Me llamo Dario Argento.

Nací en Roma, en via del Tritone 197. En aquella dirección estaba el Studio Luxardo, un importante estudio fotográfico donde trabajaba mi madre, Elda. Allí también vivían los propietarios y fundadores de aquel prestigioso comercio: Alfredo y Margherita, mis abuelos. En los años treinta y cuarenta los famosos del teatro y del cine, los campeones deportivos, los intelectuales, los artistas, las modelos, competían por fotografiarse con nosotros: tener un retrato hecho por Studio Luxardo era de excelencia.

Por lo tanto, nací bajo reflectores.

De mi infancia conservo pocos y confusos recuerdos. Por ejemplo, la sonrisa de mi tío Elio, el hermano de mi madre (él también era un prestigioso fotógrafo). Tengo una imagen precisa de cuando era muy pequeño y estaba justamente en brazos de mi tío, entusiasta, mientras decía: “Aquí está el primer Argento de la nueva generación”.

No sé si estos son verdaderos recuerdos o si es algo que me han transmitido, o tal vez escenas que vi en fotografías.

Una tarde, tendría cuatro años, mi madre y mi padre habían decidido llevarme con ellos al teatro. Nunca supe el porqué: quizás la niñera no podía cuidarme, tal vez fue así realmente. El hecho es que me encontré en un teatro de Roma viendo Hamlet. Mis padres, un poco inconscientes, no podían imaginar cuán en profundidad me marcaría aquella ligereza.

Todo parecía ir bien; claro, no entendía lo que estaba sucediendo en el escenario, pero por lo visto me divertía mucho. Hasta que apareció el fantasma del padre de Hamlet, y yo grité tan fuerte que alguien del público se asustó. Luego comencé a temblar, había entrado en shock. Nunca había sufrido convulsiones y nunca más me volvería a pasar, pero aquella vez me sentí tan mal que tuvimos que irnos.

Desde entonces no volví a ser el mismo. Si me concentro, logro visualizar el ángulo exacto desde donde asistí a aquella presentación teatral: desde un pequeño palco lateral. La entrada en escena del actor que interpretaba el fantasma fue como un puñal en medio del pecho.

Aquel día nacieron muchas fascinaciones. Nadie lo sabía, ni siquiera yo era consciente, pero una semilla había sido sembrada.

Siempre había adorado las historias, y como nadie me las contaba rápidamente comencé a leer.

Esto me avergonzaba mucho. Mis compañeros de clase leían solo porque los obligaban en la escuela, la lectura era considerada como un pasatiempo femenino o una cosa de presumidos.

Por suerte nuestra biblioteca era inmensa, leía un libro tras otro y me escondía en el altillo durante toda la tarde. Había de todo: novelas de aventura, clásicos del teatro, literatura rusa... Cada tanto mi hermano me amenazaba con contarle a nuestros padres.

Un día, estando en quinto grado en la escuela de la via di Gesú e Maria, durante la clase el maestro dijo: “Si vos tenés una manzana y yo tengo una manzana y las intercambiamos, tenemos una manzana cada uno. Pero si vos tenés una idea y yo tengo una idea y nos las intercambiamos, entonces ambos tenemos dos ideas”.

Yo en voz alta comenté, casi por instinto, que eso ya lo había dicho George Bernard Shaw. Él se giró atónito: “¿Qué sabés vos de George Bernard Shaw?”.

Me dejé llevar y comencé a hablar con el maestro de libros y de escritores, mientras que el resto del grupo estaba en perfecto silencio. Recuerdo este silencio total, casi aterrador, en donde se escuchaba solo mi voz. No podía parar, era como si tuviese que confesar allí, delante de todos, el porqué de cada renglón que había leído.

En un momento el maestro salió del aula, y cuando volvió estaba con el director. Era un hombre alto, amenazante, a quien todos le teníamos miedo, creo que era un cura.

“¿Pero vos cómo hacés para saber todas esas cosas?”, exclamó. “Las leí”, respondí con cierto orgullo.

“¿Y dónde las leíste?”.

“En los libros, en casa...”.

En conclusión: el director citó a mi padre y a mi madre.

Para mí fue una humillación tremenda. Siempre había considerado el estudio como algo estúpido, inútil, pero lo hacía porque no podía evitarlo. Ahora la escuela se complicaba y solo porque dejé escapar alguna que otra palabra de más. De repente mis compañeros me consideraban un extraño, también en casa comenzaron a tratarme de manera distinta. Incluso mis padres estaban sorprendidos y además un poco perturbados por este descubrimiento.

