Versión añeja de una adolescencia cualquiera…

Almendra venía al Teatro La Comedia de Cortada Ricardone a presentar el “Valle Interior” y además a evocar canciones compuestas a fines de los sesenta, era inicios de los ochenta y la dictadura cívico militar estaba en sus últimos y sangrientos días; aún no había estallado como una estalactita bizarra la declaración de guerra del impresentable general, “Las Malvinas son Argentinas, las hemos recuperado”.

El quehacer cotidiano se volvería adecuado, mientras la represión iba cediendo. Aparecían a través de la descompresión, hábitos evasivos y festivos que depararían en excesos, producto de tantos años de oscuras nubes sobre una existencia abrumadora.

Las farmacias pasaron a ser reservorios sagrados, donde encontrábamos todas las posibilidades químicas para disipar la mente hacia lugares abstractos. Esas puertas que se abrían, si no se cerraban a tiempo, ocasionarían a largo plazo una bifurcación intima irreparable, donde quizás alberguen miedos e inseguridades mutiladas al fin por erosiones externas.

Además de reagrupar Almendra, Luis Alberto había formado “Jade”, una banda exquisita de jazz rock y ya estaba en las calles el primer disco “Alma de Diamante”. La secundaria iba llegando a su fin como una larga sucesión de normas y enseñanzas difíciles de digerir cuando se está flotando en una simiente de poesías y anarquía.

Y hoy ya es mañana…

Con el féretro cerrado y las luces del alba cerniéndose sobre este martes funesto, se iba un presidente más hacia la tierra, pues somos de allí y volvemos allí, como resortes de una niña jugando en su círculo abstracto, un juego celestial que nadie descifra. El poder en la antigüedad se fundamentaba en la palabra, en la sabiduría, en la luminosidad de una visión poética de la existencia, el poder de la palabra y no de los milagros, sería como una funda de espinas conteniendo un corazón latiendo su desencanto y su furia.

Vincularse, como lo diría el iluminismo francés, con la naturaleza, a través de su comprensión matemática, en su autonomía latente, pensar un Dios exigente, o uno que sentado en una reposera de nubes gangrenadas, en su ociosa eternidad, solo hace señas de un encanto divino ilusorio.

El vincularse con los otros seres humanos requiere de una disciplina ordenada, de tal manera que es improbable no perder el equilibrio y en el camino transitado por la vida que nos es concedida, arrebatar y ser arrebatado por voluptuosidades, sentimientos, desencantos, utopías, dolores, ultrajes y todas las sensaciones que produce el latido furioso de una existencia terrena.

Aun la luz no había sacudido la noche…

En tren rumbo a la ciudad de La Falda, donde se festejaba el Festival de Rock de aquel país, parada obligada en Villa María y abordaje a un tren carguero que nos deposita en la ciudad de Córdoba y de allí a dedo hacia el poblado serrano que durante ese fin de semana iba a ser centro neurálgico de almas jóvenes y desencantadas. Allí entre arroyos, sierras, jarabes, jeringas, alcoholes, fogones, guitarras, carpas, vaciedad, pelos al viento, desnudez, rock and roll, poesías, libertad y encierros futuros germinaba una existencia que nunca sería integrada a los valores sociales, si ese fervor naciente hubiese permanecido intacto en las intimidades y sin ponerse a salvo a tiempo de dependencias posibles y duras.

El poeta Arthur Rimbaud caminaba desde su Charleville natal hacia París, entre la naturaleza que lo cobijaba e influenciaba, además de poseerla como un enigmático duende misterioso que detentaba los poderes, para traer en su pluma irrepetible los versos que anidarían en nuestra intimidad, dirigidos a nuestro centro neurálgico, para corromperlo, elevarlo, cuestionarlo, dinamitarlo, dejarlo tan despersonalizado como para indagar ahora sí, desde una vaciedad propia, aquello que nos perturbaba desde los inicios, el destino andrajoso que se mecía iracundo sin mostrar sus pestilencias.

Los días de verano son tan miserables como las profanas apariencias que hacen de lo cotidiano, una sortija, venerada por fantasmas, en un carrusel que solo lo habitan niños ancianos con neumonías incurables y acertijos aburridos.

Pensando un corto final adecuado para este insolente presagio…

Bebió su vaso de leche de almendras sin prisa, el sol se asomaba tímido como nunca por sus pestañas, que como lianas de una selva tropical, caían sobre sus ojos tan oscuros como la noche trágica de los días perdidos. Sin una mueca de fastidio y con una aparente paz intelectual, posó una vez más (sería la última) frente a la cámara analógica de su amante secreta, al perpetrar aquella luminosa imagen, entre luces del alba y flores marchitas, sintió que su tiempo en la tierra estaba cumplido y con un sesgo indescifrable se esfumó por el aire como un hada bellísima.