La pandemia colocó a la ciencia y a la tecnología en un lugar central. Los discursos de políticos y funcionarios, pronto, se plagaron de referencias para con los científicos y, por ende, con los conocimientos que producían. Términos como “evidencia”; el hecho de que las investigaciones para tener “validez” debían ser publicadas en revistas académicas “revisadas por pares”; el asunto de que las vacunas deben cumplir con parámetros de “eficacia” y “seguridad”, y atravesar todos los “ensayos y fases” correspondientes; se tornaron conceptos e ideas que aterrizaron en las charlas de sobremesa de los argentinos. La ciencia, previamente relegada a un lugar de trofeo en una vitrina, se convirtió en política de gobierno. Nobleza obliga, aunque la pandemia no fue la única responsable en ello –pues ya existía una convicción en la gestión de Alberto Fernández de devolver la jerarquía a un sector que la había perdido durante la administración anterior– sí aceleró los tiempos. Y vaya que los aceleró: en la actualidad, una Ley de Financiamiento para el sector ya cuenta con media sanción en Diputados.

Los especialistas suelen afirmar que la pandemia implicó la puesta en marcha de un “laboratorio en tiempo real”. La sociedad, desacostumbrada a consultar sobre sus procesos, modos y prácticas, también supo que no todo resultaba tan sencillo. Que la ciencia, como fenómeno social y construcción cultural, está más acostumbrada a los fracasos que los éxitos. Que los cambios son moneda corriente, que las verdades son transitorias y no se acumulan sin tensiones. Que el barbijo no se recomienda, que luego sí; que la higiene de superficies es la clave, que en verdad lo principal es ventilar los espacios; que tal medicamento puede funcionar, que luego comprobaron que no así que no comprar por adelantado.

La ciencia es una herramienta con la que los humanos pueden acceder a la comprensión de la realidad para luego intentar transformarla. Está unida a la cultura por intermedio de un cordón umbilical y es practicada por seres humanos que aciertan y erran. De aquí que, necesariamente, la comunicación pública de la ciencia en general y el periodismo científico en particular, deben practicarse de una manera calibrada. A la bendita rigurosidad, hay que combinarla con dosis de literatura –para retener la atención de las audiencias cada vez más diversificadas y exigentes–y de cautela. Si algo enseñó la comunicación en tiempos de pandemia, fue el don de la cautela: evitar los títulos rutilantes, chequear todo cuantas veces fuera necesario y conversar con fuentes que piensen distinto, que tengan trayectorias distintas y que lean libros distintos. Por supuesto que también hubo, hay y habrá espacio para aquellos comunicadores y periodistas que escogen no ser rigurosos, no apelar a la literatura y no ser cautelosos. De la misma manera que hay buenos y malos científicos, hay buenos y malos periodistas. Aquellos que anteceden su afán de “clics”, “likes” y “retweets”, sobre su responsabilidad ciudadana.

Mario Albornoz suele repetir una frase: “La ciudadanía requiere de mayor cultura científica y los científicos requieren de mayor cultura ciudadana”. ¿Qué quiere decir con ello? Que, en primer lugar, es vital que una mayor cantidad de personas pueda acceder a conocer el método científico. En segundo lugar, y esto quizás es lo más importante, que más allá de la autoridad que el discurso científico tenga en el espacio público, es imprescindible que los científicos –a través de sus acciones– jamás olviden el contexto del cual forman parte. Las acciones se hacen en un espacio y en un tiempo determinado. De otra manera, las prácticas científicas degeneran en cientificismo.

Desde mi perspectiva, para una comunicación pública de la ciencia más saludable y atenta a la ciudadanía, será fundamental el despliegue de un mensaje claro y, sobre todo, de una escucha atenta. De lo contrario, el peso de la comunicación sigue recostado sobre el emisor, cuando la parte más interesante del proceso es que quien escucha, seguramente, tiene algo interesante para decir después. Además, si la ciencia es una práctica de la cultura y si nos la pasamos diciendo que la ciencia “está en la vida cotidiana”, ¿por qué insistir en desautorizar otros discursos y observar de reojo, especialmente, aquellos que no parten desde el propio ámbito académico?

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