En diciembre de 2019 se reportaron en la ciudad de Wuhan, República Popular China, los primeros casos de lo que después conoceríamos como la Covid-19. Tal como ocurrió con el VIH tres décadas atrás, se trataba de un grupo de personas con un tipo de neumonía desconocida. Sin embargo, a diferencia del VIH, que se transmite por el contacto con los fluidos que tienen el virus, lo que después conocimos como SARS-CoV-2 hoy sabemos que se transmite a través de las pequeñas gotas de saliva y aerosoles que se emiten simplemente al exhalar. Eso, junto con que se trataba de un virus nuevo del que no había información, hizo que sólo tres meses después la Organización Mundial de la Salud (OMS) declarara el estado de pandemia el 11 de marzo de 2020.

La pandemia de Covid-19 tomó por sorpresa a todo el mundo: a los Estados, cuyo sistema sanitario no estaba preparado para una cantidad de casos tan vertiginosa y con una tasa de internación y mortalidad tan alta; a los profesionales de las salud, que recibíamos los casos que crecían más rápido que la evidencia para prevenirlos y tratarlos; a los científicos, desafiados a buscar respuestas en tiempo récord; a la sociedad, que se vio obligada a llevar adelante medidas preventivas extraordinarias y exigentes que tienen un impacto psicológico en el plano individual y económico en el plano social. Asimismo, tuvo como consecuencia que se relegara la atención de otras patologías lo que también generó un impacto importante en la salud pública.

Esta crisis nos recordó el rol rector indelegable del Estado en la salud pública y en el apoyo social a quienes se ven afectados por ella: esto incluye a las personas más vulnerables, pero también a las empresas y sus trabajadores. También nos demostró, una vez más, la importancia de los trabajadores esenciales y, entre ellos, de los trabajadores de la salud y la necesidad de reconocer su trabajo. Por último, puso en escena la importancia de contar con un empoderado sistema científico-técnico, capaz de haber generado respuestas variadas: desde la investigación básica al desarrollo de insumos diagnósticos, equipos de protección personal, recursos terapéuticos, investigación de vacunas e investigaciones sociales entre tantos otros aportes. Es curioso que haga falta llegar a una situación tan extrema para que comencemos a valorar la importancia de un sistema de salud público y de sus trabajadores como actores fundamentales en el cuidado de nuestra sociedad.

CRISIS Y DESIGUALDAD

Hubo quienes pensaron que la magnitud de la catástrofe “nos iba a mejorar como sociedad”. La realidad confirma que las crisis solo amplifican aquello preexistente. Así, lo desigual se hace más desigual, lo solidario se hace más solidario, lo miserable se hace más miserable. La carrera por los equipos de protección personal a comienzos del 2020, y por las vacunas ahora, se disputa en el marco de las inequidades geopolíticas y de la competencia comercial. Mientras hay países que tienen sus refrigeradores rebosantes de vacunas, hay otros -particularmente en África- que no han recibido una sola dosis.

Al igual que con la epidemia de VIH, lo realmente nuevo en el caso del COVID-19 es la aparición del virus. Así como fueron los primeros casos de VIH, el nuevo coronavirus implicó un cambio de rumbo y un desafío a mi profesión. Y también como en ese momento, estuvo signado por la estigmatización: de las personas que adquirían el virus, de quienes las atendíamos y a quienes se nos veía como focos infecciosos, de quienes poníamos a disposición de los responsables de las políticas públicas la (poca) evidencia disponible y las recomendaciones a partir de ellas para prevenir y contener la pandemia. También como fue en ese momento, esta nueva pandemia no estuvo -ni está- exenta de noticias falsas y campañas de desprestigio que no hacen más que entorpecer la respuesta veloz y eficaz a la situación. La utilización de la pandemia como insumo de la grieta política es un hecho gravísimo que conspira contra la salud pública y que debería repudiarse masivamente.

Hoy, a poco más de un año del primer caso, contamos en el país con un sistema de salud capaz de dar respuesta, con una sociedad comprometida, que conoce y aplica (en su mayoría) los cuidados y protocolos necesarios para reducir la expansión del SARS-CoV-2, y con un programa de vacunación que llegó antes de lo que cualquiera hubiera imaginado hace apenas 8 meses, pero que es insuficiente a escala global y local para atender la enorme y justificada demanda de las sociedades.

La pandemia nos pone a prueba todos los días. ¿Seremos capaces de entender que para reducir su impacto en términos de enfermedad, muerte y disrupción socio económica, nadie sobra y nadie debe ser dejado de lado? ¿Podremos entender que los llamados al “sálvese quien pueda” así, como las posturas negacionistas, son convocatorias al desastre como lo podemos ver mirando a países vecinos como, por ejemplo, Brasil?

El coronavirus llego para quedarse, al menos por un buen tiempo. Si queremos reducir su impacto humano, sanitario y social, ayudemos a las campañas de vacunación con nuestra conducta de cuidado social responsable. Nuestra acción (o nuestra inacción) no determina sólo cambios en el reporte diario del Ministerio de Salud. Como dice la canción de Joan Manuel Serrat: “detrás está la gente”.