La negativa del Senado de Santa Fe a autorizar el desafuero de uno de sus miembros es una respuesta defensiva que desafía cualquier parámetro de evaluación democrática. Sin embargo, el episodio también nos recuerda los retos que aún tiene pendientes el sistema político provincial, derivados en buena medida, de un diseño institucional que pudo resultar funcional medio siglo atrás, pero ya no se ajusta a los estándares democráticos actuales.

El gesto del Senado no solo desnaturaliza el sentido para la que fue concebida la inmunidad parlamentaria –garantizar la libertad de opinión y expresión de los legisladores-, sino también desnuda la desventaja que percibe todo ciudadano común desprovisto de esa condición. Al abusar de este recurso los legisladores parecen no dimensionar que las sociedades mantienen una vigilancia activa sobre sus representantes y muestran baja tolerancia frente a privilegios irritantes que, como en este caso, permiten eludir el alcance de la Justicia, convirtiendo un ámbito de deliberación pública esencial de la democracia, en un mero refugio.

Una de las principales fuentes de malestar de las democracias contemporáneas proviene precisamente, del distanciamiento entre representantes y representados, una brecha que favorece la gestación de un clima anti-político del que luego se valen los líderes populistas para vaciar por dentro las instituciones democráticas.

Que esta lógica corporativa tenga larga data no es un atenuante para aceptar con resignación, una conducta que ofende el sentido común y desmerece logros que Santa Fe ha tenido en su experiencia democrática. Esas prácticas parecen más afines a provincias que mantienen resabios patrimonialistas y semi-feudales en las que el reeleccionismo y la falta de alternancia, moldean un régimen “híbrido” cuyo único rasgo democrático reconocible son las elecciones periódicas.

Santa Fe, en cambio, muestra un escenario electoral competitivo y una alternancia que revela una dinámica política, fluida y plural, propia de una democracia vigorosa y compleja. Estos rasgos son importantes pero no bastan. En primer lugar, Santa Fe no está ajena a las restricciones e imperfecciones que padece la democracia a nivel nacional, y enfrenta desafíos propios que dependen de la voluntad política de sus gobiernos y de sus destrezas para construir compromisos perdurables con la oposición.

Entre sus asignaturas pendientes sobresale la necesidad de aggiornar su diseño constitucional, una reforma aplazada tras varios intentos frustrados. Cada vez que ella fue impulsada desde el oficialismo fue puesta bajo sospecha por la oposición. Eso prueba que no basta la voluntad política de un gobierno si no se generan incentivos para que la oposición se sienta más involucrada y comprometida con esa agenda. Ella es una herramienta indispensable para promover otra distribución del poder (político y territorial), y otra relación entre estado y sociedad.

La Constitución vigente refleja un paradigma de la democracia que no se corresponde con los parámetros actuales. El modo en que se distribuyen las 50 bancas de la Cámara de Diputados (28 para la fuerza más votada y las otras 22 entre las fuerzas restantes), revela una idea de democracia previa a las corrientes teóricas que arribarían con la tercera oleada democratizadora de los '70. El énfasis ya no recae solo en el rol de la mayoría, sino que una democracia es considerada más democrática cuanto más respetuosa sea de las minorías. Se alega que la Constitución buscó asegurar la “gobernabilidad” en momentos muy críticos de nuestra vida política, un tema que aún preocupa, pero no del mismo modo que en 1962. Hoy no se habla de gobernabilidad a secas sino de gobernabilidad -o gobernanza- “democrática”, es decir, asociada a nuevas exigencias en la forma de concebir el ejercicio del poder, la rendición de cuentas y el trato de la ciudadanía.

El comportamiento del Senado santafesino también puso en evidencia otros anacronismos de la Constitución provincial: ésta otorga inmunidades legislativas (la de proceso en este caso), que ya no existen en la Constitución Nacional, creando una brecha en el modo en que esa protección es considerada en una y otra jurisdicción.

La reforma constitucional es parte decisiva de una agenda democrática que haga posible otra distribución del poder político -rediseñando la Legislatura-, y territorial -consagrando la autonomía municipal contemplada por la Constitución Nacional de 1994. Seis décadas atrás, lo local carecía de la relevancia que ganó a partir de los '90, sumando responsabilidades que permitieron una mejor proximidad con las demandas ciudadanas. Por último, la reforma también ofrecerá la oportunidad de actualizar nuestro catálogo de derechos, traduciendo en su texto, las luchas y conquistas ciudadanas acumuladas en las últimas décadas.

Hay un capítulo de esta agenda que no pasa por la reforma constitucional. Santa Fe debe acordar un modo de gestionar la seguridad pública que no esté basado en la conducción autónoma de su policía. Esta es una deuda que comparte con otras provincias, un paso pendiente cuyo equivalente nacional se remonta a los años 90, cuando las Fuerzas Armadas fueron subordinadas al poder civil. Esto aún no tiene correlato en el orden subnacional, pese a que se trata de un aspecto crucial que alude al monopolio estatal de la violencia y a la expectativa de que se haga un uso legítimo de ese poder de coerción que la sociedad le ha confiado para su protección.

Reforma constitucional, otra distribución del poder político y territorial, un nuevo catálogo de derechos y una policía subordinada a las autoridades democráticas electas, son algunos tópicos de una agenda que pondría a Santa Fe a tono con los estándares democráticos de este tiempo.

 

Desde 1983, Santa Fe protagonizó debates públicos intensos y vivaces que ensancharon su democracia y la calidad de sus instituciones. La derogación de la Ley de Lemas, es uno de esos momentos emblemáticos en el que confluyeron una sociedad activa, una dirigencia con capacidad de escucha y gobernantes dispuestos a renunciar al auto-interés partidario. El compromiso del exgobernador Jorge Obeid de derogar la ley, una vez electo, fue un gesto ejemplar de empatía con una sociedad descontenta, aun cuando al hacerlo, despojaba a su partido de una herramienta electoral con la que resultó imbatible. Recrear esa sinergia es posible, pero como ilustra este caso, exige renunciar al “patriotismo de partido”, ese reflejo autorreferencial al que parecen tan afectos nuestros dirigentes, aun a riesgo de ampliar su distancia con una sociedad que no los dejará de vigilar y observar.

* Politólogo