Rosario

Apoyó la cintura sobre la baranda y deslizó la espalda hacia abajo. El suelo del puente era de madera. Cuando se sentó, sintió el olor del sol cayendo sobre el río. Olía casi a verano, a berro recién arrancado del agua mansa a través de la que de chica solía mirarse los pies, desnudos, arrugados de tanto estar ahí. Olía también a tarde de caminata entre los eucaliptus que rodeaban la ciudad. ¿Cómo podía adherirse a su nariz el atardecer rosado de ese país ajeno? ¿Cómo era posible que fuera de ese modo tan cercano, tan familiar? Dos días no bastan para conocer París, pero ella sintió que estaba en su casa. Durante cada momento de ese largo viaje que terminó en el puente, en aquella tarde, en dos días de sol, tuvo la sensación de estar presente en cada mínima acción, en cada inclinación del cuerpo, recuperando una movilidad extraviada en la rutina del trabajo y de la casa. Tan presente que le parecía sentir que no había futuro, y como si el pasado sólo la visitara en sueños para decirle que había saldado sus deudas con la historia familiar, con la casa que no tenía, con las carreras que había abandonado, con los amores que dolieron y que, a su tiempo, dejaron de doler. Sólo a veces, como ahora, que estaba sentada en aquel puente que todo el mundo cree conocer, que muchas recorren pretendiendo ser la Maga, sólo a veces, como ahora, sintió algo parecido a la inquietud. Estiró las piernas, armó un cigarrillo con el tabaco de vainilla que le gustaba tanto. Cuando lo encendió miró el horizonte: el sol comenzaba a tocar el río, un barco regresaba para descansar de los turistas que pispean a perpetuidad desde su panza abierta las principales atracciones de una ciudad que se les escapa, que no permite acceder a su Tour más famosa si no es a costa de los euros correspondientes. La torre no es tan democrática como parece, ni siquiera las miniaturas que ofician de recuerdo y documento están al alcance de cualquiera. Pero, ¿qué son dos euros, tres, a lo sumo cinco, para decir yo estuve aquí, yo visité París? Ella había estado en una de esas panzas, había visto la torre desde todos los rincones posibles, había comprado su miniatura; había actuado la democracia de ser lo que se espera estando en París. Todo eso lo había hecho llevada por el impulso de las calles, siguiendo el itinerario caprichoso que los aromas le proponían. Caminó en el olvido de su dolor chiquito y asumiendo su respiración alegre, liviana pero no etérea. A veces el estómago le pedía un bocadillo, un tentempié. Se detenía en los bares que proliferan en el distrito 18 para hacer correr un chocolat chaud sobre la lengua y era calor lo que latía en el aire aletargándole los pasos, afilándole la mirada haciendo espuma sobre las nubes lejanas. Dos días. Dos días y la certeza de encontrarse en un lugar conocido. Tal vez haya sido la lengua, esa lengua que le gustaba oír en las películas y que luego estudió por gusto en la escuela. Sobre el puente no recordó las películas. El río se comió el sol que resistía con su propia lengua anaranjada sobre el agua, lamiendo el centro de su masa húmeda, partiéndola por la mitad hasta volverse un hilo, una fibra, una línea y, finalmente, un punto. Pero antes de la mordedura final las luces de las orillas competían por su mirada y esos puntos eran más fuertes: la noche encandilaba mucho más que esa última lengua partiendo, partida, ida en el silencio del río, río que no puede imaginar las guerras que libran los océanos y entonces accede a esa ferocidad de museo, a ese simulacro de batalla con el día que predice la maravilla del reflejo tembloroso de la noche.

Imaginó un beso y cerró los ojos. La inquietud se hizo agua dócil que corría debajo de ella y en el recuerdo. Un beso largo, húmedo, con lenguas de chocolate y berro. Era tan real la carne de los labios tocando los suyos que la asaltó el asombro de unas lágrimas mojando sus mejillas. Estaba sola con su boca, en el medio de una noche que podía ser eterna, de un beso que podía ser el mejor su vida. ¿Por qué lloraba? ¿Para qué? A qué venían esas aguas mezquinas a interrumpir el placer de la carne gozosa que hace abrir el cuerpo a otras aguas. Pensó que sí. Que así era su cuerpo, que las lágrimas eran parte de la lubricidad del placer que la sometía. El beso no paraba de rodar en su lengua y los labios se volvían elásticos hasta abarcar el puente y el Sena y la torre y los caminantes solitarios y las parejitas hambrientas de besos. Como ella. Pero ella estaba comiendo de ese beso. Comía, se comía a sí misma sobre el puente y era un arte al que se aferraba con la devoción de quien entendió o creyó entender que es ese el momento y nada más. No había nada más. No hay nada más.

