La pandemia reflotó ideas enterradas por obsoletas, cuando son las potencias del mundo quienes demuestran su vigencia. Interpelados, nos damos licencia para repensar una serie de cuestiones.

En la década de 1950, el estructuralismo latinoamericano ya hablaba de algo llamado heterogeneidad estructural. Este concepto combina la presencia de una menor productividad en los países periféricos respecto de los centrales, y también la coexistencia de niveles de productividad muy dispares entre los sectores productivos de los países periféricos frente a los niveles de productividad convergentes de los países centrales. El menor y más desigual nivel de productividad de la periferia, donde se ubica Argentina, provoca que trabaje a un nivel de costos mayor, resultando en una producción y valor agregado inferior y una apropiación menor y disímilmente distribuida de los ingresos, lo que se espeja en la calidad de vida de la población y su desarrollo económico. En el centro, sucede lo opuesto.

El nivel de heterogeneidad de los entramados productivos no es un atributo natural de los países, sino que es un reflejo del diseño de sus políticas públicas. Cuando estas se basaron en criterios de rentabilidad de corto plazo, nublaron la oportunidad de tener una intervención estatal orientada al desarrollo económico. En Argentina, atestiguamos el “descarte” de sectores productivos por no cumplir con estándares de eficiencia y productividad, en lugar de estimular su crecimiento dado su carácter estratégico para el progreso del país. Ejemplos en esa dirección, serían el de los fundidores en particular (transversal a toda la industria) y el de la industria manufacturera en general (mayor fuente de empleo y valor agregado del país).

En la experiencia de los países desarrollados, subyace una visión diferente. Su desarrollo es producto de la intervención inteligente de Estados que delinearon un andamiaje de políticas públicas para la promoción de sectores estratégicos, con esquemas de incentivos, creación y utilización de empresas públicas para la tracción de procesos productivos, política de comercio exterior alineada a sus objetivos productivos, financiamiento accesible, etc.

Múltiples son los casos donde las naciones de los países centrales encararon procesos de desarrollo económico a través de sus activos públicos, estimulando la generación de proveedores que fortalezcan la cadena productiva, procesos de innovación, educación y empleo calificado, favoreciendo su extensión y presencia a nivel internacional. Son empresas estatales como la hidrocarburífera Equinor en Noruega, la NASA en EEUU, la Corporación Estatal de la Red Eléctrica de China, entre otras. En 2019, la revista Forbes señalaba que Estados Unidos era el país con mayor cantidad de grandes empresas públicas, seguido por China y Japón respectivamente.

Esto no nos pone en la falsa dicotomía de tener que elegir entre empresas públicas o privadas, sino que vigoriza la necesidad del trabajo mancomunado entre ambas, para tender a la robustez del engranaje productivo. Los casos citados no aseguran por sí solos el desarrollo económico de estos países, pero sí han actuado como condiciones necesarias para alcanzarlo dentro de una planificación integral. Ello nos da perspectiva y nos permite poner en valor empresas con participación estatal mayoritaria como la hidrocarburífera YPF, INVAP con sus desarrollos en tecnología nuclear y satelital, Astillero Río Santiago con sus construcciones navales y metalmecánicas, Trenes Argentinos con su ingeniería ferroviaria, etc.

Las empresas públicas poseen un elevado potencial para estimular eslabonamientos hacia adelante y atrás en las cadenas de valor. Generan demanda en áreas estratégicas, ya sea por el valor que agregan o por cubrir determinadas necesidades de la población, y traccionan el desarrollo de innovaciones por parte de proveedores que de otra manera no tendrían escala ni mercado para llevarlo adelante, de forma que luego se derramen al resto del entramado productivo, mejorando la productividad, los costos, y la apropiación y distribución de los ingresos. A su vez, en momentos de crisis como la actual pandemia, pueden utilizarse como medios de canalización de las inversiones públicas, o a modo de salvataje, como sucedió en las potencias.

Es imperioso reconocer en el Estado el agente indicado para conducir la explotación de determinados recursos y activos estratégicos. Con el sabor todavía amargo de las privatizaciones de los noventa, vemos que esta nunca fue una variable expedida al libre albedrío en el centro. La diferencia con un país periférico como Argentina, pareciera radicar en los avances y retrocesos propios de los virajes de nuestra historia económica, que no permitieron utilizar estas herramientas para delimitar un sendero virtuoso de crecimiento. Encontrar dicho camino no es tarea fácil, por lo que se necesita una mano que guíe y apuntale el rumbo. Esa mano, que debe estar bien visible, es la del Estado inteligente.

* Economista (UBA). Maestranda en Economía Política (Flacso).