El libro es una invitación a acomodarse -si es que es posible- del otro lado de la lupa desde la que históricamente el sistema de salud ha observado a las personas trans. An Millet lo hace con liviandad en la palabra pero con un peso específico en el análisis de cómo funciona el cisexismo -eje de opresión ejercido por las personas cis sobre las personas trans- en el campo de la salud. Para la tarea toma experiencias concretas de trabajadorxs de la salud a quien él llama “trabajadorxs inesperadxs”: personas trans o no binaires que llegan a trabajar a un hospital y la matrix administrativa no está lista para ellxs, son inimaginables para la institución. Lejos de quedarse en esa esperada pasividad frente a los hechos, despliega una serie de pistas que se pueden mirar sin lupa y que orientan a personas cis en general y trabajadorxs de la salud en particular a ensayar prácticas más justas con las personas trans.

La escritura en pleno aislamiento, la condensación de muchos años de lecturas y reuniones de militancia, las salidas en cuarentena a pasear con “Chino” -su compañero perro-, la voluntad de convocar a profesionales de la salud que estén pensando ideas aledañas a las suyas y un enorme caudal de preguntas a responder, componen la costura corajuda de este primer libro de An Millet: “El libro es un poco la levantada de un cartel en una marcha que dice “acá esta la lesbiana trans que trabaja en el sistema de salud, si alguien quiere venir a charlar, yo estaría chocho”, dice y levanta los brazos como sosteniendo una pancarta.

El libro tiene muchas preguntas, una de ellas es: ¿qué es lo que nos cuesta tanto de una lesbiana que también es trans? ¿La podés responder?

-Debe haber muchas respuestas para esa pregunta, yo no las ensayé. Pero creo que hasta que no tenemos la posibilidad de imaginar algo no puede ser real. A mí me costó muchísimos años imaginarme que podía ser una lesbiana que también era trans. Por ahí una de las cosas que nos cuesta tanto es la imposibilidad de esa existencia como un imaginario. Después aparecen otras resistencias que son políticas, pero me parece que la resistencia inicial es que ni siquiera podemos imaginar que esa subjetividad exista.

Decís que las personas trans han sido “enrarecidas por el cisexismo”. ¿Te pasa que querés des-enrarecerte?

-A mí no me pasa si no que me pesa. Me pesa siempre la mirada, para mí la fuerza de la mirada está muy sobreestimada. La potencia de la mirada en la calle, en un consultorio o en una fiesta. Cuando sabés que alguien te está mirando porque te está intentando descifrar, te mira de arriba a abajo y vos solamente estás en el subte medio de mal humor porque tenés que ir a laburar, me encantaría que esas miradas no existieran. Hay algo de poder habitar la vida sin que te estén marcando todo el tiempo que el cisexismo te ha construido como una otredad, una otredad que a mí me gustaría que se des enrareciera.

Descisexualizar y desaprender son al menos dos de las estrategias que proponés para mirar desde ese otro lado, a propósito del título.

-Para desaprender hay una necesidad de aprender esas formas de desaprender. No es simplemente decir “voy a dejar este tarro acá, cargado de todo el conocimiento cisexista que tengo y ya está, se acabó”. Lo que me parece que viene siendo muy injusto es que en general somos las personas trans las que hacemos ese esfuerzo porque a otras personas se les ocurre ser un poco menos cisexistas. Hay cosas como leer o estudiar que las personas que estamos atravesadas por algún sistema de opresión hacemos por necesidad personal, algo que para mí sería fundamental que hicieran también las personas que están más cómodas. Que las personas blancas leamos estudios sobre racismo, que las personas flacas leamos al activismo gordo, que las personas cis lean a personas trans sería un paso indispensable para que ese desaprendizaje fuera un poco menos injusto. En el interín hay momentos en los que a mí me interesa hacer ese esfuerzo, como por ejemplo con este libro: lo escribí para personas que trabajan en el sistema de salud y quieren ser menos cisexistas.

La Ley de identidad de género y la Ley de derecho a la protección de la salud mental atraviesan el libro pero también hacés un señalamiento de las distancias que hay entre esas leyes y la formación de profesionales de la salud. ¿Cómo describirías esa distancia?

-Quienes hoy habitamos el campo de la salud tuvimos una formación que no contemplaba esas leyes porque al momento de nuestra formación eran muy recientes. Me parece que son dos leyes que proponen un cambio radical en perspectiva sobre la vida de las personas, pero que a su vez están muy lejos de lo que el sistema educativo formal nos puede ofrecer. Extremadamente lejos. Esa distancia no se salda con maestrías o especializaciones que es, según mi punto de vista, a lo que el sistema de salud está empezando a tender. Intentamos resolver este problema haciendo cursos y seminarios y no creo que sea ese el camino

Sobre todo porque no hay personas trans en esos cursos y seminarios.

-Sí. La distancia es mucho más difícil de achicar y no se soluciona con un taller de dos horas sobre estudios trans. Eso no puede saldar la cantidad de años de formación que tiene un profesional de la salud encima. A mí las producciones de personas trans me han llegado más tarde y eso tiene que ver con muchas cosas, pero particularmente creo que tiene que ver con la valoración del conocimiento, la injusticia epistémica hace que el conocimiento producido por personas trans sea un conocimiento menos valorizado y con unos circuitos mucho más limitados. No se dice de entrada “ah esto es brillante” porque históricamente nos han dicho que las personas trans no pueden ser brillantes. Tiene que haber una disponibilidad colectiva a que las producciones de personas trans sean reconocidas como conocimiento.

Una de las imágenes que proponés en el libro es el ciseximo como un lente para ver el mundo. Te metes en esa graduación ocular con muchas estrategias, una de ellas es apelar al juego como táctica para el análisis de esa lente.

-Sin duda. Para mí el juego tiene un impacto que aborda justamente eso que hablábamos de la imposibilidad de lo imaginable. Tenemos el problema como humanidad de asociar el juego solamente a la infancia. Y la infancia está a su vez asociada a la disponibilidad, entonces siento que hay algo del juego que nos lleva a una disponibilidad que es distinta a la que sucede cuando nos sentamos a hablar de teoría o discutir ideas. El juego nos obliga también a perder la pose y me parece que esa disponibilidad se termina traduciendo como un sustrato mucho más fértil para desaprender.