Apenas se enteró por los diarios de la inesperada declaración del chamamé como Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco, a fines del año pasado, el acordeonista Raúl Barboza pensó en Astor Piazzolla antes que en cualquier personalidad litoraleña. Una de sus costumbres, bien temprano en la mañana, es hacerse un café y prender la computadora en el living de su departamento parisino. Entonces se topó con la noticia y recordó la primera vez que tocó en Francia a sus 50 años, cuando nadie sabía quién era, de la mano del famoso bandoneonista.

“Sé que Astor ha tenido mala fama, de tipo cabrón, pero conmigo fue muy generoso. Me dio la oportunidad de que me acepten con mi música, de enseñar el chamamé y expandirlo por Europa”, dice del otro lado del teléfono, en una mañana del invierno francés. Luego, con su tono grave de locutor, cita a otros artistas fallecidos, con quienes supo compartir escenarios: Jaime Torres, Ariel Ramírez, el pianista Carlos García, Ramona Galarza. “Hicieron su tarea y se fueron. Por mi parte, no tengo de qué quejarme. Estoy bien de salud a mis casi 83 años, me siento fuerte, con ganas de seguir tocando y más ahora con este nuevo certificado internacional”, agrega, con una risa irónica.

Elegíaco, dueño de un humor repentino y sencillo, que se complementa con el porte de caballero Zen cuyo aura monacal lo transporta a la mística de su acordeón, Raúl Barboza acaba de recibir un nuevo reconocimiento de la embajada argentina en París. Después de conocida la declaración de la Unesco, en enero tocó allí junto al notable guitarrista correntino Rudy Flores en un concierto grabado como memoria histórica, pero sin la agitación del vivo. A la sala asistieron sólo cuatro personas de la producción, por los protocolos de la pandemia. Tocaron música litoraleña, la que conocen desde niños, casi para sí mismos.

"No había nadie, era muy triste. Al público había que imaginarlo" dice Barboza, soltando una ligera carcajada y permitiéndose una breve pausa. "Fue la primera vez que toqué desde la cuarentena. Y ahora estoy motivado, armando cosas nuevas".

FOTO DE RAUL MANES

LE CHAMAN DU CHAMAMÉ

En París vive desde 1987 y es “huésped de honor”, reconocido por los franceses como Caballero de las Artes y de las Letras. A mediados de junio, para su cumpleaños, anticipa que tiene pensado una gira por Argentina y Brasil con conciertos y seminarios, acompañado de distintas formaciones, desde dúos a ensambles de cuerdas. “Extraño ese deseo de andar. Siempre dije que soy como mis ancestros guaraníes, un indio que viaja. Mis abuelos remontaron el Amazonas y llegaron hasta el Caribe buscando la tierra sin mal, libre de la destrucción del hombre occidental. Sigo sus pasos”, dice locuaz, pero nunca intempestivo.

Después se explaya refiriéndose al pasado reciente, en una suerte de contrapunto emocional: “Ojo que estuve a gusto en la cuarentena en mi departamento con Olga, mi mujer. Por suerte no nos falta la comida, la salud y el trabajo. Soy casero y de personalidad tranquila, no me he deprimido como sé que les pasó a otros músicos porque hace tiempo que tengo la máxima que lo que no se puede hacer, simplemente no se puede hacer, entonces hay que aprovechar la vida para otras cosas. ¿Por ejemplo? En mi caso estudiar mejor la técnica del acordeón, aprender a tocar la guitarra, juntarme a ensayar con un pianista francés y dar clases a otros músicos desde el teléfono”.

Clásico y moderno, compositor e intérprete de un sonido exquisitamente elaborado, con 72 años de trayectoria Raúl Barboza se caracteriza por seguir cultivando un carácter abierto y flexible a las resonancias de cada época -está preparando un disco con el joven pianista Pierre-François Blanchard, ligado a la nueva generación de talentos franceses- y de ciertas regiones -sus afinidades electivas son los ritmos brasileños, el jazz, la música de cámara y las melodías folklóricas de cualquier parte del mundo-, sin nunca perder el diálogo fecundo con las raíces del chamamé, el género que toca desde su infancia y que representa a nivel mundial desde que Piazzolla -otro mentor de aplicar la herejía sobre la herencia musical- le abrió las puertas en París.

