cuerpos atrevidos, faldas cortas, remeras insinuantes.

Paso el cementerio, el Liceo. Sigo.

Recorrido campestre: tranqueras, escuelas, cultivos. Doblo a la izquierda, me asombro con los chalets suburbanos, nuevos. Desciendo, amarro, pregunto.

La pollera larga. Camisa blanca. ―“Lo quiero mucho” dice, mientras sigue bordando en punto cruz doble la interminable labor cuadriculada. ―“Lo quiero mucho desde que se acuerda de las cosas pequeñas.

―“Oscura madera cepilla sin cesar el hombre”. Lástima porque no tiene discípulos, la obra se acaba con él”. Acaricia la veta con las yemas ávidas y sabias. ―“Se acaba con él”, repite.

La radio difunde la historia con rasgos equivocados. Hay razón de la búsqueda, revés de la trama. Solo misterio y palabras.

La plaza de cuatro manzanas: dos iglesias, una protestante y otra católica, llaman a los infieles que se pasean en bicicletas de colores ignorando el mundo de hacia lo alto. Una plaza inolvidable.

“Tan pronto los hombres

ganen la paz,

la bicicleta de todos

volará”.

Esperanza de lino y grano. Veredas enceradas por manos suizas obsesivas. Hermosa arquitectura del siglo diecinueve. Una farmacia con sus medias columnas notables. La gente circula ignorando el tesoro que las calles albergan. A veces, se quejan del tono pueblerino y el ritmo cansino de los días otoñales.

La curtiembre de Meiners, olor penetrante recordando la pampa ubérrima y cercana. Los cueros ansiosos esperando manos transformadoras y hábiles.

Verde fantástico, brillante. Valorizado por las flores azules. ¿Cómo describir un campo de lino florecido? Sentir el golpe en el alma, cubierta de luz, emoción intransmisible como el amor.

Él lo ve. Comprende la magia del paisaje transformado por la gente que lo habita, recorre los detalles. Aldea elegida para observar y cantar. Aparecen en sus textos las minucias, lo cotidiano que las musas olvidaron.

Se calza los anteojos y rasguea el papel declarando registros no historiados.

Voluntad de rima, hermano de Prévert.

Camino buscando huellas, espinos, agujas de coral cotidiano. Calzo el dedal, apunto apellidos elegidos por Lehmann.

Sonidos sajones, mofletes sonrosados bajo los ojos azules.

Lo encuentro en todas partes. Se escapa a menudo entre los ovillos de lana que cuelgan de los escarpines a medio hacer.

Atravieso la Escuela Normal porque asoma su rostro en la esquina. Subo la escalera y llego al mástil.

Me parece distinguirlo tras la pileta de arena, pero la señorita Tavernig me advierte que ya se ha retirado a las aulas.

Dentro, los mapas aletean la promesa del ferrocarril. Allá va, sugieren.

La portera recomienda no arrojar papeles al piso.

― Son de él, –le digo.

― Ah, bueno, entonces está bien.

Me pierdo, hojeo el lomo dorado del libro que mamá me regaló.

Vuelvo a la plaza. Doy la vuelta del perro. Empiezo a sospechar que esta en su casa.

Escribiendo, levantando una hoja pequeña y viendo la diferencia que la hace bella.

Pero no, está mirando mi bicicleta y canta:

“La bicicleta tendrá un solo nombre: Libertad”

“Todo es cuestión que los hombres ganen la paz”.

Entonces, te cuento: José Pedroni vivió y escribió también en Esperanza, pero nació en Gálvez.

 

 

[email protected]