El disco lunar y el disco solar son casi idénticos. No siempre ha sido así. Ni lo será. Vivimos en la era de los eclipses totales, como el que podrá verse este lunes desde la Patagonia. ¿Qué clase de apología puede construirse del mero hecho de que un cuerpo, la Luna, nos impida ver por unos minutos a otro, el Sol, al interponerse entre éste y nosotros?

Un eclipse es ocultación. Hay mucho de fascinante en este sencillo hecho, por supuesto, sobre todo cuando quien queda ensombrecido es el Sol. Toda la corpulencia del astro más grande de nuestro entorno queda, invisible, a las espaldas de un modesto satélite. El espectáculo astronómico es majestuoso. Su belleza, sin embargo, se realza cuando aguzamos los sentidos y el intelecto permitiendo a nuestra mirada encontrar en la sombra aquello que no permitía ver tanta luz.

Aristarco, por ejemplo, midió la sombra de la Tierra en un eclipse de Luna y Eratóstenes determinó la de dos varas separadas algunos cientos de kilómetros, concluyendo que la Tierra es una esfera y calculando su radio. Hiparco se dio cuenta de que, sumando estas observaciones al hecho de que en un eclipse total la Luna cubre precisamente al Sol, podía calcular el tamaño de la Luna. Esto nos permite calcular, con una simple moneda y el teorema de Tales, la distancia a ésta. Aristarco notó, además, que podía saber a qué distancia estaba el Sol midiendo los ángulos entre éste y la Luna en cuarto creciente y cuarto menguante. Y con la Luna como moneda más la ayuda de Tales podemos saber, por último, el tamaño del Sol.

No hizo falta más que ingenio para desentrañar estos primeros misterios de la Tierra, el Sol y la Luna, más de dos mil años antes de que la luz de la modernidad encegueciera a un puñado de terraplanistas.

Predicciones

Muchas culturas aprendieron a predecir eclipses. Casi una vez por mes tenemos Luna Nueva y eso quiere decir que el Sol está iluminando su cara oculta. ¿Por qué eso no es suficiente para que se produzca un cono de sombra sobre la Tierra? Ocurre que la órbita terrestre es una elipse inscrita en un plano, al igual que la de la Luna, pero ambos planos forman un ángulo entre sí. Las dos elipses oblicuas se cortan en dos puntos diametralmente opuestos. Por eso los eclipses se acumulan en dos momentos del año separados casi seis meses.

Los exploradores de los océanos, necesitados de referencias que pudieran verse desde la inmensidad uniforme que reina mar adentro, aprendieron a cartografiar el cielo con detenimiento y a incluir en sus cartas astronómicas los eclipses lunares. No olvidemos que estos, quizás menos espectaculares que los solares, son también menos exclusivos: se ven desde cualquier punto de la Tierra en que la Luna sea visible. 

El astrónomo Johannes Müller Regiomontano, por ejemplo, construyó tablas astronómicas que contenían los eclipses que iban desde 1475 hasta 1506. Cristóbal Colón navegaba siempre con ellas. En 1503 llegó a Jamaica y entabló una relación fraternal con los arahuacos. Pero esta cordialidad empezó a resquebrajarse cuando la comida fue insuficiente y algunos marineros españoles tomaron por la fuerza lo que no era suyo. La tensión era máxima y Colón recurrió a una solución desesperada: si no reinaba la paz y no les daban apoyo logístico su Dios se enfurecería y haría sangrar a la mismísima Luna. Sabía que el 29 de febrero de 1504 habría un eclipse lunar, por las tablas de Regiomontano que llevaba a bordo. Cuando llegó el momento, ante el pánico de los arahuacos, Colón se encerró casi una hora para escenificar el perdón de su Dios y esperar a que finalizara el eclipse. Tuvo la sangre fría de verificar la hora local y compararla con la predicción de las tablas, lo que le permitió concluir que se encontraba siete horas y cuarto al oeste.

El 22 de diciembre de 1870 habría un eclipse total visible desde la cuenca del Mediterráneo. El gran astrónomo francés Jules Janssen vivía en la París sitiada por las fuerzas de Guillermo I. Sus colegas ingleses le habían conseguido un salvoconducto para traspasar las líneas prusianas en una expedición científica pero Janssen no aceptó lo que consideraba una humillación por lo que decidió escapar sobrevolando las líneas enemigas en un globo aerostático. Veinte días después llegó a Orán, pero lo que no pudo el ejercito prusiano lo consiguió un puñado de nubes, impidiéndole ver el ansiado espectáculo.

No siempre la suerte le había sido esquiva. Dos años antes, observando un eclipse en la India, se dio cuenta de una componente de la luz solar que nadie había notado, dejando en evidencia la existencia de un nuevo elemento químico: el helio. El segundo elemento más abundante del Universo fue hallado, insólitamente, antes en el espacio que en nuestro planeta. El nuevo elemento se transformó con el tiempo en el más importante, seguro y útil relleno para todo tipo de globos aerostáticos, como si la historia hubiese querido homenajear el audaz escape en globo de Janssen.

El 17 de abril de 1912, precisamente volando en un globo aerostático, Víctor Hess comprobó que la radiación que llegaba a la Tierra desde el espacio exterior —para ello utilizó el globo: quería descartar que la radiación fuera de origen terrestre— no se modificaba cuando la Luna cubría al Sol, probando de manera categórica que no venían de nuestra estrella como se pensaba en ese momento. Fue un descubrimiento trascendental que significó el inicio de la investigación de los llamados rayos cósmicos, cuyo mayor detector de la actualidad se encuentra, recordemos, en el sur de la provincia de Mendoza.

Pero el eclipse entre los eclipses, que quedará indisolublemente asociado a una revolución científica, fue el del 29 de mayo de 1919. Dos equipos ingleses, bajo la tutela del Astrónomo Real Frank Dyson, lo observaron desde Sobral, en el nordeste de Brasil, y la Isla de Príncipe, en el Golfo de Guinea. Comprobaron que la luz de las estrellas de las inmediaciones del disco solar se curvaba por acción de la gravedad de nuestra estrella. La luz, en definitiva, caía, y lo hacía del modo que predecía una teoría propuesta por un tal Albert Einstein en 1915: la Relatividad General.

La Luna se aleja de nuestro planeta a casi cuatro centímetros por año. Al hacerlo su disco se reduce y llegará el día en que su envergadura sea insuficiente para cubrir al Sol. Disfrutemos, entonces, del raro privilegio de vivir en la singular era de los eclipses totales.

* Profesor de física teórica, Universidad de Santiago de Compostela. 

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