En el mes en el que se cumple el 35º aniversario del desembarco que dio lugar a la guerra de Malvinas, este hecho traumático para mi generación vuelve a interpelarme, esta vez a través de la película Frantz de François Ozon. Malvinas movilizó en su momento y sigue movilizando a la vez sentimientos antibelicistas y sensibilidad gay. Quizás nadie lo expresó con tan implacable lucidez como Néstor Perlongher cuando escribió en 1982 que “el solo hecho de que guapos adolescentes en la flor de la edad sean sacrificados en nombre de unos islotes insalubres es una razón de sobra para denunciar este triste sainete, que obra mediante el casamiento de estos muchachos con la muerte”.

Pero Frantz evoca también Malvinas porque el texto escolar más difundido en su momento es esa historia de amor interrumpida por la muerte que constituye el poema de Jorge Luis Borges, “Juan López y John Ward”. El filme de Ozon en efecto parece la extrapolación fílmica del relato borgeano. Dos muchachos, Adrien (Pierre Niney) y Frantz (Anton von Lucke): un francés y un alemán. El francés sabe alemán y ama la cultura de Goethe. El alemán ama la Ciudad Luz, la música y la ópera de París. Ambos tocan el violín. Son tan parecidos en sus sensibilidades y formas de ser que queda claro que hubieran podido ser amigos. Sin embargo, se ven una sola vez, cara a cara en las trincheras de la Primera Guerra Mundial y la diferencia con el poema de Borges es que hay un solo Caín y un solo Abel. 

Adrien parece sobrevivir solo para evocar a su víctima. Obsesionado como el criminal que vuelve a la escena del delito viaja al pueblito francés de donde es oriundo Frantz, deposita diariamente flores en su tumba e intenta establecer relaciones con la familia del fallecido. Y acá entramos quizás en otro relato de Borges: quizás El impostor inverosímil Tom Castro  de la Historia universal de la infamia y, sin dudas, La intrusa.

Adrien conoce en el cementerio a la novia de Frantz, Anna (Paula Beer) y ella es la intermediaria que posibilita que Adrien sueñe lo que hubiera podido vivir con Frantz. Así imagina una tarde soleada, los dos muchachos como amigos, en la romántica París, recorriendo juntos el Museo del Louvre y deteniéndose en el lienzo de un joven pintado por Edouard Manet. El homoerotismo que impregna la película (no casualmente es evocado el poeta Paul Verlaine) y que se manifiesta tan pronto en el registro moroso de la cámara sobre el cuerpo desnudo y el bulto de los genitales de Adrien o en la escena en donde Adrien se imagina enseñándole a Frantz a tocar el violín, en medio de movimientos que asemejan el apareo de una cópula musical, encuentra su plenitud en el momento del breve encuentro en el que los dos jóvenes se miran largamente a los ojos y el soldado francés dispara sobre el alemán. Entonces estalla una bomba y el cuerpo de Adrien cae sobre una fosa al lado del de su víctima y pasa minutos o siglos contemplando y acariciando su rostro ensangrentado, acostado y abrazado junto a él. Como a todos los amores prohibidos solo la muerte puede juntarlos. Pero les es negado el destino de amantes que les concede Borges. Como a Abelardo y a Eloísa, a Juan López y a John Ward los entierran juntos. En cambio a Adrien solo le queda el recuerdo obsesivo, el fantasma amado que persigue a su victimario como en Cumbres borrascosas, y también las recurrentes entradas y salidas en los neuropsiquiátricos, una vida de mentiras y el casamiento apresurado por una madre dominante que quiere una vida normal para su hijo.