Desde que la presidencia la ocupa Mauricio Macri, el gobierno nacional está en manos de un grupo de CEOs (pluralizo el acrónimo inglés de chief executive officer, literalmente “oficial ejecutivo en jefe”) de grandes empresas nacionales o sucursales nacionales de corporaciones internacionales. No es originalidad del PRO que los ha entronizado, ni mucho menos una decisión de política para mejor dirigir el Estado. Nomás se trata de otra sumisa imitación de las reglas de las formas capitalistas instaladas en los países centrales. En todos ellos, en las últimas décadas se observa que en el uno por ciento más alto de ingresos, por mérito de los CEOs y sus fabulosas retribuciones, predominan los del trabajo por sobre los del capital, mientras que los provenientes de éste sólo dominan entre el un milésimo por ciento. 

La Argentina tiene varios puntos de comparación con el jefe, Estados Unidos: alta calidad de recursos humanos, buena relación entre cantidad de habitantes y superficie, calidad y diversidad de recursos naturales sobre y bajo el suelo, amplia gama de climas, extenso mar. Para nuestra desventaja, un tercio de tamaño, acceso a un solo mar y no a dos, gran distancia con el corazón del mundo desarrollado occidental y con el asiático pero, por sobre todas las cosas, una concentración extrema en la propiedad del bien más preciado, la tierra fértil. Esta diferencia estructural ha sido decisiva en los distintos desarrollos políticos y económicos. Los dueños de la tierra conformaron una oligarquía que ha sido fuerza dominante a lo largo de toda nuestra historia. Nunca los desveló la democracia formal, ni la industrialización del país, mucho menos una reforma agraria que permitiera una tenencia de la tierra como la estadounidense, con lo cual también frustraron el destino de la inmigración colonizadora que se propusieron los dirigentes de la organización nacional, impidiéndosele el objetivo de ser “farmers” y terminando como población de ciudades.

De todos modos, las similitudes nos permiten conjeturar que si en Estados Unidos el uno por ciento de sus habitantes embolsa casi una cuarta parte del ingreso total nacional, en la Argentina percibe esa porción por lo bajo, dado el peso de la formidable concentración del bien más valioso, la tierra productiva. De ello se deriva que, sin dudar y más que en el centro imperial,  en el milésimo superior argentino predominan los ingresos del capital por sobre los provenientes del trabajo. Pero en el centésimo más alto -el apto para delinear el paisaje económico y político- la situación argentina, por mérito de la concentración en la producción de todo tipo de bienes –materiales e inmateriales– en grandes empresas, algunas nacionales y la mayoría sucursales o subsidiarias de corporaciones internacionales, es parangonable con las estadísticas de Piketty en “El Capital en el Siglo XXI” tomadas de los países centrales: un insólito aumento de la porción de ricos por ingresos laborales que ha cambiado una “sociedad de rentistas” por una “sociedad de ejecutivos”. Como muestran sus gráficos, a partir de 1980 el aumento del 1% más alto prácticamente explotó con el aporte sustancial de una capa de “superejecutivos” financieros y no financieros, con gran poder (op.citus págs. 301/350).

Macri no ha hecho más que seguir la ola del mundo al que quiere pertenecer y convocar a CEOs como él para que conducir y aprovechar para sí del Estado nacional. También privilegia, con medidas trascendentales, como lo demostró con sus primeras y brutales medidas económicas, a la oligarquía. A la que también pertenece, aunque lo oculte, porque la familia de su madre es la de terratenientes Blanco Villegas, en cuyo seno se crió, en el corazón de la pampa húmeda. Es síntesis encarnada de los sectores más poderosos del país y por ende el mejor administrador local para el capitalismo imperial global. Éste sabe lo que hace y recibió alborozado su acceso a la presidencia de la Argentina: Obama vino corriendo a respaldarlo y lo siguieron haciendo todos los dirigentes mundiales de la derecha con los que se entrevistó.

