EL CUENTO POR SU AUTOR

Llega un momento en que uno lee para buscar a alguien o para que le cuenten su propia historia. Esta última versión de "Raymond Carver, mi padre" surgió a partir de la lectura de un libro genial de Moehringer: El bar de las grandes esperanzas. “Hijo único, abandonado por mi padre, necesitaba una familia, un hogar. Y hombres. Los necesitaba para que me sirvieran de mentores, de héroes, de modelo”, dice el narrador. Y en otro momento, haciendo referencia al bar: “íbamos para todo lo que necesitábamos. Cuando teníamos sed, claro, y cuando teníamos hambre, y cuando estábamos muertos de cansancio. Íbamos cuando estábamos contentos, a celebrar, y cuando estábamos tristes, a quedarnos callados. Íbamos después de una boda, de un funeral, en busca de algo que nos calmara los nervios, y siempre antes, para armarnos de valor tomando un trago. Íbamos cuando no sabíamos qué necesitábamos, con la esperanza de que alguien nos lo dijera”. 

Mi padre solía buscarme por la casa de mi abuela -donde vivíamos con mi madre- los sábados a la tarde para llevarme a pasear. Yo nunca había vivido con mi padre, de modo que no experimenté toda la angustia que puede generar en un hijo la separación de sus padres. Experimenté, o comencé a sentir de manera muy íntima, vergonzosa, diría, otra clase de sentimiento: la culpa. Mi padre era el hombre de los sábados, sólo eso. Y era suficiente. Nunca supe dónde vivía ni le conocí una pareja o un amigo; pero imaginaba que debía ser una persona muy importante porque lo reconocían y saludaban en todos los bares y restaurantes.

Un sábado no vino a buscarme y al siguiente, tampoco. Durante muchos años repasé mentalmente como en una película la última vez que nos vimos: me había abandonado porque yo me había puesto cargoso con un playmóvil que quería llevarme de una juguetería. Me voy a ahorrar ciertos patetismos y diré, simplemente, que hacia la adolescencia me propuse encontrar a mi padre. Sabía que podía encontrarlo en un solo lugar: los bares. 

                  

RAYMOND CARVER, MI PADRE                                                

Me llamo Lautaro Nogan. Solían invitarme a fiestas porque era buen bailarín. Bailaba con todas, excepto con las solteras que me ignoraban. Deberían prohibir los espejos en los bares. Ese hombre que está envejeciendo no soy yo. Mi primer robo fue a los cuatro años: quería un juguete imposible. Prefiero la amistad de mujeres mayores a mí. Las conversaciones entre hombres me aburren. No tengo casa propia. Mi padre dilapidó toda su fortuna en una sola noche pero me dejó su apellido para averiguar si yo podía hacer lo que quisiera sin necesitar a nadie. Tal vez no fue por eso; pero uno siempre busca un motivo para justificar a los que quiere, es verdad. Una noche comprendí que no hace falta leer libros para entender que nadie se salva solo. Del circo literario aprendí dos cosas: ya casi no hay animales y sobran los malabaristas. Soy una síntesis perfecta de mí mismo: colmado de errores, naturalmente. Ahora que la literatura es para gente mentalmente sana y políticamente correcta, se publican borradores y se los lee en iluminados salones de té junto a las tías rodeadas de masitas secas. Dejé de ver a mi padre cuando supe que le fisuró una costilla a mi madre antes de que yo naciera. Con los años aprendí que el amor, como todo imperio, muere por dentro debido a la gran variedad de lenguas que transitan su propia historia. 

