Rosita, ya sé que cuando nosotros nos amamos éramos muy chicos ¿No te molesta que diga nosotros, verdad? Porque yo estoy seguro de lo que sentí por vos, pero no puedo asegurar lo que vos sentiste por mí. Muchas veces estuve a punto de preguntártelo. Si no lo hice, fue por miedo. No siempre uno se aguanta las respuestas.

Éramos chicos y vos me llevabas unos años Rosita, eso nos jugó en contra. Siempre lo supe, desde el primer día. Y las familias que eran tan parecidas, eso también nos jugó en contra. Inmigrantes sufridos y desconfiados. Ser muy parecidos a veces no es bueno. En mi casa, eso nunca te lo dije, yo siempre escuchaba decir que los gallegos eran todos unos charlatanes, y si venían de Andalucía, encima vagos. Que se la pasaban cantando y en cualquier cosa encontraban una fiesta. Sólo los italianos eran laboriosos y aplicados. Pero esos ojos negros enormes que vos tenías, y a mí tanto me gustaban, en toda mi vida vi una descendiente de italianos con semejantes ojos.

Tu hermana Mari era distinta, se hacía la fina. A vos no te importaba parecer linda, vos eras linda. Aunque andabas con las piernas llenas de tierra después de tirarte al piso jugando con los perros. Vos no te dabas cuenta pero yo me quedaba durante varios minutos mirando algún buzo tuyo, o tus sandalias, cuando iba al lavadero a lavarme las manos ¿Por qué te pensás que demoraba un montón cuando tu vieja me hacía lavar las manos antes de darnos la leche?

Rosita, tu paciencia inmensa sólo era comparable con la que tenía mi vieja. Me acuerdo llegando a tu casa haciendo tumba carnero. Vos decías, “Ahí viene el loquito”.

A mí me gustaba que me dijeras loquito, y creo que debe ser por eso que nunca me molestó cuando me lo dijeron a lo largo de la vida. Porque tengo que serte sincero ¡Me lo dijeron tantas veces! No todos entienden a los soñadores. Y vos me entendías. Vos eras simple, Rosita, debe ser eso lo que más me gustaba de vos.

¿Sabés cómo me di cuenta todo lo que te amaba? Por los celos que tenía. Uno no cela lo que no ama. Eso lo supe mucho tiempo después. No me gustaba, y me ponía de mal humor, cuando jugabas para el otro equipo en los partidos que hacíamos en el patio de tu casa ¿Te acordás? Ese patio enorme lleno de gramillas Y de peor humor me ponía si en el otro equipo también jugaba mi hermano José. Él era de tu edad. Yo no quería que él jugara en tu equipo, si se daban un pase y se miraban yo sufría. Encima jugabas bien, de puntero izquierdo, eras ligera y tenías un zurdazo terrible. Si jugaba en tu equipo yo aprovechaba para festejar los goles y estar un rato abrazado con vos. Una vez jugando a la escondida ,contaba José, yo me escondí en un lugar bárbaro y quedé para lo último, si hacía la pica te salvaba a vos. Cuando me encontró mi hermano corrí desesperado, él se hacía el canchero porque era más grande y sabía que ganaba, cuando le faltaban unos metros para llegar tropezó y te salvé. Me acuerdo que cuando nos fuimos a abrazar festejando me pegó una cachetada diciendo que yo le hice una zancadilla, que por eso se cayó. ¿

¿Te acordás cuando me animé a ofrecerte casamiento, aquella vez que mi abuela tejió al crochet unas puntillas, y le dijo a mi vieja, “se las das a los chicos a medida que se casen”? Fui a tu casa contento y te di a entender que ya podíamos casarnos. Después tuve mucho miedo, pensé que no iba a poder darte todo lo que vos te merecías. Creo que esa vez del susto hasta le conté a mi vieja lo nuestro, y lo del casamiento. Ella me acarició la cabeza y suspiró diciendo “qué ocurrente”. Esa fue la vez que estuve como un mes sin visitarte. Del miedo, ¿sabés? No quería que nos casemos así, de golpe, y después sufrieras. Preferí extrañarte, por eso estuve un tiempo sin ir a tu casa. No te imaginás lo largo que se me hicieron esos días.