Así es como habitamos en la concreta circunstancia de un gobierno de CEOs que, respondiendo a su naturaleza, desde sus puestos en el gobierno hacen negocios como en toda su vida: en interés propio y de sus empresas pasadas y futuras. Nunca en nuestra historia democrática hemos padecido la enorme cantidad de conflictos de interés, que se producen e ignoran en los actos de la administración nacional, como los que se concretan a diario en jolgoriosa impunidad, invisibilizados para sus actores por su propia coraza moral y para el pueblo por el blindaje de los grandes medios de difusión. En estos momentos debemos ser ejemplo mundial de funcionamiento de “la puerta giratoria”, como se llama a la práctica de entrar y salir de la dirección de grandes empresas que hacen negocios con el gobierno  para entrar a éste y volver a aquéllas. 

También es un hecho que, nuestros CEOs, servidos por un poder judicial mayoritariamente complaciente, procuran contar con una legislación permisiva. Hacia ese punto vamos. 

Desde 1999 rige la ley de Ética Pública 25.188 de la función pública. En su primer artículo establece que se aplica sin excepción, en todo nivel,  a quien la ejerza en nombre del Estado o al servicio del Estado o de sus entidades, por elección popular, designación directa, concurso o cualquier medio legal, siendo indiferente su condición de temporal o permanente, remunerada u honoraria. 

Apuntando a los particulares que ingresan al Estado, el art. 13 establece que es incompatible con ejercer la función pública: a) dirigir, administrar, representar, patrocinar, asesorar, o, de cualquier otra forma, prestar servicios a quien gestione o tenga una concesión o sea proveedor del Estado, o realice actividades reguladas por éste, siempre que el cargo público desempeñado tenga competencia funcional directa, respecto de la contratación, obtención, gestión o control de tales concesiones, beneficios o actividades; b) ser proveedor por sí o por terceros de todo organismo del Estado en donde desempeñe sus funciones. En el art. 15 dispone que en esos casos el funcionario deberá, primero, renunciar a las actividades privadas concernidas y abstenerse de tomar intervención, en su gestión, en cuestiones relacionadas con las personas o asuntos a los cuales estuvo vinculado en los últimos tres  (3) años o tenga participación societaria.

La Oficina Anticorrupción (OA), a través de su Dirección de Política de Transparencia, ya en 2000 advertía que “Resulta habitual… que una persona idónea que es designada para ocupar un cargo público esté vinculada al sector que regulará, a menos que se trate de un funcionario público de carrera, o que haya actuado en la academia toda su vida”. Esto es, que la OA observó que ya por entonces había comenzado el fenómeno de los particulares no políticos ni administrativos ingresando a funciones de gobierno vinculadas a su actividad privada. Es muy interesante destacar un ejemplo que la OA de entonces plasmó en su informe, en un caso de incompatibilidad para ser proveedor del Estado. Un Presidente de una empresa estatal consultó  porque para cumplir sus funciones el organismo necesitaba contratar una agencia de viajes para pasajes aéreos y  una empresa  invitada a presentar oferta pertenecía a su esposa; él se abstendría de intervenir. La OA prohibió la participación de la empresa porque el marido era la autoridad superior del organismo y aunque no participara en la decisión su situación de privilegio y autoridad, la teñiría de favoritismo. Esta observación es crucial y el sentido común, el buen sentido y la sana crítica racional impiden llegar a una conclusión distinta si se quiere conservar la transparencia de los actos públicos y arribar a su destino final, que no es otro que la confianza de los ciudadanos en sus administradores, con lo que “estamos hablando nada menos que de la confianza popular en las instituciones democráticas” (Nicolás Raigorodsky, Nicolás Gómez, Nicolás Dassen y Néstor Baragli, de la Dirección de Planificación de Políticas de Transparencia de la Oficina Anticorrupción de la República Argentina. Febrero de 2003, verlo en la página web de la OA).