La evocación, en el centenario de su nacimiento, no es nada casual. En Francia apenas si se había escuchado la palabra chamamé. Piazzolla lo recomendó para que tocara en el Trottoirs de Buenos Aires, un reducto tanguero de la bohemia parisina que había sido apadrinado por Julio Cortázar. A fines de los ochenta, con casi 50 años, el acordeonista arribó con una visa que se vencía a los tres meses y el dinero justo para sobrevivir. A los 50, en efecto, estaba empezando de cero; Raulito el mago, como lo llamaban cariñosamente, aquel que había grabado veinte discos y tocado con Mercedes Sosa y Los Chalchaleros pero que ese entonces manejaba un taxi en Buenos Aires excluido de las grandes compañías, era un perfecto desconocido en la Ciudad Luz.

Las primeras semanas en Francia -recuerda ahora, entre silencios y reminiscencias- fueron duras. Se ofrecía a tocar en bares y restaurantes, pero pedían el repertorio conocido del acordeón. “No quería tocar tangos ni valses franceses. Me había ido de Argentina justamente porque rechacé ejecutar la música de moda. Y no claudiqué hasta mostrar mi música, el chamamé”.

Cierto día entró a un bar pequeño y el dueño le dio una fecha sin escucharlo previamente. A la semana siguiente, se presentó en el escenario sin hablar una palabra del francés; el local estaba lleno. “En Francia cuando el músico toca, la gente ni respira, deja de comer. La presentadora dijo mi nombre y nada más. Me senté a tocar chamamés y la gente aplaudió con ganas. Luego pasaron el sombrero. Había mucha plata, como mil francos. Nunca pasé penurias, en los malos momentos siempre venía un ángel y me daba una mano”.

Fue entonces, dice, que apareció el ángel mayor: Astor Piazzolla. De joven lo había cruzado en la calle, en Buenos Aires, y se saludaron mutuamente como colegas. En París, Barboza se contactó con managers, y una chica de prensa mandó diez sobres a distintos artistas para solicitar una carta de recomendación. El único que respondió fue Piazzolla, que habló con el Trottoirs de Buenos Aires para conseguirle una fecha exclusiva. Raúl Barboza compró el diario Liberación y vio que en un recuadro había una firma conocida.

“Yo sería incapaz de tocar un chamamé. Porque para tocarlo, hay que nacer en esa región. Cocomarola, Abitbol, Montiel. Y ahora, Raúl Barboza, que tiene toda mi consideración”. La firma que acompañaba esas palabras era la de Astor.

Pero no todo terminó allí. Barboza tuvo que armar un grupo de improviso para tocar esa noche. No había ningún músico litoraleño viviendo en París, entonces convocó a Ciro Pérez, un guitarrista uruguayo, y a Lincoln Almada, arpista paraguayo. En primera fila, Astor Piazzolla estaba sentado junto con su amigo Juan José Mossalini. Le hizo señas desde el público, matándose de risa. Y sucedió lo impensado.

“Ni imaginé que podía estar, porque Astor estaba en Nueva York por esos tiempos -rememora Barboza, con gracia-. En el repertorio había incluido "Adiós Nonino". Y no va que en un movimiento se me salió el plástico del fueye, el que hace escapar el aire. Me sangraba el dedo, pero toqué igual, con dolor, apretando el clavo. Luego bajé a saludarlo. ´Vine a verte, Raúl, tocaste muy bien´, me dijo. No sabía cómo agradecerle el gesto que tuvo conmigo. Se despidió diciendo: ´Quedate tranquilo, tengo un defecto y es que siempre digo lo que siento”.

Nunca tocaron juntos. Barboza lo fue a ver varias veces en conciertos europeos, aunque siempre lo saludó a la distancia. Tiempo después se encontró con Amelita Baltar en Cosquín y ella le dijo: “Raúl, no sabés cómo te quiere Astor”.

-Jamás entré a su camarín, era algo innecesario. Era como mi papá en la música.

Poco tiempo después, a Barboza lo empezarían a invitar de prestigiosos festivales de jazz como los de Montreal y Montreaux, y surgieron giras por Israel, China, Rusia, Japón -donde coincidió en conciertos con Horacio Salgán-. Por un convite de Peter Gabriel, tocó en Inglaterra. A la fecha, tiene diez discos grabados en Francia -destacan La tierra sin mal y Chamamemusette, junto al acordeonista francés Francis Varis y el percusionista brasileño Ze Luis Nascimento-, donde recibió premios como el Grand Prix Charles Cros y llegó a grabar con Cesária Évora. “Me escuchó una vez en la radio y le pidió a mi representante que tocara en uno de sus discos. Después me la crucé en un concierto, se me acercó, nos saludamos. Estaba descalza, sonreíamos, nos quedamos un rato en silencio. Y una segunda vez en otro festival. Siempre con ese respeto, sin hablar demasiado y estando solos”.

