EL CUENTO POR SU AUTOR

“A lo mejor escribir no sea más que una de las formas de organizar la locura”, dijo el gran Isidoro Blaisten.

Cuántas veces lo cotidiano, lo que parece más inofensivo y cercano se vuelve amenazador y nos deja al borde de la enajenación. La repetición de los días, el giro concéntrico del tiempo, la reincidencia de momentos, la costumbre pero también lo nuevo que irrumpe o que veíamos venir, que nos pone de cara al paso del tiempo.

Reconozco esa intención organizadora que mencionaba Blaisten: el registro de los días como testimonio de un tiempo vivido, como memoria o recurso para tener a mano por si alguno de esos hechos narrados vuelven a suceder en el eterno retorno.

Tal vez, una forma de burlar al tiempo fue escribirlo en desorden, sin una cronología; un texto roto y fragmentado. O quizás fue el tiempo el que terminó burlándose de mí y de mi intención organizadora.

Si lo cotidiano suele caracterizarse por el desorden, ¿por qué no narrarlo de ese modo?

¿Por qué no convertir las pequeñeces de nuestros días en nuestra épica personal, contarla y creer que, al menos, organizamos algo? 

Este cuento forma parte del libro El hábito del tiempo que se publicará en abril.


VERSIÓN ROTA DE UN DIARIO


Lunes 13 de junio. Año bisiesto.

7 AM

Yo no soy esa que sale en la foto, de ninguna manera. No van a engañarme, no soy. No puedo ser ni seré jamás esa señora cuyo cuello se invisibiliza, confundido entre los hombros, el pañuelo que intenta delinear una forma. Allí debajo, hace años, había un cuello.

No soy esa imagen de tortuga extinguida que aparece en el espejo, cada mañana, cuando vislumbro a través de la miopía, el astigmatismo y, sobre todo, la presbicia.

No soy yo la que, desde hace un tiempo, forma parte de un conjunto de mujeres que reconoce pero con quienes le cuesta identificarse y le da culpa. Gruesas. Engrosadas.

Así, despersonalizada, soy.

Más parecida a mi madre que a mis hijas.

De vuelta de varias cosas: del apuro, de lo que hay que hacer, de la apariencia.

De otras, ni siquiera de ida, todavía en los preparativos: el descanso, detenerse, la dentadura postiza, el horror.

Soy la que se hace un test de embarazo para confirmar que se le retira. Soy la que usa la expresión “se me retira”.

La que, de repente, en una reunión, se queda inmóvil, se sospecha incendiada y saca del bolso un abanico.

La del vientre inflado y sin embargo, qué paradoja, mis hijas ya no vienen a comer, a veces tampoco a dormir.

Soy la que puede estallar en llanto, de repente, por nada, por todo lo que sea digno de ser llorado en un segundo y en el próximo ya está, ya pasó. Un estado atlético envidiable para trepar por la escalera de las emociones y después precipitarme en un tobogán de hormonas, vieja bruja.

Soy la que pospone solamente lo que no me importa porque ya lo postergué casi todo y ahora ya no más.

La que aprendió a decir que no, que basta, que ahora sí, que no me jodan. Aunque haya sido tarde o no, pero aprendí.

Soy la que se ríe con todos los dientes cuando las veo a ellas, a las pibas, hacer lo que había que hacer. Qué alivio.

La que ya no es fértil, ni esbelta, ni firme, ni nueva, ni fresca. Ni me importa.

Soy la que muchas veces desconozco, para reconocerme, vieja bruja.

Viernes 5 de septiembre. Año par.

22:45

Anuncian lluvia para el lunes. Yo necesitaría una ahora, esta noche y es probable que mañana también.

Una debería poder acceder a su lluvia particular. Con la de tormentas internas que soportamos, bien podría haber un delivery cuando pinta la nostalgia. Porque no da acurrucarse en un rincón cuando afuera hay un sol que refulge ganas. Tampoco sirve aplazar la melancolía para hacerla coincidir con el clima; sabemos que esas cosas no avisan, al contrario, cuanto más te sorprenden, más efectivas.

Entonces, si está despejado, me armo mi propia atmósfera. Hago soplar ráfagas, dosificadas con la intensidad precisa para ambientarme. Se me nubla la mirada, se precipita el recuerdo, se me anegan en las ausencias y quedo aislada.

Que llueva, qué importa dónde.

Miércoles 18 de marzo. Año difícil.

Todo el día.

Hace casi un mes que me escucho el corazón. No es metáfora, no estoy bajo el influjo de ninguna telenovela ni libro de autoayuda ni afín. Es tal como se lee: hace casi un mes que me escucho el corazón.

No es sano. Ahora comprendo lo necesario que es no tener registro de la actividad de este órgano fundamental. Sólo se puede vivir si el corazón funciona pero también sólo se puede vivir si no nos enteramos de eso. Aunque debería ser más precisa: no lo escucho, lo siento. Cada día, cada mañana y cada noche, me despierto y me duermo con su latir que, digamos, tampoco está siendo muy rítmico. Me llevo una mano al pecho, me agarro la izquierda como si eso pudiera acallarlo. Me enredo en la contradicción de desear que se detenga pero no, por favor, no. Que siga pero que no lo escuche, que no lo sienta.

