Contratapa publicada en Página/12 el 18 de mayo de 2014

Mafalda nace en 1964 y deja de publicarse el 25 de junio de 1973. Las precursoras de la niña tierna, inteligente y politizada de Quino se encontrarán en La pequeña Lulú. Sobre todo, postulemos, en Lulú. La niña de Marge –que es su discutida autora– no se ocupa de política ni parece tener una gran inteligencia. Su amigo Tobi, menos. Tobi pertenece al mundo de los varoncitos. Hacen una casita en lo alto de un árbol y ponen un cartelito que enuncia: “No se admiten mujeres”. Las aventuras de Lulú son muy ingeniosas y aún hoy –veteranos como nosotros– podemos leer con placer algunos de sus comics. No sólo por nostalgia de los tiempos lentos y hermosos de nuestra infancia, sino como genuino entretenimiento. Los comics son un arte descollante. Literatura dibujada, como había sentenciado Oscar Massota en los sesenta y con gran penetración e ingenio. Los otros antecedentes de Mafalda, sin tener la fuerza de Lulú, son Periquita hace lo que puede y esa obra maestra de Bataglia, María Luz, con su pancita al aire y su desbordante inteligencia. Ninguna como Mafalda, en la opinión de muchos. Que comparto.

La niña de Quino es una libertaria que no cesa de pedir paz, amor y no violencia en el mundo convulsionado de los sesenta. (Pensemos, muy especialmente, en la guerra de Vietnam.) Pero Quino, a través de Mafalda, expresas sus ideas, muchas de ellas agresivas con el establishment. Por ejemplo: Mafalda está por entrar al colegio. Agarra un metro y se mide la cabeza. Entonces, preocupada, dice: “¿Entrarán aquí todas las cosas que en el colegio me van a meter?” Y cuando se impone el golpe brutal del cursillista Onganía, la niña, en un solo dibujo que abarca toda la tira apaisada que salía en El Mundo, dice: “Pero entonces todo eso que me enseñaron en el colegio...”. Sí, Mafalda, son versiones interesadas que responden a la ideología de los sectores triunfadores, los del poder, los del establishment. Ellos dominan la educación y los niños argentinos se han educado según las ideas de las clases dirigentes.

¿Por qué Mafalda deja de publicarse el 25 de junio de 1973? A cinco días de la tragedia de Ezeiza. Ese día luminoso en que –por lo menos– dos millones y medio de personas fueron a buscar a Perón, que regresaba al país. La marcha por la autopista Richieri fue una fiesta, una caminata bullanguera. Los padres llevaban a sus hijos, algunos sobre sus hombres. Iban madres embarazadas. Y jóvenes entusiastas. Todos desarmados. Sencillamente porque no pertenecían a ninguna organización que priorizaba los fierros por sobre la política.

El palco era un reducto de asesinos. A la espera. Osinde, custodio personal de Perón, personaje siniestro, los comandaba. Pero también se hallaban ahí mercenarios de la OAS, Organización del Ejército Secreto, los torturadores de Argelia, los que habrían de instruir a los carniceros del Proceso. Los franceses. Si Roca hizo la campaña exterminadora del “desierto” con el quepí francés, los mercenarios de la OAS estaban listos para defender a Perón de la furia guerrillera, con metralletas y con la tortura. Ahí estaba Leonardo Favio, que murió sin contar nada. O casi. Total, en su desaforada obra sobre Perón, a la izquierda peronista se la saltea. Le dedica menos de diez minutos. Se sabe lo que pasó en Ezeiza. Los matarifes de Osinde descargaron su poder de fuego y el día de júbilo se transformó en tragedia. Hubo alrededor de doscientos cincuenta muertos.

