A Aldo, como siempre...

"De aquel jarro de vino, que a nadie perjudica, llena tu copa y bebe, y sírveme a mi otra, muchacho, antes de que haga, sin prestar atención,con tu tierra y la mía, un jarro el alfarero".

Omar Khayyam

 

Durante años de docencia, he difundido entre los alumnos la lectura de las tragedias  y su origen a partir de las orgías y el mito de Dioniso. Por ejemplo: Las bacantes, Edipo, Antígona, Ifigenia. Lograba por ese medio que hablaran de las adicciones y que no se sintieran tan mal cuando las padecían. Durante el transcurso del año, continuaba con el El gato Negro, La madre De Ernesto, Emma Zunz, Esa Mujer, El Villorio y en otros ámbitos, con la obra de Fitzgerald, Dostoiesky, Wilde y tantos otros. La mayoría de esos autores muy diferentes tenían algo en común, algo que yo jamás he padecido o gozado... el alcoholismo, tal vez por eso, no me percataba de que esas lecturas incentivaban mi propensión a proteger a los alcohólicos. A Ramón, a Omar o a Gigi Rivas, a quienes trataba como a cualquiera, obviando el hecho de su condición, que Ramón, después de una extrema borrachera, se encargó de aclarar. "No me ayudés más, Papá, yo no puedo volver", me dijo y a los pocos días murió en un banco de la plaza por el frío de Agosto. "Yo no puedo volver", esas palabras resonaban en mí como una sentencia de las tragedias o del Antiguo Testamento y durante algunos día sirvieron para que me interrogara acerca del sentido de mi vida, perturbada por esas palabras. Sentí como si me acercara a una fidelidad que se presentaba en los estertores de un aliento como si nada quedara por ocultar. Pese a todo, la banalidad de lo cotidiano, en el borramiento de su absurda transparencia, lograba que sumergiese en el olvido, la convicción de esa sentencia y una noche escondí la secreta damajuana de vino que Gigi Rivas dejaba en el zaguán de mi casa, hasta que cerraran el taller donde lo dejaban pernoctar como sereno. No sé cómo se me ocurrió, fue un acto estúpido como esos que suelen jalonar nuestra vida y a los que, pasado el momento, no les encontramos explicación. Lo cierto es que al otro día, desbordado por la abstinencia, Gigi temblaba y apenas podía pronunciar palabra. Inmediatamente comprendí lo cruel e insensato de mi acto. Yo sabía y debía haber comprendido que ambos, tanto él como Ramón, habían arribado al fondo de una verdad, corroborando lo buenos que somos para el sin sentido y la muerte. Como sea, Gigi estaba desesperado y yo me reproché mi cordura racional en la impostura del que nada padece. Eso sí, no le negué mi responsabilidad en la broma macabra, mi diezmo de maldad insurgente que traté de mitigar con las estupideces que nos consuelan, como ser: carpe diem, la dicha de estar vivo, qué lindo es soñar, dije, aunque mi estado hiciera inconvincentes mis palabras. Gigi me miró tembloroso y desesperado como diciendo: ¿y después qué? Su mueca de dolor era lacerante y estaba más allá de una posible descarga de su ira, de su violencia contenida, de sus oscuras razones reprimidas bajo la euforia momentánea del alcohol. En algún momento, creo haber percibido una cierta dignidad desafiante que insinuaba su búsqueda de un último trago, un sesgo de vanidad en su extrema condición y di por sentado que poseía un saber en la vivencia que yo jamás alcanzaría, algo que rozaba el dicho de Ramón y que me mostraba el límite de algo inalcanzable en la asidua fatuidad de la cordura. Esa noche soñé con una frase de Jack London: El alcohol no deja soñar al soñador, mientras yo miraba con impotencia cómo alguien se ahogaba en un remanso de nuestro río. Posiblemente era yo. Desperté acongojado. La frase de London rondaba a mi alrededor y me imponía la suspicacia de que, siendo un bebedor empedernido, había soñado, sin embargo, un sueño fantástico: "De ratoncitos y de hombres". No por casualidad, en el transcurso de esa semana, fui varias veces al centro Catalán, intentando encontrar al bebedor consuetudinario y gran poeta, que yo sentía mi amigo: En mí resonaban algunos de sus versos: "En el plural espejo de las botellas vi mi boca sangrando el plasma secreto y altivo de imposible" o "Porque la muerte está al principio para que el signo esplenda más allá del sueño", pues yo quería escuchar de su vivencia si el alcohol es la pauta de un olvido o del vértigo momentáneo que inscribe en la sangre la cadencia poética de un desarraigo. Yo creía que ese hombre, altivo en su condición inapropiada, podía revelarme un secreto, pero sólo accedió a insinuar una queja que pareció ocupar todo el sentido. "Soy nada más que palabras", dijo y fue una invitación a que me fuese, para que él pudiese descender al encuentro de sus recónditos fantasmas. De regreso a mi casa, con la persistente incertidumbre, recordaba a cada paso, los versos de su Antífona: La leyenda ‑se sueña‑ tal es mi reino. No hay reino: sólo el harapo silencioso, el enigma de ceniza que te ilustra. Sus palabras continuaban asediándome: un sueño, es el reino que no hay, sólo silencio, harapo, enigma de cenizas. Creí comprender que había abolido la ilusión y que el alcohol era la clave que euforizaba la intensidad de su trazo, con la "cómplice palidez de la página en blanco", anhelando el fervor de lo poético, algo que escapa a la convención, aún en el ademán insensato de escribir, con que la escritura se abre al movimiento de un saber, tras la zozobra de una búsqueda incesante. En fin, me dije, no sustraigo algo más, tampoco algo menos, un hueco en el relieve, algo que no se deja designar y sin embargo, es la constante deriva que permite la persistencia de perderse en uno mismo. Una pregunta más, tal vez una respuesta menos... Por unos meses acometí esa rutinaria tarea pero, hacia mediados del otoño, cuando las flores extenuaban la cualidad envolvente del perfume que embriaga los sentidos, un mediodía, como solía ser su costumbre, Ladislao, un linyera que rondaba en las inmediaciones del parque, tocó a mi puerta mendigando en la usura de una ración alimenticia. Como cuando era chico, no resistí la tentación de acompañarlo, con el pretexto de disfrutar el solidario sol del mediodía y compartir lo que había preparado. Nos sentamos en un banco que da a Cochabamba y a boca de jarro, vulnerando su intimidad silenciosa, le pregunté si soñaba: "Sí, me dijo: siempre con la última copa".