Cubrir los viajes de Néstor Kirchner al exterior tenía el atractivo extra de que, en algún momento, incluían un extensa charla off the record que podía prolongarse por horas y derivar en los temas más diversos, desde un amplio panorama de la política internacional a la más pequeña riña de dirigentes del conurbano. La parte trasera del Tango 01, el living de una embajada o el hall de un sofisticado hotel cinco estrellas podían ser el ámbito, daba lo mismo, porque Kirchner se explayaba, verborrágico, a veces incluso más de lo conveniente, y dejaba ideas que permitían adelantar algunas lógicas de su gestión.

Su primera gira europea arrancó en Londres, invitado por Tony Blair para una de sus cumbres progresistas de la Tercera Vía, el capitalismo “bueno” que terminaría justificando la criminal invasión a Irak. Tan amplio era el espectro que Fernando de la Rúa había asistido a la edición anterior. Pero, a días de asumir, Kirchner necesitaba darse a conocer y, principalmente, difundir la angustiosa situación en la que había recibido el país, que -cuándo no- necesitaba apoyo internacional para su negociación con el FMI. Tratándose del personaje que era, no había que suponer que esa búsqueda fuera a costa de gestos sumisos. A Blair, por ejemplo, en cuanto lo recibió le habló de la soberanía de Malvinas.

La residencia de la embajada en Londres esa tarde lucía espectral por el cambio de autoridades, con sus grandes salones vacíos. Néstor y Cristina se acomodaron en los sillones del salón principal. El tema principal, extraño, fue el trámite que se le daría a las causas de derechos humanos porque el entonces juez español Baltasar Garzón había pedido la extradición de represores argentinos. Parecía una situación incómoda, pero en realidad la única incomodidad de Kirchner era que no podía avanzar todo lo rápido que deseaba en los juicios. “Lo sostuve siempre y no voy a cambiar ahora que soy presidente”, remarcó en la semipenumbra de la embajada silenciosa. Después aceptó una foto con los enviados en la puerta de Belgrave Square, una postal del primer viaje de su vida a Europa.

“Me hacés acordar cada vez más a Menem”, comentó que le dijo a Lula al otro día en el desayuno, se supone que en broma, por la predisposición del brasileño a hacer buena letra con los organismos internacionales mientras que él acusaba al Fondo de ser uno de los responsables de la decadencia argentina. Kirchner después trataba de enmendar esas cosas que se le escapaban. Había situaciones que no funcionaban como en el ámbito doméstico y, en esos inicios, le fastidió el minué de la política exterior. Llegaba tarde a las reuniones, se le notaba el malhumor.

Prefería la trasnoche en el hall de los hoteles, conversando con sus compañeros de comitiva, repasando los apoyos que iba consiguiendo en el Fondo como si se tratara de un padrón: “el austríaco está, el alemán está, al sueco lo podemos convencer”. Su percepción sobre la política exterior cambiaría a partir de la Cumbre del No al Alca, cuando vio cómo actuando en tándem con otros presidentes podían conseguir logros importantes.

Su destino exterior favorito parecía ser Nueva York. “Decía que la ciudad tenía vida y energía, le gustaba recorrerla”, contó Cristina Kirchner en “Sinceramente”. Cada septiembre viajó para participar de la Asamblea General de las Naciones Unidas, que se extendía a una semana de actividades. El cierre era una extensa conversación en el bar del hotel Four Seasons que valía el viaje por sí sola. Kirchner iba desde lo más general hasta lo particular y, cuando la charla se prolongaba, también deslizaba ideas no del todo acabadas, proyectos a largo plazo que probablemente nunca se concretaran pero servían para entender cuál era su idea de país. Pero la relación con la prensa se fue agrietando. Y alguna de esas ideas de charla de café -que, en definitiva, era de lo que se trataba- se convirtieron al otro día en títulos catástrofe. La historia se repitió luego con un comentario a media voz sobre un conflicto diplomático. En definitiva, las charlas se terminaron y perdimos todos.

Tanto gusto le tomó a las relaciones exteriores que imaginó un rol para él en ese ámbito. Hizo un ensayo apenas dejó la Casa Rosada al encabezar una misión a la selva colombiana para rescatar al hijo de Clara Rojas, una rehén de las FARC. La aventura terminó en frustración y un brindis apurado a bordo del Tango 01 para recibir el 2008, pero fue el preámbulo para que dos años después asumiera como el primer secretario general de la Unasur. No llegó a estar mucho en el cargo aunque le alcanzó para evitar un conflicto bélico entre Venezuela y Colombia. En septiembre de 2010 sufrió el episodio cardíaco, pero hizo de cuenta como que no le había pasado nada. Todavía convaleciente fue a un acto de La Cámpora en el Luna Park y una semana después acompañó a Cristina Kirchner a la ONU. A su rutinas favoritas en Nueva York, esta vez le agregó visitar a su hija Florencia, que se había instalado allí para estudiar cine.

Me acerqué a él en un pasillo de las Naciones Unidas, cuando enfilaba hacia la salida unos pasos atrás de la presidenta. Al tenerlo al lado lo percibí físicamente disminuido, sin la corpulencia habitual. Le pedí, por favor, por la vuelta de aquellas charlas. Había viajado con esa ilusión. No dijo que no, pero tampoco que sí. Fue un “bueno, vemos”. Por alguna razón de protocolo quedaron ahí un rato a la espera de los autos de caravana que los llevaran de vuelta al hotel. Me puse a conversar con los enviados de los otros diarios, hicimos algún chiste y nos reímos. Kirchner miró hacia nuestro lado. Un par de minutos después, cuando al fin llegaron los vehículos y nos acercamos para ver si hacían alguna última declaración, me dijo por lo bajo: “Cuidado, vos. No te contagies, ¿eh?”. Fue la última vez que me habló.