No hace falta mucho esfuerzo para imaginar el recorrido del entramado de control y poder del Estado (a través del sistema penal) sobre esta mujer presa desde octubre de 2016. Hay un hombre muerto y una mujer acusada de haberlo matado con intención (el homicidio es un delito doloso, requiere la intención de matar). A ella se le imputa el delito como si fuese una predadora que salió a pasear con el cuchillo para matar a su víctima. Sin embargo, ella misma estaba herida cuando la detuvieron en el lugar del hecho, aunque no recibió atención médica ni protección legal adecuada, esenciales para que el expediente de cuenta más o menos veraz de lo que pudo haber sucedido. No se escuchó su versión de los hechos por la voluntad expresa de desoírla, en incumplimiento de protocolos que debieran ser de rigor. Del lado del hombre víctima del presunto homicidio, en cambio, parece haberse escuchado bastante. Se dice que ella propinó el puntazo que le causó la muerte, aunque nadie explica de dónde salió esa acción, de la mano al cuchillo, al pecho del hombre muerto, ni por qué ella estaba tan golpeada que quedó inconsciente. Lo que el sistema de justicia penal hizo desde el hecho hasta el presente no es más que exudar cuán contaminado de ideología patriarcal está, cuán fuerte es la dimensión moral sexual de sus prácticas y el control que intenta ejercer (ejerce) sobre las mujeres. Higui es depositaria de la desconfianza que para el derecho merece la palabra de las mujeres, en particular el derecho penal y sus operadores. Si Higui fuera víctima de un delito de robo, una salidera bancaria, por ejemplo, y hubiese descargado un arma entera contra alguien que se denominaría “el chorro”, ¿serían diferentes su presente y su carátula del expediente? ¿Estaría presa? Suele circular el ejemplo, que repito porque me parece didáctico y atinado, del “consentimiento” en la violación para determinar si hubo o no delito. Se observa que en un escenario de robo a una mujer, la entrega al ladrón del dinero que ella tenga en su poder para atenuar la violencia del hecho no hace dudar de su conducta (¡si no entregaba el dinero el chorro la podía matar!). Ahora, la conducta de la mujer que pide a su atacante sexual que use un condón o que decide no pelear para que la violación no la hiera de muerte, es puesta en duda (¿consintió el acto? ¿hubo delito?). Esta mujer es juzgada moralmente desde una posición tomada, machista desde luego, utilizando al derecho penal para imponer un juicio de valor moral (enmarcado en la cultura patriarcal), lejos de su “misión”, que sería sancionar una conducta tipificada como delito. Algo así ocurrió en el caso de Higui Jesús.  

Cuando ella logró hablar, ya fuera del expediente que caratuló su acción como  “homicidio”, dijo que el hombre y su patota de amigos eran agresores reincidentes, le pegaban, insultaban, escupían, amenazaban, y esa noche intentaron violarla. El hombre que resultó muerto intentó violarla, se le tiró encima y ella, con las ropas ya destrozadas, sacó un cuchillo para defenderse. En su defensa el agresor terminó muerto. Me pregunto qué hubiera pasado si Higui fracasaba en tomar el cuchillo y el hombre terminaba lo que empezó: la violación, los golpes, quizás su muerte. Me respondo antes de terminar la pregunta: estaríamos sumando otra convocatoria a una plaza, otro femicidio. ¿Le sería más fácil al derecho penal que ella resultara muerta en vez de haber sido alguien que decidida a no ser víctima de ninguna patada, empujón, trompada, escupida, o violación más? Higui es lesbiana, no es un dato menor ni que intente ignorar. Pienso con los elementos jurídicos que tengo a mi alcance, con los datos en que debió fundarse la racionalidad de los actos que le propinó el sistema de justicia desde el 16 de octubre. Esos datos son los Principios de Yogyakarta, las resoluciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, los dichos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, la CEDAW, la Convención de Belem do Pará, las leyes nacionales que reflejan estos tratados, y el Código Penal actual. Y pienso cómo todo el conjunto fue deliberadamente dejado de lado, para marcar un mensaje de dominación y desprecio.  

Participan todos los actores del Estado, la policía, los médicos forenses, la fiscal, el juez, en fin, todos. Nunca deja de sorprender la fuerza del derecho como controlador social, la fuerza centrífuga del patriarcado que se constituye sin pestañear en el punto de vista del pater, del machismo dominante, aún rompiendo los bordes de la legalidad de su accionar. ¿Cómo es posible que el derecho penal (nuestra ley sustantiva), todavía reaccione evidenciando un androcentrismo tan fuerte, que actúe automáticamente en cada paso procesal de manera tan opuesta a como debiera actuar si aplicara todos estos principios que no son caprichosos sino que siempre deben ser cotejados al aplicar la ley sustantiva?

