El (falso) debate sobre la meritocracia se ha vuelto a instalar. El Presidente afirma que el mérito no hace crecer a los países, diferenciándose de su antecesor; el jefe del bloque de diputados por Juntos para el Cambio le responde diciendo que si no hay mérito no hay progreso; un colega afirma que no hay ecuación necesaria entre esfuerzo y mérito; una investigadora anti K sostiene que en el Conicet hay meritocracia pero mucha politización. Tomo el hilo de este tópico que el pensamiento neoliberal ha puesto a rodar en un mundo global arrasado por el capitalismo financiero y el aumento de las desigualdades, pero también por la expansión de la educación superior y del conocimiento. La noción de meritocracia, se asocia a la noción de igualdad de oportunidades, de tradición anglosajona, que ha dado forma a la figura del burgués emprendedor, no extensible mágicamente ni entonces ni en estos tiempos, pero que perdura en el sentido común. F. Dubet complementa esa noción con la de desigualdad de posiciones, de tradición francesa, para reconocer los puntos de partidas sociales desiguales, que si los hay, los hay, a pesar de letras de tinta por una visión “más allá” de las clases sociales.

Los voceros locales del pensamiento neoliberal defienden la meritocracia, al mismo tiempo que han cuestionado el valor de títulos y acreditaciones universitarias y la expansión territorial de las universidades. Ello para propiciar una formación fastfood y la defensa de las “habilidades blandas”, entre otras las que se destaca la de hacer negocios y “emprender”. Han hecho enormes ajustes en el área de CyT, legitimado la fuga de capitales y contraído deudas sin antecedentes que minaron toda posibilidad de progreso. Por eso la retórica meritocrática resulta cínica. Los que hacen política dicen que no hacen política y las posiciones neutras no son creíbles a esta altura de la historia; quienes aluden a la meritocracia solo han puesto en juego prebendas, cuyo significado vale recordar es “empleo o encargo en el que se gana mucho dinero y se trabaja poco”.

Más que de meritocracia, hablemos de “mérito”, expresión que está presente en el habla cotidiana y no solo en los discursos. Lo que consideramos mérito es siempre objeto de una interpretación. Si el mérito es el derecho a recibir reconocimiento por algo que una ha hecho, ese reconocimiento puede producirse de variadas maneras, no necesariamente con premios; también podría haber reconocimientos por lo que no se no ha podido lograr. Las políticas de Estado justas deben tender a eso, a dar reconocimiento, y allí los méritos interactúan con los derechos, dificultando distinguir unos de otros. Cuando se cuestiona el acceso a planes sociales de sectores rezagados, se impugnan derechos, pero también subyace la presunción de que “no hicieron nada” para merecerlos. Mientras una perspectiva neoliberal en el estado fogonea la idea de mérito individual, un enfoque postneoliberal implicaría reconocimientos colectivos que, por supuesto, se dirimen en la arena política, de allí la imposibilidad de una posición neutral. Lo que consideramos mérito es sobre todo objeto de una interpretación política, aun con mediaciones técnicas en el marco de la definición de una política pública, pero no admite un único significado.

En estos debates aparece la referencia al Conicet, es decir a un organismo que a través de un sistema de evaluación pondera los méritos de antemano definidos. Se trata de un sistema selectivo. Se tensa allí una siempre relativa “igualdad de oportunidades” con la “desigualdad de posiciones”, que se expresa muchas veces en cierta reproducción del circuito de las clases medias urbanas profesionales. Las controversias refieren a una ecuación inestable entre posiciones “meritocráticas” y posiciones "igualitaristas”, y a la tensión entre la justicia de las intenciones plasmadas en reglas de juego y la injusticia de su aplicación “ciega”.

El problema es trasladar esta visión selectiva a instituciones que aspiran a ser igualitarias como el sistema educativo, aunque esté fuertemente segmentado socialmente. Se investiga sobre la educación de elites tanto como sobre la vida escolar de jóvenes de sectores populares; y así se reparten las miradas y las desigualdades. Pero la pregunta es cómo las políticas pueden alterar con diversas medidas (desde la redistribución del ingreso hasta la conectividad de las escuelas) la calidad de las experiencias educativas. El derecho a la educación pone las cosas en su lugar, aunque hay que poner el foco en la performatividad de ese enunciado: cómo se garantiza, cómo creamos condiciones para que se cumpla. El asombro de distintos sectores por la calidad de las escuelas públicas en países nórdicos contrasta con la naturalización del desfinanciamiento flagrante de las escuelas públicas de CABA. Doble vara.

Los relatos biográficos, que abundan en los medios por su “ejemplaridad”, de aquel que llegó a los más altos lugares y venía de la pobreza, pueden ser una evidencia del carácter plebeyo de la universidad pública argentina y de la combinación entre circunstancias históricas y componentes subjetivos, pero no de que todo el que quiere “puede”, menos acentuando el carácter épico individual. La noción de mérito tiene connotaciones sociales: lo que se naturaliza como mérito es producto muchas veces de una legitimación de otro orden; conduce a veces a una autopercepción de que unes son mejores que otres (“los mejores”) y, peor aún, autoriza a los que “llegaron” a hablar “en nombre de”. Si los méritos son leídos, en cambio, desde una perspectiva histórica, no abstracta diría Gramsci, como una combinación entre formaciones, saberes, y compromisos públicos con causas que consideramos justas, podemos pensar en itinerarios heterogéneos, desde el de la funcionaria economista Cecilia Todesca, la educadora Susana Reyes, directora del Isauro Arancibia, o los de tantas mujeres anónimas de los barrios populares; cuyos méritos pueden considerarse equivalentes en otra escala de análisis. Existen connotaciones clasistas pero también patriarcales y raciales, en el no reconocimiento de los mismos. Cómo se acreditan los saberes de unas y otras, de las que llegaron y las invisibles, es una tarea pendiente, que recomendaba hacer Adriana Puiggrós.

“¿Que he hecho yo para merecer esto?” era el título de una película de Pedro Almodovar. Habrá que salir de la pregunta autoreferencial, del “yo” que abunda en los discursos políticos, para preguntarnos qué hacemos, aquí y ahora, para qué, con quiénes y cómo, sin perder de vista el derrotero complejo de este país ni el horizonte de la igualdad. Lo demás son fuegos artificiales.


* Investigadora del CONICET y profesora de la UBA