AVES MITOLÓGICAS

Podría hablar por horas, lento y acompasado, disertando sobre el sentido del canto de los pájaros, a los que reconoce como principal influencia (“el colibrí es un ave mitológica, comunica los sentimientos. Cuando abro el fueye, siento que salen a rodar esas enseñanazas”); de cuando los tangueros ortodoxos le decían “qué bien que tocás, lástima que tocás chamamé”; de cómo aprendió de cero a manejar su mano izquierda cuando escuchó a Ildo Patriarca (“el tapado más notable de todos”) y de sus contactos con pueblos originarios, como sus reveladoras charlas con el cacique Catán en el Chaco -“soy guaraní, mis padres nacieron en Curuzú Cuatiá y yo, de casualidad en Buenos Aires”-.

De pronto, en la conversación, recuerda su juventud cuando sus maestros Ernesto Montiel, Damasio Esquivel y Tránsito Cocomarola se deleitaban con sus solos asombrosos -sincopados, sin florituras, con sutiles líneas rítmicas como en sus temas “Llegando al trotecito” y “El estibador”-, algo distinto del toque típico de los chamameceros, y que parecían surgidos de otro universo: no era la previsible cadencia para brincar en la danza. Era un viejo sueño suyo, dice, que se reconociera el chamamé no sólo como una música de baile, sino también para disfrutar de tan sólo escucharla.

A Cocomarola lo recuerda con nobleza. Una tarde volvía a Corrientes desde Buenos Aires manejando un auto viejo, de esos que tenían el volante a la derecha. Iba con un compañero músico y le dijo: “Mirá, esas es la casa de Cocomarola, pintada con los colores de Boca”. Frenó y Cocomarola le hizo una seña para que diera la vuelta y lo visitara. Estaba doña Anita, su señora, que los invitó a pasar. Hacía 40 grados de calor. Anita le dijo que su marido había salido pero que regresaría pronto. Raúl Barboza y su compañero se rieron: sabían que el viejo acordeonista estaba en la casa.

“Resulta que como estaba en pantalones cortos fue a su pieza y se cambió. Volvió con su saco blanco, en medio de ese calor infernal. Me demostró con ese gesto cómo hay que recibir a los amigos, con la gentileza de ofrecer lo mejor. Porque él sabía cómo era la vida desde ese rinconcito provinciano”, dice Barboza, que también en su look habitual suele vestir saco y pantalón de vestir. “Otro día fui a su casa y escuché un acordeón que tocaba tangos. No lo podía creer, porque era una técnica despojada, una sensibilidad de alguien que conocía desde adentro y no sólo por gusto. Pero era el Coco, un tipo que tocaba el chamamé como nadie pero que también podía interpretar otras músicas con la misma entrega y pasión. Era un genio, nos inspiró muchísimo”.

De Isaco Abitbol conserva una anécdota magistral. En un escenario de Buenos Aires se encontraron Abitbol y Aníbal Troilo. Para la sorpresa del bandoneonista correntino, conocido como el Patriarca del Chamamé, Pichuco se acercó con cariño.

-Hola, maestro –saludó Troilo.

-Perdón, el maestro es usted –contestó Isaco.

-¿No quiere tocar un tango para nosotros? –preguntó Troilo, con su orquesta esperando de fondo.

-Maestro, ¿cómo puedo tocar un tango adelante suyo? No es posible.

-Le pido que lo haga. Por favor.

Entonces Isaco Abitbol se agachó, buscó su bandoneón y tocó. No pidió acompañamiento. Lo hizo solo. Pichuco y su orquesta permanecieron sentados, en silencio. Luego Troilo se levantó y no pudo siquiera aplaudir: agarró un pañuelo para enjugarse las lágrimas.

-Yo quería tocar como ellos, mis maestros. Nunca busqué ser diferente. Cuando llegué a Francia me miraban raro, y si no fuera por Astor y por mi mujer Olga, que me apoyó a seguir buscando, nos hubiéramos regresado a Argentina -amplía Barboza, desde su departamento parisino-.

