El paisaje gélido de Brighton asoma por la ventana del taller de Claudia Fontes, representante de nuestro país en la 57ª edición de la Bienal de Venecia, desde el 13 de mayo. Radicada en Inglaterra desde hace quince años, Fontes estudió artes en la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón e Historia de las Artes en la UBA. Recibió becas de posgrado en el Taller de Barracas, en Buenos Aires, y en la Rijksakademie van beeldende kunsten de Amsterdam. Sus esculturas se expusieron en la feria londinense Frieze (2011) y en la Documenta 13 en Kassel (2012). Fontes es pionera en la formación de redes de cooperación entre artistas.

Es autora de “Reconstrucción del retrato de Pablo Míguez”, una de las obras más emblemáticas del Parque de la Memoria. De tamaño real, la escultura es un retrato de Pablo Míguez, desaparecido en 1977 a los catorce años. “Es la representación de la condición del desaparecido: está presente, pero se nos está vedado verlo”, dice Fontes sobre esta figura de acero que mira el horizonte, siempre de espaldas al espectador, y que en movimiento constante refleja el agua de ese río, símbolo de los vuelos de la muerte. Los pájaros que se posan sobre él desataron a fin de 2016 la performance 500, en la que participaron chicxs de la misma edad que tenía Pablo cuando lo secuestraron. Para hacer el modelado de la figura, un retrato amasado en base a la memoria colectiva, Fontes se contactó con la familia de Pablo, entrevistó a sobrevivientes que estuvieron con él en la ESMA, consultó al equipo de antropología forense y a científicos.

Por estos días Fontes trabaja contrarreloj en “El problema del caballo”, la instalación que montará en el pabellón nacional en la Bienal de Venecia, una antigua fábrica de armas. El primer impulso que la llevó a pensar en el caballo estuvo signado por los materiales del pabellón. Luego la artista puso el foco sobre sí misma.  “Para mí -dice- es una contradicción estar representando a un país cuando no creo en las representaciones nacionales en el arte. Pensando en ese núcleo, investigué los primeros envíos en que la Argentina se representó como nación a nivel cultural: la primera obra es “La vuelta del malón”, de Angel Della Valle.

En un alto de su agenda vertiginosa, Fontes conversó con Las12 vía Skype.

¿En qué estadío se encuentra la obra con la que vas a Venecia?

–Tuvimos muchísimos problemas de producción porque el Estado recién ahora está haciendo los pagos para la realización de la obra, a tres semanas de embalarla y mandarla para Venecia. Vamos a llegar a tiempo con la obra gracias a la deuda que me vi obligada a tomar, de lo contrario el envío hubiera sido imposible.

 ¿Cómo es lo de la deuda?

–Creo que es una práctica habitual. El club de los artistas que pasan por la experiencia de la Bienal en Venecia es muy pequeño, entonces a veces no se sabe. Más allá del gobierno de turno, el Estado asume un rol de productor que no puede cumplir por los aspectos burocráticos que implica una obra de esta envergadura. Debido al retraso en el pago, de acá a la inauguración tiene que salir todo perfecto para llegar a tiempo.

¿Por qué considerás que el caballo es el símbolo de cómo hemos fallado como especie?

–Me interesa la definición de Peter Sloterdijk que dice que el ser humano es la criatura que ha fallado como animal. Es que hasta ahora no hemos encontrado la forma de vivir en una sociedad sustentable sin explotarnos los unos a los otros, a la naturaleza y a otras especies. El caballo simboliza esa idea. La alianza entre el hombre y el caballo surgió en el neolítico en el momento en que le pusimos herraduras y comenzamos a explotar la tierra. Allí comenzó un proceso de acumulación que se aceleró con la creación de los estados modernos y las consecuentes batallas territoriales.

¿Cuáles son tus expectativas en la Bienal?

–Nunca tuve expectativas de ir a Venecia. Lo que me lleva a hacer arte es poder generar algo que desconocía que podía hacer y maravillarme con que eso esté frente a mí y  me interpele. Creo que hay distintas formas de lograr eso: no todas terminan en Venecia.

¿Estuviste alguna vez en la Bienal como espectadora? 

–No. A mis amigos les decía, en tono de broma, porque nunca pensé en ir, “voy a ir cuando me inviten, la entrada no la pago” (risas).

¿Cómo fue el proceso de reconstrucción de la imagen de Pablo Míguez? 

