Hay dos textos de menos de diez líneas que funcionan como epígrafes al conjunto de crónicas de Alejandro Modarelli, aunque uno de ellos no es exactamente un epígrafe. El primero es una cita de Hegel en la que el filósofo alemán se refiere al ser humano como una “noche”, una nada vacía que a la vez lo contiene todo, “una noche que se torna cada vez más espantosa” y que se vislumbra cuando nos miramos a los ojos. La noche del mundo no es otra cosa que el hombre mismo. El segundo texto es un apartado del propio Modarelli, y da cuenta del contexto -un viaje de Bogotá a Buenos Aires- a partir del cual se reunieron las crónicas que conforman el libro: “En el asiento del avión empecé a volar a solas adentro de mí mismo. Mientras me asfixiaba por culpa de un neumotórax […] les dije a los amigos, con los pulmones casi vacíos: me muero, chau chicas. Poco después entré en coma y el avión forzó su aterrizaje en Santa Cruz de la Sierra”. En coma, el paciente Modarelli tuvo sus propios viajes interiores, luego reconstruidos al despertar: “Una vez que los pulmones se resignan al escándalo de vaciarse y hacerse pasas de uva, se aquietan las palabras y las cosas, y el cuerpo se fuga hacia adentro en silencio como un caracol, como a un espacio imposible de identificar, porque carece de formas o porque le sobran las formas. Sobreviene un sueño, el más bello que uno pueda gozar después de una carrera, y así quedás inmune a los perros de la angustia y ciego a la cartografía de lo representable, como en el segundo inmediato posterior al orgasmo. En ese instante ya no hay miedo”, escribe en “Estos rieles por donde anduve”, la crónica que sirve de introducción o presentación de los “sueños” comatosos. 

Alejandro Modarelli (autor de Fiestas, baños y exilios. Los gays porteños en la última dictadura militar y de Rosa prepucio. Crónicas de sodomía, amor y bigudí) explica en su “Diario del coma” que “apenas empecé a respirar por mis propios medios, aunque todavía medio loco, fui organizando los relatos y a hacer con su materia un montaje” cuyo resultado sorprende al lector. Vayamos entonces al “Sueño I: La saga de los Kirchner en Cinecanal”, donde se recrea una serie patagónico-californiana con musicales en los que baila Cristina. “Es rubia, de ojos claros, el pelo en cascada. Al principio (pero siempre) muy joven”, escribe Modarelli. En su sueño, Cristina es la heroína de un melodrama incestuoso en el que el aparece “aquello que los argentinos llaman aún la grieta, para pintar dos universos irreconciliables, el kirchnerista y el anti, y que no es más que la imposibilidad histórica de apaciguar la violencia recíproca para dar forma, a pesar de las contradicciones, a una sociedad”. En “Sueño II: Una payada en torno al pene y la vagina. El viejo Vizcacha entre dos glandes escritores”, los protagonistas son Ariel Schettini y Carlos Moreira; en su delirio, Modarelli observa que “cuando Schettini adquiere el aire de un payador (sin abandonar el refinamiento) y arremete en verso rimado contra la vagina, exaltando lúbricamente al chongo y la verga, Moreira enfurece e inicia la respuesta, bajo las mismas leyes de la rima”. En otro sueño, “Santiago de Chile era un film noir”, Modarelli transcribe un correo electrónico a Pedro Lemebel, donde escribe: “Lamento haber caído en coma; más o menos lúcida me hubiese escapado de la clínica. Lo cierto es que era capaz de ir aunque más no fuese amortajada a Santiago a verte, porque te admiro, y sé que esa palabrita suena siempre a una forma de malentendido”. 

El coma de Modarelli se conecta de manera íntima con el padecimiento del cáncer de laringe que sufrió Lemebel (“Francisco Garamona, de la Internacional Argentina, me tiene más o menos al tanto de tu enfermedad”, le escribe); cuenta que Lemebel también vivió “eventos de un mundo paralelo”, producto de la morfina en internación, en donde un amigo le echaba cocaína en un orificio de la garganta para revivirlo.

Algunas de las crónicas que aparecen en La noche del mundo son textos Publicados en el suplemento Soy de Página/12. Hay que mencionar, entre ellos, la carta de “Despedida a Benedicto XVI”, titulada “Adiós, querida”. La carta -que no tiene desperdicio- comienza así: “Le confieso que siempre me agradó su levedad amanerada y su interés en la alta costura, Santidad; esos raros zapatitos en punta, que ahora -ya renunciada- serán de feto de cabrito, cabrito abortado; su desfile de sombreros medievales, charros y tricornios. La solemnidad también es divertida, si se tiene estilo”. Modarelli celebra -en sintonía con el Giorgio Agamben de El misterio del Mal: Benedicto XVI y el fin de los tiempos- la renuncia de Ratzinger al “trono petrino”. Más adelante, entre las “Necrofilias”, aparece el texto que fue leído en un homenaje realizado a Pedro Lemebel en la sede de la Federación Juvenil del Partido Comunista, en Buenos Aires, a un mes de la muerte del escritor chileno: “Eras la gran trola de la crónica trola latinoamericana. Entre tanta próstata. Te gustaba decir literatura trola, y no gay. Fuiste, te aseguro, mi nodriza literaria. Nos unían aires de familia, me dijiste. Aires de poesía y abyección. Y tuve que despedirte entonces, como a mi madre la devoradora. Con vos se fue otra de mis grandes mujeres, alguien que me parió la porción más sonora y femenina de mi alma”, escribe Modarelli, en un texto conmovedor. Pero así como el amor y la admiración se lee en cada una de las palabras de las despedidas (a Chavela Vargas, a Carlos Monsivais), también aparece el más profundo desprecio en la necrológica de un genocida: “En el infierno de tu cerebro, Jorge Rafael Videla”. 

Ricardo Strafacce, en la contratapa, escribe que este libro “sorprende, excita y enamora”. Es cierto, hay una especie de eufórica felicidad por la literatura que explota en cada párrafo. Por momentos se tiene la impresión de que Modarelli trabaja en medio de una exaltación mística, un éxtasis narrativo que hace de sus crónicas también una elegía cuando no una denuncia o una proclama. Es la convicción del estilo de un cronista que se asume frente al teclado como quien se atrinchera gozoso en su puesto de combate.

La noche del mundo, Alejandro Modarelli, Mansalva, 144 páginas