Como la población –pese al blindaje mediático– ha comenzado a visualizar que todo el gobierno es un sistema de corrupción antipopular, Macri acompañado por Peña y Garavano el 22/3/17 dictó los decretos 201 y 202, para recuperar imagen en este asunto. 

El primero establece que si aparece un conflicto de intereses entre el Presidente, el Vice, el Jefe de Gabinete, los Ministros o autoridad equivalente el Estado será representado y/o patrocinado en forma directa por la Procuración del Tesoro. El detalle está en que éste, según la ley N° 24.667, depende directamente del Presidente de la Nación y ejerce sus competencias con independencia técnica. Por si quedaran dudas sobre el grado y calidad de dependencia del Procurador del Tesoro,  al momento de resolver un conflicto llegado que fuera a  los oscuros pasillos de la justicia contencioso administrativa, el decreto también remite al art. 67 de la Ley N° 24.946. ¿Qué dice tal norma? Nada menos que “los representantes judiciales del Estado se ajustarán a las instrucciones que impartan el Poder Ejecutivo, el Jefe de Gabinete, los ministerios, secretarías, reparticiones o entes descentralizados, o en su defecto, en la forma que mejor contemple los intereses del Estado nacional” (los subrayados son míos).

Con el decreto 201 ya estamos encharcados en una hipocresía opaca y maliciosa. Los conflictos de interés de los CEO los resolverán los CEO, con la dócil pluma del Procurador del Tesoro. A éste también lo ungen fariseo: si decidiera afectar algún convenio deberá comunicarlo a la OA y la SIGEN (del mismo PEN) y al Congreso –su comisión mixta revisora de cuentas– con no menos de diez días antes de celebrarse el acto pertinente. ¡Diez días para una comisión parlamentaria mixta!

No llegarán ni a citarse para la primera reunión.

Pasemos al decreto 202. Luego de la consabida enunciación de las sabidas situaciones conflictivas (cuestión en manos de la OA, vergonzosa dependiente del PEN) y que el funcionario concernido deberá abstenerse, establece en su art. 4 que el procedimiento quedará a cargo del funcionario que le corresponda  actuar en caso de excusación, y si son el Jefe de Gabinete de Ministros y otro/s Ministro/s resultará de aplicación lo previsto en los arts. 9° y 10 del Decreto Nº 977/95. ¿Qué dicen esos artículos? El Jefe de Gabinete será reemplazado por quien decida el Presidente, y los Ministros por el que corresponda según el orden correlativo de la ley de Ministerios, salvo que por un decreto el Presidente decida elegir otro. Otra vez los CEO reemplazando a los CEO. Otra vez una hipocresía mayúscula, a medida de los negocios particulares en perjuicio de la sociedad argentina.

Pero el juego institucional siempre puede arrimar compensaciones. No debería olvidarse que subsiste un poderoso alerta para los depredadores, en una disposición de la Ley de Ética no recordada suficientemente, su art. 17. Si a pesar de toda la cobertura jurídica pergeñada, objetivamente existió un conflicto de interés, la licitación, compra, negocio o lo que fuera será nulo de nulidad absoluta, lo cual deriva en que un juez podrá declararlo de oficio, y tanto más a pedido de parte (un fiscal, un abogado de los competidores, por ejemplo). Igual resultado tienen los actos administrativos. Los perjuicios materiales para el Estado si la operación se realizó o siquiera comenzó y luego se anule pueden ser calamitosos, pero además habrá responsabilidad penal por administración fraudulenta y estafa, y pecuniaria añadida, para los funcionarios y cómplices privados, de igual magnitud al daño ocasionado. Para mejorar las chances de derrumbar el negocio espurio, al final,  lo primero y principal: todo el procedimiento estaría sustentado en dos decretos, modificatorios de una ley, por lo que son nulos de nulidad absoluta e insanable (segundo párrafo del inc. 3° del art. 99 de la Constitución Nacional). 

* Ex juez. Ex titular de la Oficina Anticorrupción.