Por la mañana los Hechizados del Amanecer deambulan buscando un cobijo diurno. Han pasado la noche en las entradas de edificios, bajo el neón de los negocios cerrados, en recovecos de la plaza, y ahora, con sus bártulos, miran a la ciudad como sin comprenderla. No tienen por qué. Se cruzan con madrugadores deportivos que no dejan de moverse un segundo por miedo a que se les hiele la circulación. Con damas y sus perritos. Con chicas que vuelven de la trasnochada y embebidas en alcoholes residuales se ríen o fuman, esperando un colectivo desvelado, un taxi para compartir entre tres. Los Hechizados llevan barbijos que han encontrado en los conteiners. Y no les importa su desgaste, el dibujo de florcitas, las tiritas mal amarradas. Van mirando fijo hacia un horizonte embozados en esos restos de tela como hacia una batalla de fantasmas. Son recolectores como sus ancestros y cazan a la espera, rogando caiga del cielo o de algún bolsillo la pitanza para llegar vivos y vivas hasta el anochecer.

Hechizado 1: Es menudo, barba y zapatillas medio básquet. Había instalado un vivero provisional en la esquina de Santa Fe y Laprida y se lo veía contento. Vendía plantitas que regaba con amor. La Municipalidad le desarmó el puesto. Ahora lo veo en los amaneceres mirando para abajo, juntando puchos, pidiendo una moneda.

Hechizada 2: Duerme al costado de una heladería que vende el kilo tan caro como si fuesen diamantes. Lleva un carrito de súper y a veces porta muñecotes adentro: es triste, parece una madrecita como las del tango, sola, soltera, pobre y mal dormida.

Hechizados 3: Son una familia de morochos sin ataduras a religión o etnia que los pueda contener. Él fue albañil hasta que se fracturó los dedos y le quedaron agarrotados. Ella vende estampitas con su hijita. Él se ocupa de lavar la ropa en el laguito Independencia y colgarla entre los árboles. Duermen, oh paradoja, en las inmediaciones de las jaulas donde estaba el zoológico.

Hechizados 4: Ya es una certeza que lo conozco de otra vida, en otro tiempo, cuando éramos jóvenes y había inquietudes porque había juventud. Se sienta apoyado contra un muro de mármol y se queda mirando a la gente, tratando de espabilarse, mientras revuelve en un vasito una bebida humeante. ¿Qué le ha pasado por encima? ¿Malos gobiernos, una vida lanzada al río de las finanzas por error, un amor quebrado? Siento vértigo porque ese tipo jugó conmigo en Central Córdoba y la diferencia es que yo fui golpeado como él pero no caí. No me acerco para no humillarlo pero a la noche me quedo mirando el techo pensando qué frágiles somos y qué horrendo es el sistema en que vivimos.

Todo esto es una pesadilla que remueve pústulas y magia infantil. Una sensación de final y un augurio magro de que saldremos mejor y más fortalecidos. Es ir perdiendo tres a cero y confiar en el empate. Los campos ofertados a precio vil son ocupados por gente de la tierra que no tiene tierra: nacieron en ella y ahora buscan un pedazo donde hacer un nido. En mi ventana una paloma torcaza ha perdido su polluelo y una golondrina tempranera hace días le roba las pajitas de nido armado sin respetar el luto, una a una, para formar el suyo. Así somos: lo que se les cae a los demás lo recogemos sin que nadie nos vea y lo guardamos para peores épocas. ¿Peor que ésta? Peor que ésta es el infierno.

No multiplicamos, dividimos. Ahí están los Hechizados Vip.

Uno fue jefe menor de lo turbio y el otro un activista agresivo de la mugre política. Dictaban leyes. Fueron idiotas útiles, sin talentos; viven en el auto de este último, pues sus esposas y novias ofendidas los echaron al comprobarse que son pareja. Si bien no entran al rubro marginal, están al borde de la bizarría, con sus ropas elegantes, sus ahorros de prebendas, sus modales de zorros bien templados. Les alcancé dos medialunas una mañana y me reconocieron. No aceptaron el convite pensando que me estaba burlando de ellos. Es que les auguré un pasado promisorio.

“¿Qué cosa hemos hecho de este mundo?”, les pregunto con tono infantil. Baja la ventanilla uno de ellos y me pregunta si preciso algo. “Ahora que son marginales se dan cuenta de que no han hecho nada desde donde estaban”. 

“¿Ah, y vos? ¿Vos hiciste algo?”, me replica el segundo, más avispado y dispuesto a la pelea. Hace siglos que necesito sacar mi espada cantora y degollarlos, pero una mano me detiene el brazo. 

Es el Hechizado 4, quien me ha reconocido: “No hagas locuras, déjalos, son y siempre van a ser así. Cuando arriba la policía que la parejita ha llamado, estamos con mi amigo de otras eras en la esquina opuesta sin que puedan vernos, sentados ambos tras un kiosquito de revistas que no vende nada. 

Saca de su cantimplora café que me sirve en un vasito plástico. “Tomá, no pienses más, sentate a un lao,” remedando a Discépolo. “¡Cuánto hace que no nos vemos!” se admira con optimismo. “¡Cómo andás? ¿Cómo te trata la vida?” “Y… ahí andamos”, balbuceo. “Bienvenido”, retruca con el humor que tanto nos ha hermanado. 

Ya soy el Hechizado 5.