Josefina Martorell tiene 34 años y juega al fútbol desde los 5. Es hábil y apasionada en la cancha. Y esa pasión la pone en la vida. En sus proyectos. En sus sueños. “Jose”, como le dicen sus amigas, es una gran aventurera. licenciada en Economía con un master en Relaciones Internacionales, decidió dejar un puesto en la banca financiera para dedicarse al trabajo humanitario, primero en Médicos Sin Frontera y luego en la Cruz Roja Internacional. Durante casi cinco años participó en misiones en los territorios más calientes del planeta, arrasados por conflictos bélicos o grandes hambrunas. Estuvo en Congo, Níger, República Centroafricana, Sudán del Sur y Afganistán, donde siguió jugando sus picaditos. A veces, con la cabeza cubierta por un velo,  como sus compañeras de equipo, para respetar las tradiciones religiosas locales. Hace un año que está instalada en Buenos Aires. Pero ya está preparándose para su próximo desafío: jugar al fútbol en la cima del volcán Kilimanjaro, el pico más alto de África, a 5895 metros de altura, con mujeres de 28 países y arbitras de la FIFA, para promover la equidad de género en el deporte, una iniciativa del movimiento “Equal Playing Field”, que busca marcar un record mundial que ningún género logró aún: el partido de fútbol más alto jamás jugado. 

Jose fue elegida para representar a la Argentina en el match. Con vistas a su nueva aventura se acaba de comprar una máscara que le dificulta el ingreso de oxígeno, con la que va a empezar a entrenar.  La idea es jugar en una planicie que hay en el cráter del volcán, que está inactivo. La fecha estimada del ascenso a la montaña, ubicada en el noreste de Tanzania, es el 17 de junio y el partido está previsto para el 23. “Cuando subamos el Kilimanjaro faltarán justo dos años para el próximo mundial femenino de fútbol, así que nuestro objetivo es usar este proyecto para concientizar y difundir el desarrollo del fútbol femenino y también las organizaciones que lo apoyan alrededor del mundo”, cuenta a PáginaI12, en su departamento en Palermo. Es pequeño y acogedor. En el living comedor, sobre la biblioteca está apoyada su bici y en el piso brillan sus botines amarillo flúo. Por el horario de la entrevista se pierde el entrenamiento de los lunes. Participa en varios torneos. Pero el martes tiene revancha: es el día que juega a partir de las 20 en el parque Los Andes con sus compañeras de Fútbol Militante, una agrupación que promueve el fútbol de mujeres. “Jugamos para divertirnos pero sobre todo para hacernos más fuertes y tratar de cambiar un poco el mundo heteronormativo y patriarcal”, cuenta Jose.

–¿Qué buscan  con el partido en la cima del Kilimanjaro?

– Queremos desafiar las normas para niñas y mujeres en el deporte, las oportunidades que existen actualmente y la aceptación y el respeto que se ganan como atletas y como personas. Es especialmente preocupante que globalmente la mayoría de las niñas deja los deportes cuando llegan a la adolescencia y generalmente esto ocurre por las presiones y expectativas que la sociedad tiene sobre ellas, o en algunos casos porque se les prohíbe específicamente seguir jugando. Además, reconocer la inequidad sistemática, estructural a la que las niñas y mujeres debemos hacer frente, no solamente en el deporte sino en la mayoría de los aspectos de nuestras vidas.

Marimacho. De chica jugaba a la pelota con sus hermanos menores. Hizo natación, aprendió tenis y también jugó al hockey durante la adolescencia en Ciudad de Buenos Aires. Un día, a los 15 años, cuando salía del club, vio a una chica en la parada del colectivo con la camiseta de River. Se puso a charlar con ella. Le contó que formaba parte de un equipo femenino de fútbol y Jose se entusiasmó con la idea de practicar ese deporte y se fue directo a inscribirse en River. Pero hubo quienes la empezaron a tildar de “marimacho” y su mamá le insistió para que dejara y volviera al hockey, temerosa de que los prejuicios sociales en torno al fútbol femenino afectaran a su hija. “Entonces volví al hockey, hasta los 21 años, cuando por el estudio me costaba cumplir con los días de entrenamiento. Y volví al fútbol y empecé a jugar torneos”, recuerda. Ahora, su mamá dejó atrás sus propios prejuicios y es una de las personas que ya colaboró económicamente en el sitio donde se puede donar dinero para cubrir los gastos del viaje al Kilimanjaro: www.justgiving.com/crowdfunding/Josefina-Mount-Kili

–¿Qué es el fútbol para vos?

–Es tocar la pelota y olvidarme de mis problemas, pensar sólo en la próxima jugada, en el próximo pase. Es festejar con mis compañeras y con mis compañeros el gol hecho y también reír por todos los errados. Es compartir una cerveza después de varios partidos. Es recordar mi infancia jugando con mis hermanos.

En su computadora se acumulan muchísimas fotos de las misiones donde transcurrió su vida en los últimos años, donde el fútbol fue su válvula de escape ante tanta tragedia alrededor. Jugó partidos mixtos con otros “ex patriados” y también en un equipo de chicas en Afganistán.  

