“La Encerrona Trágica es Paradigmática del/ desamparo cruel, una situación de dos lugares,/ sin un tercero de apelación.” Fernando Ulloa

Comienzo la mañana coordinando turnos con el Banco, ANSES y Registro Civil; llamo a Sala informando que voy a acompañar a los usuarios a tramitar su DNI y a cobrar al banco; me encuentro con ellos; me aseguro de que tengan el barbijo. Como tengo custodia policial, le consigo también barbijo al custodio. Me acerco al sector de la ambulancia, cuando llega la ambulancia el chofer me informa que acaba de realizar un traslado de un paciente con posible covid-19. Esta ambulancia, la única para el hospital de referencia a nivel provincial, está afectada al 107. Espero las horas que plantea el protocolo; contengo a los usuarios que necesitan ir a cobrar. Mientras, veo familiares caminando para la zona de internación, les informo que no pueden acceder a la sala, que la sala se encuentra aislada por la circulación comunitaria; me pongo alcohol en gel por enésima vez; atiendo el teléfono de Defensoría y recibo un mail del Juzgado de Ejecución de Penas que informa que trasladan a otros usuarios; coordino con unos de los tantos equipos que tengo en grupos de WhatsApp la llamada al Sedronar para un posible traslado de un usuario a una comunidad terapéutica; hago firmar consentimientos y les explico a los usuarios que el que se retira de la institución no va a volver a ser internado. De repente, irrumpe alguien a los gritos, e imponiendo su corporalidad de 170 kilos, dice que quiere que lo internen. Por protocolo esto no se puede hacer, pero nadie se anima a enfrentarlo y decirle que no, el hombre está muy alterado, todos nos asustamos hasta que finalmente un celador puede contenerlo y el hombre se calma un poco. En ese momento me avisan que se suspende el traslado que había solicitado porque tienen que trasladar una usuaria de sala de mujeres con síntomas compatibles con covid-19, se me cruzan muchas cosas por la cabeza, me pregunto: ¿estuve con ella?, ¿estuvieron en contacto otros usuarios? En fin, no puedo detenerme, tengo que seguir: reprogramo los turnos, escribo en las historias clínicas, me cruzo con un compañero enfermero que viene sin francos desde hace dos semanas y me doy cuenta de que se ve terrible, se le nota el cansancio en la cara, quisiera decirle algo, pero no sé qué. Sólo lo escucho, necesita hablar, bosteza, se nota que está muy angustiado. Miro la hora: son las 14, intento pensar, mis hijos están solos, ¿habrán comido? Les mando un audio, me doy cuenta en ese momento que me estoy quedando sin batería en el teléfono, me saco el E.P.P. (Equipo de Protección Personal) lo pongo en una bolsa junto con el barbijo quirúrgico también me saco la máscara, me pongo el otro barbijo, junto mis cosas, cierro la oficina, manejo como alienada, como si el auto supiera adónde queda mi casa, llego, me saco todo antes de entrar, me lavo las manos, saludo a mis hijos y como una letanía escucho: ¡mamá, tengo un montón de tarea!, ¡mamá, no hay nada para comer!, ¡mamá, tengo hambre! Y entonces tomo conciencia de que también tengo una vida después del hospital. Me siento culpable, lo resuelvo como puedo, improviso algo para comer. Necesito dormir un rato, estoy agotada. Pero no va a ser posible: tengo una videollamada por una situación a las 16. También recuerdo que tengo que preparar la clase para los alumnos de la Facultad porque con el sueldo de salud sólo no alcanza. Mando el link al grupo de Facebook para que los alumnos se conecten a las 20. Todavía no terminé con la tarea de la más chica cuando de la escuela me mandan un mensaje con un link que me avisa que al otro día la niña se debe conectar a las 10. Pienso: a esa hora voy a estar trabajando y mi pareja también (porque también trabaja en Salud), le pido entonces a mi hijo más grande, de 13 años, que mañana ayude a su hermana a conectarse, él me dice “tranqui, ma, yo la ayudo, pero no te olvides que me tenés que ayudar a mí con Geografía y Artes visuales…”. “Uf, eso quedará para el fin de semana”, le contesto. Otra cosa más que dejo para el fin de semana.

Decido darme una ducha. Cuando estoy por entrar al baño escucho a mi hija llorar, le pregunto qué le pasa, me dice que extraña a los abuelos, no los ve desde enero y uno de ellos está muy enfermo, “tengo miedo de que se muera”, me dice. Le explico una vez más la situación, “no podemos viajar, cuando todo esto termine vamos a ir”. Se me ocurre invitarla a que me ayude en la cocina, trato de hacer un chiste, que se ría; comparto ese momento con ella. Cenamos tarde, no me dan las fuerzas para bañarme, pienso “bueno, mañana”, me acuesto e intento dormir, pero no puedo dejar de pensar en todo lo que me quedó pendiente, no me duermo, me desvelo, me angustio, decido finalmente darme el baño. Cuando me vuelvo a acostar son las tres y media de la mañana, el despertador vuelve a sonar a las siete para anunciar que un nuevo día comienza.