Averiguar qué pasa con mi corazón lleva su tiempo. Un tiempo que, como una condena, cuento en latidos que me retumban en el pecho. Es lento el tiempo en latidos, es como tener un reloj de pared adentro tuyo. Resuena, pesado, el vaivén del péndulo y tampoco hay tanto lugar, están los otros órganos. Hubiera sido mejor sentir dentro un reloj de arena, aunque estaría dada vuelta varias veces al día. O uno de sol, pero en las noches mi tiempo quedaría suspendido y qué haría una sin las noches.

No quiero escuchar al corazón, tampoco saber qué me estará diciendo el cuerpo. No quiero ponerme mística ni psíquica ni pánfila ni ninguna otra esdrújula.

Quiero no escucharlo, volverme sorda, insensible.

Pero no se puede.

Maldigo.

Un mes después, 18 de abril. Año difícil.

A la noche.

Ahí está. Es eso. Estoy desequilibrada, ya no es seguro el suelo que piso. La realidad me aturde, entonces, para resguardarme dejo la consciencia suspendida, trato de olvidarme un rato de todoloquepasa. No lo logro, y ahí está el mareo.

Mi ex analista estaría orgullosa de mí.

Me acuesto a ver si se me pasa. Pruebo sobre mi costado izquierdo. Parece que el mareo se va pero vienen las palpitaciones. Claro, también tenía la arritmia.

Estoy hecha mierda, Diana. Así comenzaría mi sesión de análisis, si tuviera el día de hoy.

El médico diagnosticó otra cosa, qué se yo, algo del estómago. Puede ser, es difícil digerir todoloquepasa. Cae mal.

Linda manera de ponerle el cuerpo a todoloquepasa.

Entonces, lo que queda: escribir. Que también me marea, pero al menos sé dónde estoy pisando.

Otro mes más, mayo del año difícil.

Hora aciaga.

Anteayer, el último sueño que tuve fue que me reía a carcajadas. Así me desperté, con la agitación onírica de una risa de otro plano. De cara a la vigilia, se disipó la alegría. Si no sabía de qué me reía en el sueño, tengo plena conciencia de lo que me angustia de este lado.

Son días alud, estos. Días avalancha, días precipicio.

Todo se desboca, se desborda, se desmadra.

Trato de conservar algo de orden pero no hay caso: el cardiólogo confirmó la arritmia. Me preguntó si estaba estresada y justo cuando iba a dar explicaciones de lo obvio, empezó a hablar del colesterol, los triglicéridos, la caminata y la medicación con la que dio por inaugurada mi cotidianidad química.

A la noche fuimos a ver a Drexler y fue un remanso, como él mismo lo propuso. Un abrazo musical.

No recuerdo haber soñado pero me fui a dormir con la tibieza de esa música que se disipó con la mañana; otra vez la sopa de la realidad.

Todo se desboca, yo también. Se derraman las palabras de mi boca, el tipeo sobre el teclado acompasa la arritmia.

Escribir en un papel suelto, en un mensaje, en cualquier lado, viene siendo la única manera de resistir.

Julio. Hace frío.

Me dijo Flor el otro día, “la frivolidad es resistencia”, a propósito de estos tiempos.

Ayer pasé por la farmacia a comprarme ibuprofeno para mitigar este resfrío atroz. Me puse a mirar una pequeña gondolita con maquillajes y esmaltes. La farmacéutica se acercó y me recomendó un esmalte verde oscuro. También me llevé un labial rosa amarronado o marrón rosado.

Esta mañana, con la tristeza y la desesperación de leer las noticias en las redes (el único lugar donde podemos informarnos nosotros, los que somos nosotros), me dispuse a pintarme las uñas y la boca.

Acá estoy, como quien escucha canciones tristes cuando está triste, poniéndole color a esta oscuridad. Sentada a la mesa de la cocina, sacándome fotos boludas, enmascarando ojeras que no son para nada frívolas. Resistiendo.

Dejando la marca del labial en la bombilla del mate que limpio con los dedos, al pedo, si estoy tomando sola. Llenando de rosa amarronado o marrón rosado el queso que le unté a las tostadas. Chupándome los dedos con poco glamour pero esmaltados de verde oscuro.

No sé si entro dentro de los parámetros de la frivolidad pero qué resistencia.

Agosto, sigue haciendo frío y exagero.

Sobreabrigada estaba. Con mi campera gris de astronauta gorda o mi campera gorda de astronauta gris. Qué puede tener de sexy una astronauta, salvando a Ripley, claro.

Las uñas sin pintar. Los dedos lastimados. Autolastimados, que es peor. Como si escarbándolos consiguiese las palabras que salen de mis dedos. Pobres. Pobre yo.

La señorita que me atendió el trámite estaba espléndida. Modesto esplendor: prolija, peinada, maquillada.

Seguro que no tiene hijos, pensé como un consuelo digno de una ameba en coma. Pobre yo.