El factor L

Repasando, ¿qué dicen estos principios? Que la violencia homofóbica (omnipresente en este caso) “constituye una forma de violencia de género impulsada por el deseo de castigar a quienes se considera que desafían las normas de género”. Aunque debería avanzarse hacia una protección específica para lesbianas, ya que continuar invisibilizando el lesbianismo no hace más que profundizar la violencia homofóbica, aún con los elementos jurídicos con que contamos hasta ahora, el caso de Higui debió considerarse con la perspectiva de la violencia de género ejercida sobre ella. ¿Hay mayor complejidad en este caso que dificulta que se mire sin la vagancia binaria del derecho penal (hay / no hay conducta típica y culpable)?  

Por un lado parece haber un reverso de la agresión violenta del perpetrador, es decir la intención de la mujer de defenderse, hasta ahora ignorada. Sin dudas el agresor (los agresores) actúa contra Higui porque es lesbiana. ¿Puede este “sin dudas” sopesarse en el caso por la policía, la fiscal o el juez al momento de decidir si se le imputa algún delito, y dejarla detenida? No solo puede, sino que debe, debió hacerse.   

Si Higui tuviera en su menú de opciones el acceso a la justicia y no el destierro a la injusticia, su inocencia debería presumirse. No debe dejarse de lado el contexto de la violencia de género que afecta su vida y decisiones. Aunque este contexto fuera imperceptible para los operadores de la justicia, éstos están obligados a tomar en cuenta la interseccionalidad del género y la orientación sexual de la persona, que están unidos de manera indivisible a otros factores que afectan su vida, como su raza, clase, edad, etc. Así lo enuncia la Recomendación 28 del Comité de la CEDAW a la Argentina desde el año 2010, lo que es de cumplimiento obligatorio para el Estado. Higui tiene derecho a que se utilicen en su tratamiento todos los recursos eficaces, adecuados y apropiados para su defensa. Esto es lo que debió haber hecho cada agente del Estado que intervino en el caso: indagar con perspectiva de género y con el criterio de interseccionalidad, en todos los elementos alrededor del hecho que se investiga, aplicando los principios de los tratados y los que la ley de violencia impone, en todas las instancias por parte de todos los operadores.  

Existe un sistema de profusión de conductas violentas que el Estado no debe amparar. Es por eso que la ley le impone la obligación de “generar los medios necesarios para lograr los fines perseguidos por la norma (una vida libre de violencias), para lo cual [la ley] establece un principio de amplitud probatoria “para acreditar los hechos denunciados, teniendo en cuenta las circunstancias especiales en las que se desarrollan los actos de violencia y quiénes son sus naturales testigos...”, es decir, “tanto para tener por acreditados los hechos cuanto para resolver en un fallo al respecto”. Muy en el otro espectro de esta norma, en el caso de Higui se cuenta que no se preservaron las ropas que podrían servir como prueba de su ataque, los testigos se contradicen pero tampoco se han procurado otras voces, y no ha habido ninguna actividad en su defensa ni en la propia acusación hacia un proceso justo, excepto la designación de Raquel Hermida Leyenda en su defensa (esto último no imputable al Estado, claro está).  

Higui dice que se defendió de golpes y ante la amenaza de ser violada. Debe escucharse e indagarse, en este contexto, si hubo otros agresores, y si su defensa fue proporcional a la tentativa. Se le debe creer. Desestimar su relato, no indagando en su contexto, es antijurídico y conlleva la responsabilidad del Estado, además de una tremenda injusticia. Contar con un marco jurídico más adecuado es muy importante, aunque no será suficiente nunca si tenemos un Estado que funciona en una dimensión paralela, reproduciendo, permitiendo o siendo cómplice del poder que asegura la vigencia de los principios patriarcales subyacentes sin ensuciarse, precisamente porque cuenta con estos instrumentos de protección que estaría apoyando y promoviendo en una dimensión solo aparente.   

Es por esto que la violencia de género es un acto político. La violencia contra Higui ejercida por sus agresores y la ejercida por el propio sistema de justicia, son también actos políticos, promovidos o tolerados por el Estado, y por lo tanto el mensaje que emanan es la valoración de la dominación. En cada instancia en que resistamos este mensaje, estaremos avanzando hacia una justicia no sexista. Y con un poco de suerte, hacia la liberación inmediata de Higui y una nueva carátula para su caso.