Desde Venecia 

Se la recuerda sobre todo como esa mujer delgada, hermosísima, con tiradores sobre los pechos desnudos, la gorra del ejército nazi, los ojos grises de párpados pesados. Víctima y perversa y hermosa en Portero de noche de Liliana Cavani, junto a Dirk Bogarde, en 1974. Una película denostada por porno soft, por naziexplotación, por provocadora y pura superficie sin calado pero de todos modos icónica, un clásico de culto y ella, Lucia, la más improbable de las sex symbol, una sobreviviente de campo de concentración que se entrega al psicópata Max, ex SS, en una relación sadomasoquista. A Charlotte Rampling no le molestan las críticas a Portero de noche: al contrario, cree que su actuación fue muy buena. Ella, entonces, estaba dejando atrás sus años de chica de los swinging sixties, una época en la que fue modelo y actriz y amiga de Marianne Faithfull y llenó casi todos los casilleros aunque nunca pudo dar el aura ingenua de Twiggy, por ejemplo, o la soleada calidez de Jean Shrimpton o la belleza de hada loca de Penelope Tree. La presencia de Charlotte Rampling era oscura, inteligente e inasible, era la chica del enigma, la que nunca podría ser amiga ni amante, ni siquiera modelo a seguir. La chica del secreto, la chica única. Por eso, quizá, entre otras cosas, sigue conforme con Portero de noche. Porque Lucia, con su deseo perverso y con todo lo que oculta, se parecía más a ella que una ligera mujer de los 60 con túnicas floreadas. 

La semana pasada, Charlotte Rampling participó del Festival Internacional de Literatura de Venecia, el Incroci di Civiltà, nacido en el departamento de Lengua y Literatura extranjera de la Facultad Ca’ Foscari y ya una costumbre de la ciudad. Este año, en su décima edición, pasaron por el Teatro Goldoni, el centro de operaciones, Michael Chabon, Cees Nooteboom, Abraham B. Yehoshua, Vikram Seth, Simona Vinci y Kirino Natsuo, entre muchos otros. El cierre fue para Charlotte Rampling en diálogo con el escritor haitiano-canadiense Dany Laferrière, cuyos cuentos fueron adaptados para que Rampling protagonizara Vers le sud (2005) de Laurent Cantet, donde ella es una mujer madura, turista sexual, que viaja a las playas de Haití en busca de jóvenes vulnerables en los años 70. Otro papel complejo y antipático. Pero más allá del diálogo Rampling venía a presentar Who    I Am, su nuevo libro recién traducido al italiano, una extraña mini biografía escrita en colaboración con el narrador y editor Christophe Bataille; un libro breve y lírico que no cuenta nada de su carrera en el cine ni de su matrimonio con Jean Michel-Jarré ni de su depresión de décadas ni de su gusto por los papeles filosos, fríos y eróticos: pocas actrices han actuado desnudas tantas veces y con tanta naturalidad, como si la mirada de los otros no pudiera tocarla. Who I Am –que acaba también de editarse en inglés y francés, en lanzamientos casi simultáneos– es un memoir de infancia y la revelación de un secreto feroz: el del suicidio de su hermana, Sarah Rampling, a los 21 años. La periodista y traductora Monica Capuani, moderadora del evento, quiso saber el por qué de la elección de narrar la infancia y no otro momento de la vida.  Rampling, hija de un militar y medallista olímpico inglés, de ninguna manera aristocrática pero si de una familia acomodada, explicó que los viajes de su padre “me dieron una fuerte sensación de soledad. Siempre se sabía que nunca estaríamos en el mismo lugar mucho tiempo. Así que me aferré a mi hermana. Todo el libro es sobre mi infancia por esa sensación de soledad de la que nunca pude desprenderme”. Y cuando Capuani le preguntó por el género, por esa especie de memoir que en realidad es en primera persona pero cuenta la vida de  otros (como De vidas ajenas de Carrère o El año del pensamiento mágico de Joan Didion), Rampling contestó: “Es un libro muy breve y lírico, pero nunca quise hacer una biografía convencional. Quería hacer este pequeño monumento a la memoria de mi hermana. Y a mi juventud. Era extraño: mi hermana se mató en 1967, cuando en Londres se vivía el corazón de los 60. Todo era fiesta, el mundo era nuevo y era nuestro. Y con su muerte eso para mi se terminó”.