 

Silvana

Irse, necesitaba irse. Pero esta vez no sería como las otras. Tuvo insomnio. Noches enteras en las que deambulaba por la casa enorme, más grande al desamparo de las sombras. Prendía un cigarrillo cada media hora, quizás menos. El mate se le enfriaba olvidado en la mesita ratona de la galería. Era verano. Pasaría dos veranos todavía a expensas de la ansiedad que se tornaría hábito. La consolaba, a veces, saber que un otoño llegaría con la concreción de la idea. Eso la aliviaba, al menos no haría calor, no sería agobiante la humedad y no tendría que lidiar con la tierra pegada a la piel. Mudarse era algo a lo que estaba acostumbrada después de todo. ¿Cuándo empezó a pensarlo? No podía precisarlo. ¿El día que salió apurada de su casa y vio a dos canas en la esquina y cómo cacheaban a plena luz del día a dos adolescentes, expuestos como bichos al filo de las agujas de entomólogos, contra la pared blanca del galpón que hacía de cochera? Tuvo miedo. O antes. Antes, cuando las cámaras de seguridad se instalaron en toda la cuadra. O cuando empezó a notar que la esquivaban o bajaban la mirada para no saludarla en la cola del banco, en la plaza, en la ciclovía a la que iba los fines de semana a caminar. El pueblo se le hizo cárcel y la ajenidad fue mayor. Pero no. La ajenidad no era externa y, a pesar de saberlo, ella entreveía que la materia de la que estaban hechas las cosas del mundo, a la que a duras penas accedía en sueños, jamás se le revelaría en su totalidad. Entonces mudaba. De ropa, de casa. De pueblo. Se iba del pueblo esta vez. Sólo iban con ella sus libros y una planta porque había oído que hay que saber cuidar de algo vivo para poder empezar a cuidar de sí misma. La planta funcionaba más bien como testimonio de su bienestar que como ser vivo independiente. Era un jade y no necesitaba demasiada atención, ni siquiera agua. La tierra tenía que estar completamente seca para regarla. Podían pasar meses sin que ella notara su presencia. Pero el jade estaba allí, verde, majestuoso. Cuando por fin lo notaba, agradecía su lealtad y le deba agua, como a los camellos en la noche de reyes con esa expectativa y con esa fe en el milagro. El jade cumplía. Su presencia era un regalo constante y al notarla la hacía volverse sobre sí y mirarse al espejo. ¿Necesitaría agua ella? Su río descuidado. Su mar inaccesible. Su piel apagada.

Cuando el otoño llegó decidió empezar por los libros. Durante días se dedicó a buscar cajas en el supermercado que estaba a dos cuadras. Pronto la habitación que hacía de escritorio se llenó de edificios: una ciudad en miniatura hecha de libros. A ella le gustaba llamarle escritorio a ese cuarto. Pronto descubrió que decir “estoy en el escritorio” funcionaba como frase mágica: aun con la puerta abierta daban golpecitos suaves sobre la madera y pedían permiso para entrar y, cuando pasaban el umbral, comenzaban a hablar en voz baja, casi susurrando. Tardó días en ordenar los libros. Los abría. Leía páginas enteras luego de pasarles la franela. Estaba cansada del polvo. El polvo siempre en todos lados. Esa tierra que no sirve para nada. La tierra es de quien la trabaja, recordó. Si fuera por eso sería dueña de miles de hectáreas, como tantas mujeres iguales a ella. Máster en polvo y en sacarlo, de las cosas y de ella misma. Para eso no se necesita ir a la universidad. Y ella, como muchas, aunque se esforzara en quitarlo, sabe que el polvo siempre está.

Delfina

Tiene la edad en la que se suele decir que se está en la mitad de la vida. Ella no entiende muy bien el concepto de mitad de algo a lo que no se le puede establecer un final, más aún cuando todo pende de un hilo a cada segundo. No recuerda un solo día de esa mitad en el que no haya sentido miedo. Es cierto que aprendió a identificar sus causas, sus motivos o, apenas, sus modulaciones. Miedosa como es, su contextura física no le ayuda a aliviar esa disposición del espíritu, ese ordenamiento que la previene en cada acción, o antes, acerca de toda clase de desastres naturales y accidentes viales y domésticos, o, incluso, de mínimos malentendidos gestuales que procuran distancias irremediables entre los seres más afines. Levantarse de la cama es en sí mismo un acto de valentía, de arrojo, de voluntad extrema al servicio de lo que otros llaman vida y que ella apenas puede identificar como “estado de supervivencia”, modo en el que considera que permanece en este mundo, con el dolor y la resignación de quien entiende que no va a acceder jamás a la confianza de saberse parado y entero sobre sus dos pies. Porque, piensa sentada en el banco de la plaza a la que de vez en cuando logra llegar, si hubiera podido elegir realmente, si realmente hubiera tenido un minúsculo grado de valentía y no ese miedo, miedo que todo lo ahogaba —incluso la posibilidad de deshacerse del miedo para siempre—, hubiera tomado medidas para no abrir nunca más los párpados. Pero no, allí está ella, sentada en lo que otros llaman la mitad de su vida, en el medio del banco de una plaza a mitad de camino entre la verdulería y su casa, pensando sobre el modo en el que abrir los ojos era sentirse requerida a poner en marcha la maquinaria completa del cuerpo sometido a una tribu de emociones inútiles cada vez que inicia el día.

