De entre todos los Diegos que van construyendo la leyenda, el mío se manifiesta como piel de gallina en las madrugadas heladas de fines de agosto y principios de septiembre de 1979, cuando iba corriendo a la escuela, las piernas entumecidas de frío, para escuchar en alguna radio AM los partidos de la Selección en el Mundial Juvenil de Japón. Como gran cosa, la rectora del Liceo de Señoritas Figueroa Alcorta, un edificio derruido en Santa Fe y Anchorena, nos liberaba de materias horribles y permitía explotar el volumen de las radios en las aulas, todas nosotras tan adolescentes, tan reprimidas por las celadoras, tan calientes con los jugadores o con el sólo hecho de poder gritar un rato, de sacar la voz afuera sin que nadie nos pusiera amonestaciones o llamara a nuestras familias para retirarnos del establecimiento y corrernos del foco “de la vergüenza” de ser desafiantes, contestadoras, mocosas, desprolijas, salvajes, discutidoras, varoneras. Ahora que lo pienso, mi Diego tenía todas estas cualidades de pendejo que se comía el mundo, aunque fuera el ´79 y nosotros los fagocitados de tantas maneras.

Ya veníamos muy arriba del año anterior, recorriendo de lunes a viernes y de punta a punta el centro de la ciudad para ver si pescábamos a algún jugador de Argentina, de Alemania, de Francia o de Holanda, los bellos de las figuritas mutados a héroes el día que el profesor de Formación Cívica, un viejo espantoso de espalda cuadrada, con el pelo como ala de cuervo y bigotes cepillo, entró al aula en llamas y de la nada nos dijo que el holandés Johan Cruyff era un farsante miserable por negarse a venir, y que en la Argentina no había desaparecidos porque todos estaban viviendo en Europa. Horror. Le teníamos una mezcla de asco y pánico a ese personaje al que siempre vimos y olimos como milico y que quizá no lo fuera, y que fuera más despreciable que eso, un civil que admiraba a los milicos, que se tuneaba como milico y que se excitaba cuando nos gritaba un buenos días marcial, para después escupirnos que el escarnio de este mundo eran la hoz y el martillo. La ausencia de Cruyff, el chico estrella que fumaba en los entretiempos, “la última expresión del fútbol lírico”, fue un mazazo para el Mundial que balconeaban Videla, Massera y Agosti, y para nosotras, que estábamos hartas de tanta bajada de línea oscura imposible de procesar y sólo queríamos un poco de rocanrol para no asfixiarnos.

Con los años, algunas nos enteramos de que nuestro verdugo había echado espuma por la boca al pedo: Cruyff no vino a la Argentina porque eligió quedarse con su mujer en Holanda, después de un intento de secuestro. No tengo idea de si el verdugo habrá sabido que Wim Rijsbergen, otro jugador de ese seleccionado, fue en bicicleta a Plaza de Mayo a conocer a las Madres, y que abrazó a Nora Cortiñas. Sonrío pensando en cómo se le habrán revuelto las tripas a aquel tipo. Que, entre paréntesis, tampoco quería a Diego, sospecho que por negro -usaba mucho esa palabra- y por melenudo. Justamente todo lo que me encantaba de aquella gente “que nos representaba” ante los ojos del mundo. En mi división, un par de amigas tortas que las chetas de la época sindicaban de “marimachos”, armaron un equipo de fútbol femenino al que me prendí, más para huir de mi casa que por amor al deporte, y entrenábamos todos los sábados en el KDT. Eramos un desastre, salvo una arquera y una delantera que la descosían y ojalá hubieran nacido en este milenio, y estábamos tan solas. Los pibes que esperaban cancha se descomponían de risa y nos decían de todo. Ellos también nombraban a Maradona y a Kempes para escupirnos en las caras la herejía de querer jugar a lo que no debíamos. Con el tiempo desistimos, más por falta de oponentes que por temor a los insultos, y además mis amigas tortas se habían encandilado con la Fórmula 1 y con Vilas, para quien también madrugábamos con nuestros televisores en blanco y negro.

Fue en una de esas mañanas corriendo al Liceo para enganchar los partidos de la Sub-20 en Japón que me topé con un libro enorme, tapas de cuero marrón, papel biblia, apoyado en el umbral de un banco, creo que de Santa Fe y Ecuador. Era medio nerd, amaba los libros, y ese hallazgo me frenó en seco, parecía imposible que alguien hubiera abandonado un objeto tan hermoso. Tuve el impulso de agarrarlo, pero me detuve. ¿Y si se trataba de un libro bomba, uno de esos artefactos que se describían con perversidad en la Sexta de La Razón, preparados para hacernos volar en pedazos? Por supuesto nada voló por los aires, el corazón en la boca estuvo apenas unos segundos y me abracé a ese mamotreto que decía en letras doradas “Los premios Nobel de la literatura”. Qué bueno que pudieran más el deseo del arrebato y la urgencia por ver a aquel Diego que todavía relaciono con mi adolescencia y el frío del invierno. Mostré agrandada el incunable en el primer tiempo del partido contra Polonia. Mis compañeras rieron a carcajadas mientras me callaban por desubicada, y eso me dio ternura, porque todas estábamos siendo felices por un rato al mismo tiempo. En noventa minutos se iba a acabar el hechizo, y el Liceo volvería a convertirse en una calabaza creepy. Recuerdo nuestros abrazos cuando la Sub-20 ganó ese partido, los cigarrillos que fumamos en la esquina y a Diego y a su risa más perfecta en un noticiero de la noche. Para entonces había empezado a leer una de las novelas del libro, Kristina Lavransdatter, de Sigrid Undset. Un espectro, Eline, decía: “Mis hijos son inocentes y no hay lugar para ellos en la tierra donde viven los cristianos. Tu hijo ha sido concebido tan ilegalmente como los míos. No puedes pedir justicia para él en el país de donde has salido, como tampoco yo puedo pedirla para los míos…” Olvidé durante cuarenta años ese libro y ese párrafo que me angustiaba. Volví a buscarlo este miércoles, apenas me enteré de la muerte de Diego, como si fuera un amuleto que debía recuperar, y lo abrí en el mismo párrafo donde sobrevivía un señalador viejo. Entonces terminé de comprender la angustia, la piel erizada por el frío, el miedo, los deseos y la ilusión de una felicidad que ese chico nos regalaba cada día durante noventa minutos hasta que se nos volviera a escurrir de las manos, en una tierra donde todavía ni él ni nosotres podíamos pedir justicia para los nuestros.