La muerte, entonces, no asumida: su padre ocultó el suicidio. Ella nunca lo habló. Nunca visitó la tumba de su hermana. Pero en la películas, una y otra vez, Rampling elige el tema de la muerte de diferentes formas. En Melancholia (2011) de Lars Von Trier, es la madre sincera y brutal de una mujer joven y suicida, interpretada por Kirsten Dunst; no sólo quiere morir la hija depresiva sino que se muere el planeta entero en esa extraña película sobre el fin del mundo. En Bajo la arena (2000) de Francois Ozon es la “viuda” de un hombre que se va a nadar y nunca sale del mar –pero su cuerpo no es encontrado, dejando a su esposa en un limbo de duelo suspendido–. En la serie London Spy (2015) de la BBC es la madre de un joven que es asesinado cruelmente en el primer episodio y se sabrá que ella, una mujer millonaria y distante, una mujer muy Rampling, sabe más de esa muerte de lo que revela. En Corazón satánico (1987) de Alan Parker es una rica heredera de Nueva Orleans que sabe de magia negra y muerte. Y en la magnífica 45 años de Andrew Haigh, por la que fue nominada al Oscar en 2016, es la esposa de un hombre que recibe una noticia inesperada: su primera novia, muerta en un accidente en un glaciar en los años 60, ha sido encontrada. Preservada en su juventud más de cuarenta años después, una muñeca de hielo. Una chica que nunca pudo crecer, como la hermana de Rampling que era tan joven cuando se suicidió en Buenos Aires, recién casada, madre de un bebé de apenas un mes. “Cuando me preguntan sobre si el secreto es algo que corroe a las familias, yo no sé si decir que es algo malo”, decía en la presentación veneciana. “No le dijimos a mi madre sobre el suicidio de Sarah para protegerla. Siempre me pregunto por la decisión pero lo cierto es que el secreto me hizo quien soy. Fue una forma de protección. Por supuesto la protección no siempre es buena. Soy pésima socialmente. La gente cree que soy fría y distante, son incontables las veces que me han llamado reina del hielo. Es comprensible. Pero sucede que me crié en el silencio. Mi padre, por ejemplo, cuando murió mi madre, tiró todos sus cuadernos, sus diarios, su memoria. Yo se los compré a un anticuario que coleccionaba memorabilia olímpica: en eso que tiró, mi padre,  también tiró sus cosas, él había ganado la medalla de oro en Berlín en 1936 en los 400 metros. Así que compré de vuelta la juventud de mi madre. No sé por qué mi padre tiró todo. Nunca se lo pregunté. Así que no es frialdad, creo: es que escucho cuando los otros hablan. No es timidez tampoco. Es este silencio”.

Who I Am, finalmente, dijo Rampling en un Teatro Goldoni repleto, es un libro sobre la intimidad y la cuestión de la soledad. Y no se hicieron preguntas del público. No es el estilo del Festival pero, además, Rampling el año pasado tuvo un momento público problemático cuando fue acusada de “rascista”: en la discusión sobre la poca presencia de personas pertenecientes a minorías en los Oscars, dijo que darles premios a actores asiáticos o de origen afro sólo por serlo era una especie de rascismo invertido. Que lo primero era el talento. Hubo escándalo, acusaciones de que una mujer privilegiada debía callarse, la trataron de anticuada y de insensible y de desconocer la desigualdad de oportunidades. Ella no se inmutó, al menos en apariencia. “Soy cualquier cosa menos rascista” dijo, solamente. En el Goldoni, el tema no se tocó y tampoco lo sacó su amigo Dany Laferrière, de quien no se despegó. O lo hizo apenas, un poco más tarde, en el Museo Ca’ Rezzonico donde se hizo el cierre del Festival: un edificio exorbitante que alberga las colecciones del siglo XVIII veneciano. Ahí Rampling permaneció en un rincón, casi sin moverse salvo para observar las espléndidas lámparas, recibiendo saludos con apretones de mano tenues y ninguna sonrisa. Pero no parecía incómoda. Tampoco malhumorada. Sólo inaccesible en su silencio, una esfinge de 71 años que vive en París y escribió su libro en francés porque, dice, era la lengua secreta que usaba con su hermana y su lengua materna. Que acaba de perder a su pareja de más de 20 años –él, un hombre de negocios francés, murió en 2015–, que no usa maquillaje y luce sus orgullosas canas cortas, que está muy lejos de aquel icono de ojos grises salvo cuando mira al público y seduce con su voz gruesa y entonces vuelve a aparecer la chica melancólica y oscura que se dejaba amar por la cámara pero que nunca, nunca, se dejó conocer.