“No diré más nada”, me prometí a mí mismo. No quería que los demás supiesen cosas sobre mí que yo consideraba solo mías. Ahora que mi secreto se había vuelto de todos, temía que las historias pudiesen perder su poder mágico.

Generalmente las tardes las pasaba con mi madre, en el Studio Luxardo. Ella había nacido en Brasil y, tal como a mí, el cine la había inspirado desde chica: mi abuelo, antes de abrir el estudio fotográfico, había sido productor en Sudamérica y ella había posado como modelo para algunas fotos. Por un cierto período también había sido campeona de natación.

Yo me quedaba tranquilo en la sala de maquillaje, hacía las tareas y dibujaba. Mientras tanto, alrededor, iban de un lado para otro las estrellas del cine o de la moda: mi madre se especializaba en retratar los rostros femeninos, era la fotógrafa más importante de la posguerra italiana. Así, mientras yo repasaba la clase de geografía, no muy lejos de mí se encontraban Gina Lollobrogida, Isa Miranda y Silvana Pampanini —junto a muchas otras actrices famosísimas de la época y hoy olvidadas— que se cambiaban de ropa, que se arreglaban el cabello, que se sometían a larguísimas sesiones de maquillaje. Tengo todavía en la nariz el olor del maquillaje, del polvo compacto, del colorete, de esos labiales que existían solo entonces y que tenían una fragancia algo dulce, muy penetrante. A estas jóvenes, que eran bellísimas, mi madre les acomodaba las luces, les posicionaba los rostros, les pedía levantar el mentón, sonreír o que se mantuvieran serias. Me entusiasmaba ver todo eso.

Crecía, y la notoriedad del estudio fotográfico también. Inclusive las estrellas internacionales, cuando se encontraban en Roma, querían fotografiarse en Luxardo. Yo asistía al colegio más antiguo de Roma: Nazareno, gestionado por los Padres Scolopi —en el mismo lugar donde hoy se encuentra la sede del Partido Democrático—. Estaba cerca de via del Tritone: ya para mí era una costumbre salir del colegio e ir a lo de mi madre en vez de ir a mi casa. En el estudio podía encontrarme a Sophia Loren o a las ganadoras de Miss Italia: para ellas yo era una presencia habitual, no me prestaban atención. Pero las espiaba cuando se cambiaban: se ponían un vestido de campesina o un vestido de noche, reían, hacían chistes entre ellas. Y yo estaba siempre allí, bien en el fondo del camarín.

Se desnudaban ante mis ojos: delante de mí, de repente, se paraban estas piernas, estos senos... Sentía aumentar la excitación, pero para ellas yo era simplemente un niño. A veces se cree que los niños no saben descifrar los juegos de la seducción, pero no es verdad: los entienden más que los adultos.

Mi madre prestaba atención sobre todo al rostro, siempre escuchaba hablar de las proporciones ojos-nariz-boca. Yo estaba fascinado por la manera en la que las sombras podían redefinir una expresión, una emoción o dar movimiento. Será por eso que, aún hoy, una de las primeras cosas que me atrae de una mujer es el rostro. La magia de la luz que se refleja y enciende el cabello, los ojos, regala gracia a la piel.

Aún no puedo saberlo, ahora que soy un joven en el estudio de mi madre, pero un día entraré en el camino de estas actrices.

Haré llamadas y viajes, gastaré dinero y tiempo y muchas veces me encontraré en callejones sin salida. Pero mi obstinación será tanta y tal que al final lograré encontrarlas: alguna habrá envejecido de manera casi irreconocible, alguna otra habrá muerto, otras habrán caído en la pobreza. Pero yo me encargaré de ellas, como hizo mi madre muchos años atrás. En mis películas escribiré partes especialmente pensadas para ellas: será un homenaje a todo aquello que han representado para el teatro y para el cine de la época, y además un tributo a mi infancia. Las iluminaré con las luces del set, maquillando aquellos ojos para hacerlos brillar nuevamente.

Algunos piensan que los primerísimos planos de las actrices y los maquillajes excesivos alrededor de los ojos son una marca de fábrica inconfundible de mi cine. Tienen seguramente razón, pero aquella señal ya existía en mi mirada de niño.