Pasión. Mientras hacía un master en Barcelona en Relaciones Internacionales, en 2009, Jose se dio cuenta de que no quería trabajar más en finanzas. “Escuché a una chica de la Cruz Roja y me contagió su pasión. Había estado en un país africano y me dije: yo quiero hacer eso”, apunta Jose. Trabajaba en una florería y su papá le cuestionaba que con tanto estudio encima, se ganara así la vida. Era una florería vip en Barcelona, y sus dueños, una abogada y un economista, la pusieron en contacto con el Comité Internacional de la Cruz Roja, que se encarga de garantizar el cumplimiento de las convenciones de Ginebra sobre derecho humanitario. “Pero no tenía experiencia para entrar a la CR. Me recomendaron intentar en Médicos Sin Frontera y apliqué. Por entonces, volví a Buenos Aires y estaba por empezar a trabajar en el J. P. Morgan como analista financiera junior. Pero me llamaron de Médicos Sin Frontera. Necesitaban gente que hablara francés, para ir a ex colonias francesas en África, y yo había estudiado varios años. Entré como manager de la contabilidad, para ocuparme de la transparencia en el manejo financiero”, cuenta Jose.

Dignidad. La mandaron a Congo, en el corazón de África. La misión era en principio de cuatro meses, de agosto a diciembre de 2011, pero se extendió diez meses más, hasta octubre de 2012. Había enfrentamiento tribales que obligaban a las poblaciones a desplazarse, y se habían conformado campos de refugiados. A pesar de las riquezas naturales de ese país, Congo se ubica en los últimos puestos en el ranking mundial de desarrollo humano y en PBI, y en los primeros lugares en las escalas de percepción de corrupción, señala Jose, para dar cuenta del contexto. Una de las problemáticas que trabajó MSF en ese territorio fue la de la gran cantidad de mujeres violadas, como parte de las estrategias bélicas. “Las violaban con objetos que les desgarraban internamente los órganos, lo que generaba que no dejaran de defecar. Y eso las convertía en parias. Las buscábamos para operarlas y devolverles la dignidad. En esa primera misión estuve muy shockeada. Al principio te sorprendes por todo lo que ves a tu alrededor y después todo se vuelve cotidiano”, reflexiona.

Malaria. De Congo volvió dos meses a la Argentina y luego, la enviaron a otra misión: esta vez en Niamey, la capital de Níger. Tres cuartas partes del territorio lo ocupa el desierto de Sahel. Hace 60 grados a la sombra. La mala nutrición es un problema crónico y se conjuga con la malaria, explica Jose. MSF tiene varios hospitales allí. “Estuve 9 meses. Fue una misión dura. En Congo no podía salir sola por las calles por la violencia armada. Acá, porque las personas blancas estábamos mal vistas y podíamos ser atacadas por grupos islamistas”, señala.

Perros. Al regreso de Níger, Jose se postuló como coordinadora de la Unidad Financiera de Emergencia de MSF y fue elegida para ese cargo. De un día para el otro la convocaron para ir a República Centroafricana, donde se había producido un golpe de Estado y había enfrentamientos entre cristianos y musulmanes. “Había heridos de guerra. Muchos no podían llegar a los hospitales porque los caminos estaban cortados. Se empezaron a crear numerosos barrios de desplazados y MSF montó hospitales de campaña porque los que existían habían desaparecido, estaban destruidos. Estuve ahí un par de meses. Hay mucho recambio de personal en las misiones porque la gente termina quemada por el estrés que se vive. Éramos 28 viviendo en una pequeña casa”, precisó. Como una rayuela, de Níger paso un día por Barcelona, para sacar la visa para ir a Sudán del Sur. La enviaron a la ciudad de Malakal, donde se había desatado una guerra civil, que persiste al día de hoy y  había un campo de desplazados.  “Cuando llegué, la oposición al gobierno había quemado todo el hospital de MSF. Todavía había perros comiéndose cadáveres de la gente”, describe Jose. Estuvo tres meses y pico. “Vivíamos en una carpa. Pero teníamos también un búnker para ocultarnos cuando nos pasaban por encima misiles”, dice.

Burka. Cuenta y va mostrando fotos de los distintos lugares donde estuvo en África. Hay rostros con heridas sangrantes,  niños y niñas desnutridos, que juegan y se ríen. Chicos y mujeres que acarrean sobre sus cabezas tachos con agua. Familias que viven en tiendas precarias, con techos de paños de plástico. Gente apiñada. Ciudades bombardeadas. Algunas historias que conoció la conmueven todavía. Como la de Achuei, una niña que conoció en los primeros días de misión en Malakal (ver aparte). 

Después de Sudán del Sur –donde estuvo de abril a julio de 2014–, decidió renunciar a Médicos Sin Frontera. “Llegué a Buenos Aires y no paraba de llorar”, por el impacto de lo visto y vivido. Pero justo le ofrecieron sumarse a trabajar al Comité Internacional de la Cruz Roja, y su espíritu aventurero no dudó en aceptar. “Había dicho que el único lugar al que no iría era Afganistán y me mandaron ahí”, se ríe. Era principios de septiembre. “La pasé con miedo. Teníamos dos oficinas, una en Herat, en la frontera con Irán, y otra en Jalalabad, cerca de Pakistán, donde dominan los talibán y no ves mujeres, ni en las calles. No pueden salir ni trabajar. En Harat, en cambio, son más abiertos, pero las pocas mujeres que están en la calle usan burka. Ahí jugué al fútbol en un equipo de chicas. Pueden jugar mientras son adolescentes, después ya no las dejan. Y lo hacían con velo”, señala. En Afganistán, la Cruz Roja tenía un programa de formación en primeros auxilios para enseñarles a los hombres a hacer un torniquete con el propio turbante o a vendar un brazo quebrado. Jose se quedó en Afganistán hasta diciembre de 2015, cuando resolvió regresar a la Argentina y renunciar al trabajo humanitario en terreno. Su pasaporte no tenía más páginas libres para viajar.