“Escribir más/ y más de lo mismo es/ otorgar consistencia al jardín”, escribe Diana Bellessi motivada por un ginkgo biloba, el árbol que sobrevivió entre las ruinas de Hiroshima. A veces Bellessi escribe con diminutivos. Por ejemplo, al acordarse de sus abuelos arrendatarios en Santa Fe, cuando dice chacrita. Y los diminutivos les conceden a las cosas, a la experiencia de las cosas perdidas, una dimensión de infancia, la realidad percibida en un detalle, ese que adquiere la trascendencia de la magdalena proustiana. A dónde voy, me pregunto y trato de explicarme. Voy hacia eso que dice Carlos Battilana en su libro Una mañana boreal: “Sabe/ con razón/ que esta lluvia/ de infancia/ nos pertenece”. La melancolía lo devuelve a un campito. Y también, a propósito de la luz, la mala: “Paz del campo/ que esconde/ la luz de los cementerios”. Y remata: “La luz mala/ de las noches y los días/ es esa quietud/ que allí ves”. Pero, se interroga, cómo escribir eso que le pasa “alejado/ de cualquier sentimentalismo/ de cualquier/ efusión”, cuando dice chacrita. Entonces se ordena: “Escribe/ otra vez./ Una y otra vez”. Creo además encontrar ecos, reverberancias de voces paisanas en estas poéticas. Las afinidades, como encajes, suelen sorprender en el fluir de lecturas en apariencia distantes. También me sucede, por ejemplo, entre un verso de Ungaretti y una voz de Porchia y después, desplazada la voz de Porchia, sentir su radiación en Pizarnik, que era amiga y admiradora de este calabrés legendario por su parquedad. “Belleza del que está/ donde no pertenece” escribe Bellessi. Entonces, me pregunto, cuál es la tierra de un abrojo mencionado en tal o cual poema. Acaso sean esas voces intercambiables, fusionándose en un solo discurso poético que nos comprende y, no siempre, sabemos por qué.

Hace meses empecé a llevar unos cuadernos donde anoto experiencias de lecturas, por lo general, de poesía. Este diario le viene ganando terreno al íntimo, ese donde registro venturas y catástrofes cotidianas, por lo general –no soy original en esto– teñido por una gravedad que, al recorrerlo, me doy cuenta, me hace sentir, además de poco original, patético. Me enredo en estas disquisiciones mientras el diario de lecturas, como dije, afortunado, le viene restando importancia al íntimo. Inevitable, en el diario de lecturas no pocas veces se filtran observaciones que debieran estar en el otro. El de lecturas, por tanto, como doble, es el diario del otro y, en ocasiones, aún con sus elipsis, no menos íntimo. Es que leo desde mi historia personal las latencias de la cotidianidad que imprime sus vicisitudes a la lectura. Esto me pasa, en especial, al privilegiar la poesía.

A dónde voy, me pregunté recién. Un peligro, me digo, es que estas citas, recortes, resulten arbitrarios a los lectores, un popurrí variopinto. Sin embargo, en todos los fragmentos advierto, si se quiere, un sentido. No encuentro otra palabra que lo pueda definir con más transparencia: sentido, eso que se le rehúye a nuestros días. De lo que se trata, en esos poemas, es de capturar aquello que se pianta, la infancia en el ya fue mientras era vivida. Como plantea Battilana refiriéndose a los días de hace años: “La luz de la mañana/ se disuelve/ sobre todas las cosas/ y sobre todos los hechos/ a los que designamos/ con una palabra fugaz/ ya no como forma de la posesión/ sino como testimonio/ o como huella/ de un ojo que mira/ el día/ por primera vez”.

De entrada me engancharon los poemas de “Así es el fuego” de Mercedes Araujo: una “selva a fogonazos/ nos crece dentro/ y ofrece lluvias, lianas y parásitas/ tantas que hacen del jardín dormido/ rosaleda/ prado/ huerta/ vega, edén y oí/ bajo la escarcha/ como maúllla, croa y ruje/ este vergel”. Me llama la atención el “ruje” con jota, que puede ser una errata, pero no estoy seguro porque más tarde nombrará tigres de bengala bramantes. Es decir, habla de una naturaleza a un tiempo suave, envolvente y también peligrosa: “Estrujo ramas, alzo javillas/ y alimento/ un fueguito miserable/ hasta sacarlo infierno”.

A Bellessi volví a encontrarla este verano en Zavallla, con z, una memoria que editó la Editorial Municipal de Rosario. A Battilana y Araujo, los descubrí por esos días en una edición conjunta de sus obras respectivas publicadas por Club Hem. Retrocedo a lo que denominé voces paisanas, y ahora le encuentro más firme su lógica interna. Bellessi, Battilana, Araujo, son del interior, término que convendría reinvindicar como atributivo de una cualidad del ser. Se me hace más claro al leer a Araujo qué tienen en común estas tres escrituras. Provienen Bellessi de Zabala, Battilana de Paso de los Libres y Araujo de Mendoza. En esa cosa de los yuyitos está quizá uno de los secretos de ser del interior. No andan lejos, probablemente, del bosque de Hölderlin, Novalis y Trakl, ese lugar natal en que se detuvo Heidegger. Y creo sentir la brisa de los pagos fluviales de Juanele, sus versos chinos, ese Gualeguay que puede leerse como Yang Tse y viceversa, proyectándose en los versos vietnamitas de Araujo, “el Mekong de bosques densos/ y vacas esqueléticas/ o rutas derramadas/ como lágrimas o suturas toscas/ entre arrozales/ en los que un millar/ de mujeres/ cosecha de rodillas”. Más tarde Araujo se lo pregunta: “¿Y el amor?”. Su contestación: “el amor es el peso del mundo/ sin amor no hay descanso/ tampoco creas/ que tenemos una mínima/ incidencia/ sobre las iluminaciones/ o los venenos/ de semejante hiedra”.

En tanto, los diarios se me complican y otra vez una anécdota que debiera estar en un cuaderno se cuela en el otro. No me sorprendo tampoco si las lecturas vienen a menudo a un tercer diario, este donde publico contratapas los domingos. Hace unos meses escribí una contando cómo unos gajos de unos malvones que eran de mi madre, provenientes de mi casa natal en Mataderos, vinieron a dar a la casa de Olivos donde vive mi compañera. El domingo pasado, en Pacheco, en la casa de mi hija mayor, después de un asadito familiar, cuando nos íbamos, al despedirnos, ella nos detuvo ante un árbol. Extrajo unas hojas. “Pueden usarlas como señaladores. Son del ginkgo de la abuela. Me traje un gajo”, aclaró. No pude no pensar en el ginkgo que Bellessi nombra. “Más y más de lo mismo”, por qué no. No me pareció mala idea y la asociación de las derivas de los gajos me dio que pensar, si quieren, entre las vueltas del azar y/o el determinismo de la naturaleza, una herencia no siempre evidente. Lo mismo, me digo, suele pasar en la poesía, los gajos de Juanele que bajan por esa corriente que pasa por Bellessi y envuelve a Battilana y Araujo. Gajos que perpetúan otra vida.