–Cuando hice la escultura para el Parque de la Memoria mi objetivo era que nunca nadie se animara a negar que los desaparecidos existieron. Con el simple ejercicio de ponerme en el lugar del otro, quise hacer el retrato de alguien que tuviera la misma edad que yo durante la dictadura. Buscaba un caso en que hubiera un sobreviviente porque quería dedicarle la escultura al padre o a la madre. Busqué bastante hasta que apareció Lila Pastoriza, que había estado en la celda de al lado de Pablo en Capuchita en la ESMA. Había conversado con él, lo había consolado, tenía muchos recuerdos.  Lila fue la primera que describió a Pablo. Ella me había contado que Juan Carlos, el padre de Pablo, aún tenía mucha desconfianza; nadie sabía dónde vivía. Sólo teníamos una dirección de unos familiares de él en el Tigre. Yo ya le había enviado una carta al jurado que seleccionaba las obras para el Parque de la Memoria diciéndoles que, más allá de lo que ellos decidieran, el único que tenía autoridad para decidir si podía o no hacerse esa escultura era el padre de Pablo. Y que hasta que no encontrara a Juan Carlos no tuvieran en cuenta el proyecto. Le había mandado una carta que en el sobre decía: “A los familiares de Pablo Míguez”. No tenía otra información de él. La mandé un lunes, a los tres días me llamó Juan Carlos: la carta le había llegado porque se cruzó por casualidad en la calle con el cartero, que había sido compañero suyo en la escuela. Ya no vivía nadie en la dirección a la que habíamos enviado la carta. A partir de ese momento se abrió el archivo del cuerpo de Pablo. El retrato de Pablo fue muy complejo, me llevó tres años. Juan Carlos conservaba sólo una foto carnet. Se la habían tomado la semana anterior a que lo secuestren, cuando lo llevó al departamento de policía a renovar la cédula. Les consulté a varios científicos si podían girar la imagen para ver a Pablo de perfil. Pensaba que con alguna técnica de reconstrucción forense se podría. Era a principio del 2000, aún no había un gran desarrollo científico en este tema y, además, por cuestiones políticas, no todos querían colaborar. Después de buscar muchísimo encontré a Radim Sara, un científico en computación checo muy sensible. Me pidió dos fotografías tomadas con unos minutos de diferencia: pudimos conseguirlas. Con un cálculo matemático complejo, él logró girar el perfil de Pablo: resultó ser muy parecido a su papá. Fue impresionante.  

¿Quienes vieron el rostro del retrato de Pablo?

–Gente del Parque de la Memoria, y Juan Carlos le pidió a un amigo que lo lleve en gomón a verlo.

¿Cómo te influyó en lo personal y en tu concepción del arte hacer este retrato?

-No importa cuántas bienales de Venecia haya, es y será la escultura más compleja y demandante que hice en mi vida. Por un lado, por los aspectos técnicos: nunca antes en nuestro país se había hecho una fundición en acero inoxidable de ese tamaño. Y también fue sumamente demandante a nivel emocional y ético. La obra de Venecia también tiene esa dimensión ética porque está hecha con fondos públicos, pero el caso de la escultura de Pablo además implicaba cuestionarme todo el tiempo cuándo soltarla. Cuándo, finalmente, era su retrato. La pregunta fue difícil. El padre de Pablo me había dado absoluta libertad. Fue increíblemente generoso. Aún así yo me cuestionaba muchísimo si ese era Pablo o no. Hubo un momento bisagra. Uno de los momentos más significativos como artista fue cuando en esa batalla de venir todos los días al taller a modelar la escultura de pronto abandoné todas las fotos que tenía, los resultados a los que llegó Radim, lo que me había dicho el papá. Me olvidé de todo eso. Y en un momento me vi tomando decisiones acerca de cómo era ese rostro. En ese instante, me di cuenta de que ya sabía cómo era ese rostro. Y es lo único que importa… Yo había entrado en un diálogo con Pablo muy extraño… Sí. Y hay más, pero son cosas que no cuento.

Hoy, ¿Cuál creés que es el aporte del arte? ¿Qué suma a nuestra visión sobre la condición humana?

–Veo los procesos que ocurren en el mundo: el viraje violento hacia la derecha, la xenofobia. El terrible miedo que tiene el ser humano en este momento es el que genera tanta violencia. En este contexto, creo que el rol más importante que puede jugar el arte es aportar visiones o momentos que despierten emociones que una ni sospechaba que tenía. Que te provoque emociones con las que tengas que dialogar a tu pesar. Creo que ya no hay nada más que denunciar: la denuncia tiene que hacerse penalmente y ya. Creo que hay que proponer situaciones que, por el contexto en que una las plantea, despierten emociones que tengan consecuencias políticas.