Es diciembre en Rosario y el cielo parece querer desplomarse en agua sobre la ciudad. El paso acelerado de la gente te obliga a seguirle el ritmo aunque no tengas prisa ni aliento.

En Córdoba y Ovidio Lagos dos hombres esperan la aparición de un taxi bajo la protección de un alero. Las nubes, con la ayuda del viento, comenzaron su descarga sobre veredas, techos y antenas.

A determinada distancia detengo mi marcha en la misma esquina, son las ocho de la noche y no tengo ganas de esperar un cole colmado de gente y tufo, de paraguas y mochilas de estudiantes. El filo de la lluvia enfría mi ropa y la temperatura de mi cuerpo, mezcla de alivio y escalofrío.

Nos miramos, ¿nuestros cuerpos sienten lo mismo? La mirada directa se topa con las otras sin disimulo, es un lenguaje de los cuerpos vestidos para una sensación térmica mucho más baja que se da sin más, sin disculpas ni estruendos, que dialogan con el sonido del agua como telón.

Los dos hombres, al unísono, paran un taxi, después de un buen rato de espera. Otra vez me miran. No dicen nada, las manos de ambos hacen el ademán del “adelante”, indicando que suba. Niego con la cabeza y les digo que suban ellos, que llegaron antes, que puedo esperar. A pesar de mi sempiterno estado de dudas, no ingresan en él las situaciones de espera en una fila de seres humanos; insisto con el no porque uno de ellos es más grande que yo, porque están antes, porque no tienen paraguas. El taxista define la situación: baja la ventanilla y grita “¿van a subir?”, desplegando en tres palabras su lugar de poderío.

Los dos hombres no ceden en su actitud así que subo a la carroza que, finalmente me llevará a mi casa. La humedad del habitáculo es desagradable, pero ya no siento frío, pido a la lluvia que suene tan fuerte que no haya espacio para una conversación con el tachero.

Me dice su voz, espejo retrovisor mediante, que ya se estaba yendo, porque ustedes coqueteaban y no subían. La piel de gallina me anuncia la incomodidad que siento y que, temo, obturará mi respuesta. No me sale nada, entonces él sigue: mírate, una mujer a esta hora, toda bronceada… ¡Ustedes tienen muchas ventajas!

No estaba dispuesta a ceder mis minutos de silencio en un viaje de tormenta, así que le espeté: ¿Ventajas?¿Qué ventajas? ¡Todo es a un costo altísimo!

Si la radio estaba prendida, se apagó o no la escuché, el caballero también calló. No sé por qué lo hizo si la velada pintaba para tortura. Entonces pienso: no entendió lo que le dije, se la bajé con un concepto desconocido o la lluvia era más intensa y ruidosa.

Por la ventanilla sentí el alivio de las plantas y de los árboles, que latían conmigo esa increíble calma después del amor.

 

[email protected]