No escribo desde que me convertí en una consecuencia fatal de mi propia invención. No creo en los designios de los signos astrológicos pero sí en que todo lo que le sucede a un hombre se le parece. No miento: exagero. Tengo libros en mi biblioteca que jamás voy a leer. Me emborracho con facilidad cuando la mujer que está cenando conmigo suelta una gran variedad de colores en su risa. Soy hermoso en una primera cita; en la segunda ya se me notan las arrugas de la primera. Hago trampa cuando juego a cualquier cosa porque ganar me parece tan absurdo como perder. Me encanta todo lo que hay dentro de los baños de las mujeres que viven solas. Siempre digo una palabra de más que lo estropea todo. Prometen que volverán a invitarme cualquier noche; pero yo sé que mienten cuando el equilibrio falla en el preciso instante en que mi brazo busca la manga del abrigo poco antes de que me abran la puerta de calle.

Me gusta el clima melancólico de los bares cuando están a punto de cerrar.

Algo hice -no sé cómo pero lo supo- a la tarde, mientras ella trabajaba. Tengo un barrio, tengo amigos. No soy el jefe. Acabo de cumplir diez años. Vivimos los dos solos en un pequeño departamento lleno de ilusiones. Paso la mayor parte del día sin que nadie me controle: tengo las llaves de mi casa y fumo los cigarrillos que los amantes de mi madre dejan haciendo equilibrio en el borde del cenicero. Ahora es de noche. Ella cocina, cansada. Y de pronto me da la espalda, cocina y me habla. Pregunta. Estira y corta silencios. De vez en cuando da media vuelta para mirarme. Estoy sentado a la mesa: juego con una palabra blanda y la hago bolita, se desliza entre mi palma y la madera. Es una palabra pequeña, tiene el tamaño de una verdad a medias, breve y urgente como una mala nota en el cuaderno de comunicaciones de la escuela, suave y permanente como su beso antes de que me acueste abrigado por la noche. Hago rodar la palabrita y de repente la ubico en el centro de la mesa. Mamá llora. “La cebolla”, dice. Ahora me pregunta si fui yo el que hizo lo que se supone que ella sabe y yo finjo no recordar. Contemplo la palabrita redonda y blanda en el centro de la mesa. “Colegio pupilo”, escucho. Que me va a mandar a un colegio pupilo. Entonces aplasto con bronca la pequeña palabra. Y explota el llanto, tan rencoroso.

Llamo al mozo.

Antes de ignorarme, sonríe.

Me quedo agazapado en un rincón.

Miro por la ventana.

La heladería estaba en una esquina hacia el final de la calle Nogoyá. Se llamaba Clássico. Ahí parábamos un grupo de chicas y chicos. Algunos eran de la Paternal. El verano no era más largo, el tiempo se medía de otro modo. La mayoría de nosotros no conocía el mar. Sólo un río turbio y salado. Casas de alquiler donde los padres planeaban secretamente los divorcios. Siempre hay un verano fulminante para los matrimonios. En la heladería se mezclaban los noviazgos y las traiciones, las carreras en ciclomotores Pumita, los primeros porros, las anécdotas del taller de Pappo y los duelos a piñas que terminaban con la boca partida como una fruta tropical. Había códigos: una pareja sentada sobre un escalón era un lugar de tránsito. Los besos eran largos y a pura lengua y amargos como granos. Nuestras mujeres, que no le pertenecían a nadie, andaban por el barrio en zapatillas sembrando secretos y conspiraciones. Yo me enamoré de todas por temporadas. Ellas nos abandonaban sin piedad una tarde cualquiera con un poema malísimo a medio escribir, una alcancía a medio partir y unos acordes en la guitarra sin aprender. No importaba. Todas eran maravillosas y se reían mientras bailaban o hacían el amor. El amor se inventa en la adolescencia. O nunca. Hay días en que me pregunto qué habrá sido de ellas.

Los bares están desapareciendo a medida que mueren los gallegos.