Cinco días después, Quino deja de dibujar la tira de Mafalda. El, que es un hombre de gran sinceridad, dice que esa decisión la tomó porque estaba cansado. No por la violencia. Esto pasó en la Feria del Libro, en que Juan Sasturain, Liniers, Rodrigo Fresán y yo festejamos los cincuenta años de la aparición de Mafalda. Quino se sorprendió y un poco se enojó. ¿Qué tenía que ver Mafalda con la tragedia de Ezeiza? ¿Por qué venía este politizado escritor, que había colocado su gordo trasero (vulgo: culo) junto a él, a complicar a Mafalda con hechos tan desdichados? Pero no era ésa mi intención. El día anterior preparaba mi ponencia y la fecha del 25 de junio en tanto fin de Mafalda y el 20 de junio en tanto continuidad de la vieja y sanguinaria tradición argentina de la violencia me erizaron la piel. No podía ser casual. Que Quino lo niegue es importante, pero no suficiente para aniquilar mi hipótesis. Los grandes creadores saben todo sobre sus motivaciones interiores. ¿Lo saben? Se postula que no. Que nadie sabe todo sobre sí mismo. Que hay zonas a las que no llegamos. Zonas internas que determinan actos que no podemos tornar conscientes. No quiero avalar ninguna teoría del inconsciente, teoría que me parece vieja y que elimina el acto libre del individuo que permite juzgarlo moralmente, ya que él es el responsable de las cosas que hace y no su inconsciente. Si no, el inconsciente se transforma en la versión psíquica de la obediencia debida. “No fui yo, fui determinado por mi inconsciente.” Hay cosas que ignoramos de nosotros porque las bloqueamos, porque no queremos o no toleramos llevarlas a primer plano. Quino tiene el derecho de afirmar que sabe todo sobre sus decisiones y por qué interrumpió la aparición de Mafalda a cinco días apenas de un hecho criminal y violento como pocos. Ahí perdí mi juventud. Ahí Quino dejó a Mafalda.

¿Cómo la niña libertaria, idealista, tramada por los mejores valores de la condición humana, iba a emitir juicios en un país en que los juicios solían pagarse con la vida? No hay cobardía en esta decisión. Pero sin duda hubo una vacilación, la vacilación ante un país que empieza a volverse incomprensible. Mafalda no podía afrontar el terror que se desata ese día y que continuaría hasta el proceso genocida de los matarifes del ’76. Apenas cinco días después se retira de una escena que la sofoca. A la realidad –es una frase de Borges que suelo citar– le gustan las simetrías. Ezeiza y Mafalda no establecen una simetría, pero sí una relación temporal demasiado cercana como no sostener que hubo una influencia del terror de la naciente Triple A en el abandono que la niña hace de la escena argentina.

Luego de Mafalda, Quino entra en una zona sombría en que el pesimismo es hegemónico. Sólo habrá que consultar el voluminoso libro que lleva por título Esto no es todo, publicado por De la Flor en 2001. Ahí encontramos la sabiduría de Quino en su expresión más elevada. Pero la sabiduría raramente lleva al optimismo. Sería injurioso para este artista preguntarse si su visión es optimista o pesimista, se trata de categorías pueriles, sin densidad. El mundo que ve Quino es el mundo de Quino: sólo él puede verlo así, dado que sus trazos dibujan la realidad no real (construida) que surge del encuentro entre su conciencia y la realidad de la que esa conciencia forma parte, comprendiéndola. El resultado es la obra de arte que jamás refleja la realidad (prepotencia del viejo stalinismo), que jamás la reduce a un sistema de signos preexistente (prepotencia de la lingüística), ni a un sistema de producción y de relaciones de producción preestablecido (prepotencia historicista de Marx). Aquí se trata de un individuo. La conciencia del artista (pese a estar inmersa en la trama de su tiempo) es siempre el encuentro entre esa conciencia y un mundo sobre el que está arrojada (...) y al que expresará en la modalidad propia, intransferible de su arte... (J. P. F., Escritos imprudentes II, Quino, humor y contrautopía, Grupo Editorial Norma, 2005, pp. 241/242). Quino ha expresado esa colisión en trazos conceptuales, con hombrecitos sometidos a la gran maquinaria del poder, con el poder encarnado en mercancías, en hombres opulentos, en un sistema que, se ve claro, abomina. Sus dibujos son obras maestras obsesivamente trabajadas, con rayitas y rayitas que suelen producir vértigo, con una puesta magistral que sus ojos cansados no abandonaron nunca.