“¿Por qué asesina siempre a las mujeres?”.

Esta pregunta, en los últimos cuarenta años, me fue hecha en todos lados, en ocasiones públicas y privadas y por los interlocutores más diversos. Todos tratando de tirarme encima infundadas cuestiones de misoginia. Nadie, en cambio, me interrogaba sobre por qué —me parece evidente, estadísticas en mano— yo prefiero trabajar con ellas.

Ya mencioné la poca importancia que le doy a los intérpretes: a mí no me interesa colaborar con la estrella del momento, quiero el rostro justo para mi película y listo. Me sirvo de los actores, hombres o mujeres, como si fueran soldaditos; detrás de la cámara de filmación me transformo en un niño que quiere principalmente divertirse. Pero esta actitud generalmente asusta a los actores hombres. Escuchar “Entrá en aquella habitación de tal manera” o “Decí la frase de esta otra manera” es algo que hasta el profesional más famoso —de manera inconsciente— hace conteniendo un poco de orgullo. Las mujeres no. Tienen una predisposición natural con respecto a la recitación, confían más. Ya me había dado cuenta cuando estaba en el camarín de mi madre. En el set hasta hablan en plural: “Entramos en aquella habitación”, dicen, o si no “Decimos la frase...”. Son las primeras en darse cuenta del hecho de que el cine es un organismo complejo, donde los pensamientos son ondulantes, la colaboración y la confianza hacen la diferencia y, por lo tanto, no tiene sentido estar inclinado exclusivamente sobre el propio ombligo.

Yo, en mis películas, asesino más mujeres porque las amo más. Amo trabajar con ellas, me encuentro en sintonía, así que es instintivo para mí poner a las mujeres en el centro de una acción crucial: y los homicidios que constelan mis películas son generalmente la linfa de la historia.

No dije esto, que era el verdadero motivo, cuando en la primavera de 1972 comenzó la ola de preguntas por parte del público. Aquella noche había sido invitado por la DAMS de Bologna para una proyección de Cuatro moscas de terciopelo gris. La película en las salas italianas había ido muy bien y, tal como esperaban los distribuidores, había sido en serio “la película de Navidad” de 1971.

“¿Por qué siempre asesina a las mujeres?”, me preguntaron aquella noche en la DAMS de Bologna, luego de que el moderador, como obedeciendo a un rito siempre igual, dijera por micrófono: “Si alguien quiere intervenir...”.

Aquella fue la primera de una serie de preguntas odiosas, descorteses, ofensivas. La sala estaba llena de estudiantes y apenas el debate comenzó advertí un total desacuerdo por parte del público. A ese punto era una figura bastante conocida, no solo en Italia sino también en el exterior, sin embargo, me di cuenta de que estaba dialogando con personas que despreciaban mi trabajo. Alguien me había tratado de fascista, otro había dicho que mostrar toda esa violencia en la pantalla era una cosa penalmente perseguible. Una feminista incluso me dijo que tenía que avergonzarme de existir, que si me hubiese encontrado por la calle me habría agarrado a cachetadas.

Yo durante todo el tiempo traté de contenerme, respondiendo de la manera más cordial posible. Pero a la enésima provocación, cuando ya estaba por explotar, de repente se levantó un fulano, un joven todo vestido a la moda, que dijo: “En fin, dejen de tratarlo mal. Él también, como todos los directores, tiene su manera de hacer cine, ni que haya necesidad de insultarlo”.

Aquel tipo fue la proverbial gota que hizo colmar el vaso. “Escuchame”, intervine lleno de rabia. “Vos también, que fingís protegerme, con esa corbatita de intelectual, en realidad sos una gran mierda. Andá a cagar. Es más: váyanse todos a cagar”.

Me puse de pie, el moderador creo que quería desaparecer de la vergüenza.

“Todos ustedes...”, dije. “No entienden nada. Vieron una película mía y están seguros de haberla entendido. En realidad son unas ovejas, incapaces de formular un razonamiento que sea distinto al de ustedes. ¿Pero para qué estudian? ¿Qué carajo hacen acá en la DAMS? ¿Creen saber todo del cine? Bien, llegó el momento de que se los diga: no saben nada, están a años luz del cine de hoy... No sé quiénes son sus profesores, pero lo lamento por ellos: no debe ser fácil trabajar con una manada de ovejas”. Hice un monólogo larguísimo, continué insultándolos un buen rato. Ellos se habían quedado bien callados y al final de mi intervención me senté.

Me serví un poco de agua porque tenía la boca seca, pero si hubiese sido por mí la noche no habría terminado allí. Me sentía listo para desafiar a cualquiera.

“Entonces, muchas gracias al director por habernos honrado con su presencia”, titubeó el moderador. “Y obviamente gracias a todos ustedes por haber participado del encuentro... Buenas noches”.

Algunos años después me encontré en un festival a Giovanna Grignaffini, docente de Historia y teoría del cine, una verdadera joya de la DAMS de Bologna. Nos saludamos afectuosamente y ella me dijo: “¿Sabías que muchísimas de las tesis de nuestros estudiantes son sobre tus películas, sobre tu manera de hacer cine?”. Yo sonreí, pero no respondí. A veces las cosas de la vida son así: la gente cambia de ideas como cambia de medias.