Hacía días que iba a la casa de sus padres para decirles. Ya se le terminaban las excusas. El otro fin de semana, el otro fin de semana, y las semanas eran cada vez más cortas. El reloj en la pared, que funcionaba cuando quería, la miró detenido y desafiante. Ese día decidió que sería el último, no volvería a cruzar esa puerta sin decirles. Aunque no quería preocuparlos, ya habían pasado tantas cosas, y, además ¿de qué podría servir? No, no, era como había dicho Fer: enfrentar los problemas es, en realidad, siempre más fácil que evadirlos.

Sostenía la taza de té con las dos manos, como si fuera a escaparse, cada sorbo era un paso al vacío. El hilo húmedo languidecía junto a la porcelana, desde el fondo del agua verde la miraba el saquito de hierbas. Las volutas de líquido empapado de esencias se disolvían en el agua, dibujando esquemas extraños, como una escritura divina que recorriese los pasillos del destino o como una infinidad de teorías posibles. Sin embargo, no cambiaban su recorrido para responder a sus preguntas; ¿por qué yo?, ¿por qué a mí?

Rebuscó otra estrategia de distracción mientras el silencio en el comedor se alargaba; servirse cucharadas de azúcar. La cuchara viajaba en el espacio sideral entre la azucarera y el borde de la taza, cargando unos impolutos cristales, perfectos a escala microscópica, más perfectos de lo que sería cualquier ser humano. Y descargó su lluvia de estrellas sobre el agua humeante, un pequeño arcoíris de glucosa se dibujó en el aire por el tiempo en que se tarda en parpadear. Y antes de que cayera el último grano, el metal se hundió en el agua, para dar vueltas; la escritura divina se disolvió en un todo, donde cada parte es igual a la otra. El mango, con sus pequeños gravados de vid, se enredó en el hilo. No tuvo fuerzas para desenredarlos, tampoco para remover el saquito de té que esperaba, habiendo cumplido ya su ocaso.

--¿Pasa algo? --preguntó la madre.

Pasan tantas cosas, siempre pasan cosas. El aroma del té le trajo ciertas imágenes que, sin ser certeras, o siquiera mínimamente creíbles, eran su recuerdo, y como todos sus recuerdos eran también ella misma. Vio dos hamacas en la plaza Pringles, ambas siempre ocupadas, vio un cajón vacío y escuchó el sonido de las chicharras que cantan bajo el calor del mediodía. Vio eso, todo eso, y vio la casa de Pujato, como si se acercara, como si se le viniese encima. Y también sintió la aspereza del papel del ticket de colectivo, y el olor rancio de los asientos de atrás, ocultos, escondidos.

Agregó otra cucharada de azúcar. El padre la miraba desde el sillón.

Y lo dijo:

--Soy gay.

No dijo lesbiana, eran demasiadas letras, muchos sonidos, tampoco uso esa frase de algodón; me gustan las chicas. Decir gay es más fácil, un monosílabo, pensó que dolería menos, una sola articulación, una contracción simple; la lengua que sostiene el aire contra el paladar para liberarlo en un único movimiento, filoso como una navaja, y la glotis que modula el aliento de las vocales en esa mínima exhalación.

Y miró el fondo del líquido que no sabía que se había terminado, como buscando un agujero infinito; levantar el rostro era como mover una montaña.

Pero, en el silencio, volvieron a sonar las agujas del reloj en la pared.

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