¡Qué feo fue cuando te fuiste a vivir a la ciudad! A ese día no lo podré borrar de mi memoria. Era otoño, o quizá invierno. Un día nublado era. En mi casa, en la mesa, a la hora de la comida, mi viejo y mi tío hablaban algo de una ley de desalojos. Yo no entendía nada, pero algo dijeron que mucha gente iba a tener que dejar los campos. Esa mañana cuando le pedí permiso a mi vieja para ir a visitarte se hizo la tonta y me respondió que el día estaba feo o algo parecido. Después llegó el camión. La cabina roja y la caja de atrás azul. Lo vi cuando llegó a tu casa, porque en esa época en el campo no había sembrados y se podía ver bien desde una casa hasta la otra. Me subí al árbol. Trepé como lo había hecho tantas veces cuando tenía ganas de verte, y me quedaba paciente, esperando que vos salieras al patio. Ese día algo raro pasaba, se veían muchas personas subiendo cosas al camión, entre tantas personas me era difícil encontrarte a vos, Rosita. Cuando almorzamos hice el comentario en la mesa del camión que vi en tu casa, pero todos cambiaron de tema. Yo sabía que cuando los adultos no quieren hablar de algo cambian de tema. José arrugó la cara como si supiera algo y dejó el plato de fideos por la mitad. Mi viejo me quiso obligar a hacer la siesta, pero estuve un ratito en la cama y me escapé otra vez arriba del árbol. A mirar, a ver si todo era mentira, si era una fantasía mía y no había camión ni nada y al otro día vos me esperabas como siempre para jugar.

A media tarde se escuchó el motor del camión, y algunas voces lejanas. Me esforcé al máximo para poder entender esas voces, pero al rato el camión salió despacio por ese patio de gramillas, el mismo en el que yo te abrazaba cuando vos hacías un gol, despacito iba el camión buscando el camino que quedaba ahí nomás.

Tomó el camino y con una polvareda tímida que lo seguía se fue achicando, achicando, y desapareció. A lo lejos mugió una vaca llamando a su ternero, me pareció tan triste ese mugido y el camión que ya no se veía.

Los días siguientes pasé largos ratos mirando tu casa abandonada. No sé cómo explicártelo. No podía evitarlo, la vista sola iba para ese lado y me daba tanta pena. Me ponía triste, pero era una amargura dulce, tan dulce como todo lo que te rodeaba a vos. Miraba a tu casa y sentía una opresión en el pecho. Mi hermano José también estaba un poco triste, pero a él nunca lo vi subir al árbol, ni llorar. Capaz que él gustaba de tu hermana. No sé, porque él nunca hablaba de esas cosas.

Después de unos años, un día que fuimos a la ciudad, mi vieja dijo que me iba a dar una sorpresa, y tocó timbre en una casa. Cuando vi salir a tu mamá casi me muero.

-¿Este es el chiquito? -preguntó.

En ese momento, ante las preguntas habituales, no me salían las palabras. Me comía la lengua por preguntar por vos.

-¿Los chicos cómo están? -preguntó mi vieja.

-Ahora viene Rosita -dijo su mamá.

Cuando escuché le puerta me acomodé en la silla. No sabía cómo hacer para que vieras que estaba grande y para disimular esos granos inmundos que tenía en la cara.

Entraste con un uniforme de la escuela. Te miré directamente a los ojos. Temblé, te lo juro. Quizá no te diste cuenta porque te dedicaste como una señorita a saludar. En un momento preguntaste por mi hermano José, me morí de celos. Quería preguntarte si recordabas cuando hacíamos casitas de pasto y nos quedábamos adentro. Pero te sentaste en la mesa, tomaste el jugo que nos sirvió tu mamá y conversaste con gestos calculados, como una persona mayor. Le eché la culpa a la ciudad, que te sacó esa sencillez que tenías cuando nos dábamos la mano y salíamos con una canasta a juntar huevos en los nidos que las gallinas hacían por el monte.

Al rato saludaste con esa gracia que siempre te acompañó y te fuiste. Tu vieja dijo que tenías que hacer un trabajo en equipo. Tuve ganas de seguirte, correr detrás de vos haciendo tumba-carnero y que vos me dijeras “loquito”. Pero yo tampoco era el mismo que antes, Rosita. Me quedé mirando una foto tuya que había en la tapa de una carpeta hasta que mi vieja dijo de irnos. Por un buen rato miré esa foto con tu nombre completo abajo, Enriqueta Rosa Antonia. A quién se le puede ocurrir llamarse así. Enriqueta Rosa, y encima le agregaron Antonia ¡Mirá que suena disonante! No es un nombre que llame la atención a nadie. Que feo suena ese nombre, Enriqueta Rosa Antonia! Que nombre tan falto de ritmo, tan raro y tan férreo. Tan distinto a toda esa cálida alegría y a esa mirada tierna que siempre hubo en vos, Rosita.