Pero pasaron 34 años y ha conseguido un respeto admirable de músicos de todas partes del mundo.

-No fue un camino fácil, tuve que trabajar y luchar mucho, no para imponerme sino nomás para que me escuchen. Hoy siento orgullo porque gente que aprecia la música clásica disfruta del chamamé con la misma dedicación. Para mí, ha sido el trayecto de toda una vida con el acordeón.

DE CHICO RAÚL YA TOCANDO EL ACORDEÓN

Su camino es similar al de Dino Saluzzi, el bandoneonista salteño que cautivó a los alemanes del sello ECM sin renunciar jamás a sus principios estéticos. Coincidiendo con Saluzzi, incluso en el parentesco instrumental, su suerte ya estaba echada en Argentina: los mismos que lo idolatraron por su talento, lo encasillaban en el chamamé más comercialmente festivalero. Ese que supo conocer durante décadas, desde adolescente, cuando empezó a viajar por todo el país en interminables giras, peñas y conciertos junto a una enorme cantidad de músicos, en noches de carpas y caminos de tierra. Hasta que se cansó y abrió la cabeza a otras texturas en las maneras de concebir las voces del fueye, elevar en su búsqueda tímbrica al chamamé como experiencia espiritual. Y sumar ese toque de improvisación, sin fronteras; equilibrado, redondo y a la vez fantásticamente virtuoso, el que ha construido como una marca de estilo, tesoro preciado de todo músico.

Sin vueltas teóricas ni palabras rebuscadas, a Raúl Barboza -que recién empezó a escribir música a sus 60- le parece algo sencillo. Partir del extraordinario acervo de la música popular -“me deleito todavía escuchando el Cuarteto Santa Ana”- para poder autorizarse un gesto de apertura, un cierto desplazamiento de sus cánones rítmicos y melódicos. En ese sentido, cuenta la confianza que recibió de los intérpretes de tradición académica en Francia para que con el acordeón improvisara libremente bajo su toque reposado, despojado de estridencias.

-La tradición folklórica es hermosa. El problema es de la gente que quiere hacer plata y te invita a vender el alma al diablo. Los productores me trataron de inútil por no querer ganar plata y me fui a Brasil, tuve que inventar el nombre de Los Caminantes para grabar un disco porque no me dejaban hacerlo como Raúl Barboza. Pero el pueblo nunca dejó de escucharme, amo a mi país.

La única manera de recibir una creación, según el acordeonista, es creándola de nuevo. “No hay que tener miedo de cambiar y de hacer algo distinto. Aunque nos encante cómo tocaba Tránsito Cocomarola, estamos en otra época y ejecutaremos la obra de otra forma. Eso es lo que me reconocen los jóvenes cuando conocen mi obra, tal vez me adelanté a mi tiempo sin saberlo y recién ahora llegan los ecos. Alguna vez escuché decir a Ramón Ayala estas palabras: ´Qué cosa hermosa es el hombre, hecho de luz y misterio, parado sobre los siglos, andando sobre el planeta´”.

Raúl Barboza no puede sino despedirse con memorias de su madre Pilar (“los buenos modales y la no búsqueda de enemigos. Fue su sola enseñanza, porque nunca hice ninguna terapia, salvo yoga para aprender a respirar”) y de su padre Adolfo -cantor correntino que a sus seis años le regaló un acordeón roto, encontrado en la calle-. Resalta la potencia poética de Atahualpa Yupanqui -“vuelvo siempre a sus versos”- y su amor por Brasil, donde cultivó la amistad con Luiz Carlos Borges y su admiración por acordeonistas como Dominguinhos. Y no se olvida de nombrar a Nico Cardozo como la joven promesa argentina, con quien lanza un llamado a la evolución del chamamé, ese aroma telúrico que sigue despertando el interés de músicos de todo el planeta. “Y eso que en mi época había que aprenderlo solito. Recuerdo cuando Adolfo Ábalos me ayudó a interpretarlo, porque la música guaraní no se escribía. Los tiempos cambiaron y hoy se puede estudiar en todos lados. Pero la libertad sigue estando en la capacidad interior, en la sed íntima de ir hacia lo desconocido. El poder creador es lo único que nos va a salvar, es un acto de fe”.