Rosario

Buena parte de su niñez y adolescencia salían con su padre y su hermano en expediciones eternas por la calle de tierra que bordeaba la costa del río. Ese río era una estancia en la felicidad. Como si la felicidad fuera un lugar, ella recuerda aquel tiempo en las coordenadas del espacio, un lugar con dimensiones exactas al que se llegaba a través del espesor fresco del verano y de una larga hilera de autos por la ruta cargada del valle de Punilla. La bajada al río la hacían siempre en el pueblo que tomaba su nombre: San Antonio. La felicidad era eso: el trayecto sudoroso en el auto con butacas de cuerina negra sin aire acondicionado; los lentes de sol con marco cuadrado, enormísimos, que su madre usaba emulando a las divas de Hollywood de la década del 60; los grititos exaltados de su hermano en el asiento trasero cada vez que pasaba un camión; el baúl con las sillitas playeras, la sombrilla gigante y pesada de lona verde y blanca, el cesto de mimbre con mate y bizcochos y las infaltables toallas raídas y percudidas por el uso a las que siempre costaba adivinarle el color original. Su madre, su madre era parte de ese centro feliz, núcleo duro de su devenir nostálgico. Quizás este presente de berro y chocolate no fuera otra cosa que la consumación de una felicidad con lugar propio en la que se desarma la nostalgia. O era, acaso, el puente tendido sobre el Sena una forma de la felicidad que hacía coincidir aquel lugar recuperado con este otro espacio breve e intenso de atardecer, tan lejos de casa. Su madre olía a tabaco. A los anteojos de sol había que sumarle un pañuelo de seda brillante y colorido en el que prevalecían los azules eléctricos y que ataba al cuello con un imperceptible nudo. El cigarrillo se hacía infinito, como varita mágica, con su larga boquilla negra. Su madre era hermosa. Ella se deleitaba viéndola por el espejito retrovisor del auto, del lado del acompañante. De una seriedad y una nobleza que no se condecían con el Renault 12 anaranjado en el que viajaban. Su madre era una diva a la que siempre le faltó público. Ella cree ahora que toda su obra estaba dirigida a una única espectadora: ardorosa y fanática. Su única hija mujer. Esa niña que era ella misma y que miraba embobada a su madre por el espejito retrovisor de un auto destartalado. Ah… ¡Cómo no tener ese porte, esa elegancia!

Al río bajaban cargados cada uno con un par de objetos en cada mano. Elegían un lugar apartado del bullicio de la orilla. Su padre ponía la sombrilla haciendo un pozo en la arena abundante y caliente que permanecía seca en la parte más elevada de la costa. Hundía el caño con fuerza y hasta que no llegaba a tocar la arena húmeda allá abajo no dejaba de empujar. Se sentía satisfecho cuando el caño permanecía inmóvil. Entonces abría el paraguas enorme verde y blanco y enseguida armaban una toldería de la que colgaban las toallas y las prendas livianas del verano. Qué felicidad esa sombrilla. Qué felicidad ese río. Qué felicidad cuando a la tardecita su padre vociferaba su intención de ir por agua fresca de manantial. Qué felicidad el hilo de sol sobre el río manso. Al berro llegaban por el sendero que bordeaba el río unos metros más arriba. Hasta allí subían chorreando agua y, como perros cavando un pozo, ante la invitación de su padre corrían arrancando manojos de arena con los pies en la orilla plagada de turistas y la esparcían sobre lonas y toallas y cuerpos y bizcochos tendidos a lo largo de la playa. Más de una vez, en el frescor de la sombra de los molles y mientras goteaban alegría con la lengua afuera, escuchaban desde la altura ventajosa de la sierra cordobesa el griterío molesto de las mujeres que a su paso habían dejado tapizadas con una fina capa de polvo en el pegote aceitoso que los bronceadores de zanahoria untaban sobre las pieles marrones. Reían. Reían como sólo se ríe cuando no hay pasado, cuando las únicas preocupaciones eran las del fin de las vacaciones y el regreso al colegio y a los horarios reglados de deberes y uniformes. Reían porque quedaba lejos la conclusión del verano. Incluso aunque fuera uno solo el día que restara para tirar piedras sobre el agua haciendo sapito o para esconder el cuerpo entero en un montón de arena, incluso aunque fuera uno solo el atardecer de luz brillante sobre el agua, el tiempo quedaba detenido en ese presente feliz. ¿O era ella, ahora, quien cristalizaba las imágenes, como si observara cada escena en cuadros estáticos que sólo adquirían la sensación de movimiento al ser pasados por el tamiz difuso de la memoria cuando caía en la cuenta del paso de los años?

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