No había de dónde sacar dinero para las vacaciones así que montábamos la carpa en la costanera, frente al aeropuerto. Te vas a morir sin viajar en avión pero te gustaba mirarlos como si se tratara de pájaros exóticos. Nunca aprendí a pescar. Detestabas mi ansiedad, la imposibilidad de ver atravesada una lombriz viva en el anzuelo. Tengo una palabra tuya bien amarrada a la sombra de un último gesto. Palabra de plomo librándose de la tensa superficie de un horizonte donde compartir era un esperar con toda la atención apoyada en la yema de los dedos. Me gustaba verte fumar tus 43/70, la petaca de whisky, un mate entre hombres. Tu imaginaria vocación de sacar a la superficie cualquier agónica recompensa por tu espera. Dejo la mirada puesta en algún pliegue oscuro de la noche.

Enciendo un cigarrillo.

Hoy murió mi padre.

El mozo me sirve otra medida de whisky.

Nací de una costilla. Rota. De una mujer con una costilla rota –diecinueve años–, a la que obligaron a huir de Uruguay. Vine al mundo sin largar un solo llanto, completamente indiferente. Y morado como si hubiera intentando suicidarme con el cordón umbilical. No me sorprende. Nací un 12 de septiembre, a las dos y cuarto de la tarde. Ignoro mi carta Astral. Tuve una infancia feliz porque las mujeres que me criaron eran capaces de hacer de una nuez toda una Navidad. Mi adolescencia no fue tormentosa pero, como todo desdichado, lo único que quería era crecer.

Un día como hoy llegaré a preguntármelo. ¿Qué le dirías si tuvieras otra vez la oportunidad de hablarle? Palabra de colmillos afilados. Todos tenemos una palabra que nos persigue hasta el final de nuestros días. Dicen que mi padre fue a verme una semana después de mi nacimiento. Si hubiera estado en el momento del parto, puedo imaginármelo perfectamente pensando aquello que Hemingway le hace decir a uno de sus personajes en Adiós a las armas: “¡Parecía un murciélago ensangrentado!” Un tipo extraño, mi padre. Muchas veces intenté darle forma a su silencio en mis escritos. No pude. Así que jamás fui capaz de escribir la gran novela sobre el padre. No ya Los hermanos Karamazov, pero al menos una al estilo Paul Auster. En cambio, durante años, me dediqué a leer toda clase de cuentos sobre padres e hijos y esa novela hermosa que se llama Cineclub de David Gilmour que me llevó de la mano al cine, primero a El espejo de Tarkovski y enseguida a El regreso de Zvyagintsev y Ladrón de bicicletas de De Sica, El verano de Kikujiro de Kitano y El hijo de los hermanos Dardenne. No sé ya cuántos otros libros y películas. En ninguna parte encontré a mi padre entre todos esos hermanos espirituales míos. ¿Un personaje inverosímil, mi padre? No. El enigma estuvo siempre sobre la mesa, como aquello de la carta robada de Poe.

Llamo al mozo.

Si yo ahora te preguntara quién es tu padre, seguramente serías capaz de contarme un montón de trivialidades y también otras que considerás profundas. Quizás me cuentes cuatro o cinco momentos que se hundieron en tu psiquis como un dedo sobre la arena: un domingo de pesca, acaso una conversación íntima con una sola luz de testigo, la primera vez que lo viste vulnerable. Tampoco tienen por qué ser grandes cosas ni debería generarte demasiado esfuerzo hablar, por ejemplo, de los grupos musicales que solía escuchar cuando era joven y que vos rechazaste la tarde en que entusiasmado te invitó a sentarte junto a él en el sillón del living y actuaste con desdén porque, claro, cada cual en su época. Hasta que te llegaron los inexorables treinta años y te diste cuenta de una verdad que te llevó de la mano a tu propio desprecio. En lo aparentemente trivial se puede encontrar lo más profundo de una persona, sus raíces más frágiles. Podrías hablarme del barrio en el que se crió, los compinches que fue perdiendo con el tiempo, su primera novia o el inenarrable debut sexual, ese mejor amigo que continúa firme como un faro y al que es preciso silenciar en las reuniones que terminan en borracheras porque podría hablarte sin patinar de un montón de cosas sobre tu padre. Ahora vos sabés, o deberías, que nadie se elige tan deliberadamente a sí mismo como cuando tiene la obligación de educar a un hijo. 