A la noche, lo mismo. Mi colega llegó a la reunión envuelta en un saco negro lánguido y liviano sobre una remera blanca, impoluta, impecable, imprimiendo el contorno de su figura. No cupo consuelo: mi colega tiene hijos y trabaja. Y despliega, ella también, un modesto esplendor. Se me acababa la excusa de la ameba y ya era difícil bajar en la escala zoológica.

Yo seguía flotando por la vida con mi campera astral, michelinesca. Grotesca. Gruesa.

Lo mejor sería mudarme a Groenlandia. Ahí podría vivir en paz, sobreabrigada.

Siempre es lunes. Año incierto.

Temprano en la mañana.

El lunes se levantó antes que yo. Me la hizo fácil, la familia ya se había preparado el desayuno mínimo, de café con leche, así que sólo me quedó el tiempo para levantarme a mí misma, un desayuno mínimo y salir a caminar. Ya empecé tantas veces a caminar que acabé dándome cuenta de que el secreto está en seguir empezando, la continuidad del primer impulso, siempre. Si fuese así de sencillo y así con todo.

Ya volví. No es media mañana y este lunes me saca tanta ventaja que estoy a punto de entregarme: seguí vos.

Mientras atiendo con paciencia de empleada pública a cada asunto pendiente, veo dónde ordenar los setecientos veinte mil fracasos que me andan dando vueltas; tiene que haber algún lugar. Entre el estante del yafuetodo y el de mehagocargo hay un hueco, espero que me entren ahí, es como una zona franca, creo que es lo mejor; lo único que falta es que una tenga que tributar por lo que no salió. La prolijidad está sobrevalorada.

Mi calendario gúguel se me caga de risa, es una lástima que estas aplicaciones no ofrezcan la ubicuidad a sus usuarios. Flojo, Gúguel. Si pudiese elegir un superpoder sería estar en donde quiero con tan solo un chasquido de dedos. Debe ser por eso que nunca estoy del todo en un sitio, sigo intentando chasquidos. Como cuando era chica y probaba la telequinesis, igual pero de grande.

En fin, en principio es lunes.

A veces, también es sábado.

Gotea la gotera. Por millonésima vez. Ya arreglaron el techo, ya volvieron a arreglar lo no arreglado, ya volvieron a no arreglar lo arreglado. Yo sigo pagando cada arreglo, cada no arreglo. Y cada lluvia es este dolor en la panza. Ya se descascaró el techo, ya se cayeron los pedazos, ya se volvió a emparchar, ya gotea otra vez. Parece todo instantáneo y sin embargo es un derrotero en el tiempo. Me derrota, la lluvia ya ganó mi techo y se filtró en mi casa.

Reverbera la lluvia y el desarreglo.

Nada está bien.

Antonio, el techo está goteando de nuevo.

Ke makana, me responde. Kemakana es el nombre de un grupo de cumbia y yo estoy cansada de bailar. Qué baile éste del techo. Con todo lo que tengo que arreglar. La pieza de las chicas, por ejemplo.

Como si fuera poco, la culpa. Esa señora burguesa, gorda, con cara de orto, siempre.

Ayer temprano vino a romperme las guindas.

Ella, La Culpa, es una vieja agria, chota, inoportuna.

Se ve que hoy vino vestida de Culpa Materna; cuando viene así se la ve más vieja todavía.

Me sale con reclamos del pasado, prescriptos, cosas de ella que seguro jamás le escuchó a mis hijas. Boludeces. Siempre viene con boludeces, casi no tiene argumentos. Pero sabe joder, es experta.

Me habla cerca de la cara con ese aliento a vinagre tan suyo, que me pican los ojos.

Como hace siempre, me escupe varios reproches y se va sin darme tiempo a defenderme o a pararle el carro.

Después me largaré a llorar. Debe haber sido el vaho de vinagre en los ojos, diré.

El día después de la gripe.

Me desperté temprano, agarré el celular y me puse a pispear el facebook. Me encontré con el servicio meteorológico de Raúl que anunciaba un sol terapéutico. Yo, que venía hacía tres días metida en la cama con lo que ahora sé era una especie de gripe gastrointestinal, me alegré. Ésta es la mía, me dije. Me levanté, me vestí tras tres días de pijama, y me puse a hacer cosas: barrer, tender la cama, una sopa de arroz. Cuando salí al patio a orear la ropa de verano (estiré todo lo que pude el uso de las botas y los suéters pero ya no van), corroboré lo del sol que le había leído a Raúl. Era tal cual, no mentía el hombre.

Limpié la reposera bristolera, armé la mesita plegable (está medio podrida porque la olvidamos por fuera del techito del patio y se mojó varias veces pero todavía aguanta algún que otro uso sin mucha pretensión) y me dispuse a disfrutar de mi patiecito tercermundista de 6x3; mate infaltable.

Tengo tres millones de cosas que hacer pero creo que voy a ponerme a preparar pepas con una harina integral que compré hace unas semanas.

El sol ya se fue, al menos del breve territorio subdesarrollado de mi patio. Pero bastó para que la ropa de verano, los gatos y el cocktail de angustia-cansancio-desilusión-impotencia que tenía metido en el cuerpo y yo nos ventiláramos.