Quizás sepas cuál es su película preferida, un arrepentimiento, el restaurante al que suele ir cuando se siente nostálgico, el talle de la camisa que ignoraste durante tanto tiempo. Seguramente puedas decirme a que huele su perfume mezcla de tabaco y la metáfora al pronunciarla te provoque risa, parecida a la tuya, y puedas acertar en lo que la provoca, hablarme de su cuerpo, un lunar, cierta cicatriz dibujada por muchas versiones, sus recurrentes chistes y lo que lo enoja hasta el absurdo y qué no le regalarías jamás para su cumpleaños, por ejemplo. Yo no podría contarte nada, amigo. Esperá un segundo, no te vayas. No encontré a mi padre en ninguna parte. Cuantos más libros leía o películas miraba, más se alejaba. ¿Siempre buscamos en los lugares equivocados? Tal vez lo que llamamos encontrar sucede al margen de nuestra voluntad. Sólo una cosa me llevé de aquella travesía de ficciones: su fotografía. La similitud entre Carver y mi padre -en una fotografía de una edición española de Tres rosas amarillas- es verdaderamente asombrosa. Raymond Carver se deja fotografiar de frente a la cámara, tiene un gesto complaciente y sereno, pero es en la mirada donde se puede vislumbrar un pozo de angustia y, al fondo, una laguna cristalina donde flota muerta una herida antigua y que yo sospecho tiene que ver con algo que Richard Ford escribe en uno de sus libros, un capítulo dedicado a su amigo a quien conoció en el año 1977. “En una ocasión visitamos Provincetown. Era noviembre y dábamos un paseo por la playa fría al atardecer, cuando, por el camino, Ray empezó a hablarme de un problema en el que se había metido su hija –a la que quería muchísimo- en el estado de Washington. Al parecer, había un motorista implicado en el asunto; se trataba de un episodio de mala conducta, de cierta actividad ilegal. Se angustiaba por haber quedado al margen de esa parte de su vida, y volver atrás no era posible. 'Me gustaría poder hacer algo', dijo, fumando un cigarrillo en la fría brisa con el cuello de su no muy adecuado chaquetón subido hasta la barbilla. 'Juro por Dios, Richard, que contrataría a alguien para que matara a ese motorista. Lo haría. Claro que lo haría. ¿Sabes?', agregó. Y me miró; parecía atormentado por los acontecimientos. 'Lo mataría yo mismo si no supiera que me iban a agarrar. Sería el primero al que buscarían, por supuesto'”.

En la fotografía, Carver está ligeramente cruzado de brazos, medio cuerpo tomado por la cámara. Hay algo de impaciencia en su postura. Recorté esa fotografía de la solapa del libro y salí a comprar un portarretrato. Todavía conservo ese portarretrato de madera sobre mi mesa de luz: la foto de Norberto Raymond Nogan Carver, mi padre. Algunas veces la contemplo y le hago tantas preguntas que terminan formando una maraña de angustia. Siempre comienzo por el mismo lugar:

¿Quién eras?

Llamo al mozo, pago.

Las manos en el bolsillo del saco me recuerdan que tengo un auto estacionado. Una casa de alquiler. Una cama sin tender. Tal vez, una luz encendida. Tengo dinero suficiente como para cambiarme el nombre y jugar a ser otro pero prefiero caminar. Encenderle un cigarrillo al hombre que vende garrapiñadas frente al cine. Es mentira que la calle Corrientes tiene sus librerías abiertas toda la noche, no al menos para los borrachos. Cruzo la calle como si me llevaran del brazo como a un niño que se convertirá en algo parecido a un hombre cuando llegue a la esquina de una ciudad que se apaga en silencio.

A cuenta dejé saldada una copa en el bar para cualquier desconocido que esté agonizando entre las palabras.