En la “Introducción a la metafísica” del filósofo alemán Martin Heidegger, éste justificaba el nazismo como un “destino del ser”, una coartada que eximía de cualquier responsabilidad personal. Jürgen Habermans, cuyo padre había sido un destacado colaborador del régimen nazi, y el mismo un joven perteneciente a las juventudes hitlerianas, era partidario de que sí había habido una culpa colectiva. Una culpa que, al menos, tenía que solventarse con un reconocimiento público. Habermans se apoyaba en “La cuestión de la culpa” (1946) de Karl Jaspers. Su autor se posicionó claramente contra la negación de una responsabilidad colectiva que facilitaba la evasión “a aquella mentira vital que hace creer que uno no ha obrado erróneamente en ningún momento en condición de individuo singular, es decir, de no haber sido autor sino victima de la situación. 

Para Jaspers, de la culpa política de un Estado criminal son colectivamente responsables todos los miembros de ese Estado. Y añadía que “sin la conciencia de una responsabilidad colectiva no sería posible reconstruir una sociedad enferma”. Adorno también insistió en la culpa alemana, y Arendt justificaba la gran laboriosidad germánica tras la derrota como la mejor forma de olvido, y explicaba, en “Los orígenes del totalitarismo”, que es imprescindible deshumanizar a un pueblo para poder exterminarlo sin culpa.

Es difícil mirarse hoy en el “espejito, espejito, de Blancanieves sin trampas, sin filtros, con todas nuestras fragilidades a cuestas. Asumimos la responsabilidad colectiva de llenar las plazas, los estadios, sembrando la algarabía en las tribunas, entre “gurkas”, gambetas, muerte, caños, pibes-soldados ulcerados, y un cinismo endémico agitado desde la lejanía. Tiempos donde fuimos moribundos ambulantes de una alegría inducida, maquillada, un desasociego frívolo. Pasiones futbolísticas de andar por casa, salpicadas de sangre seca. Buscábamos destellos de belleza donde no los había.

El 2 de mayo de 1982 el ARA General Belgrano fue hundido en las aguas del Atlántico Sur. El resultado: 323 fallecidos. A nosotros la tragedia nos sorprendió en pantalones cortos. Entrenando. Un delirio indómito. Días más tarde nos enfrentábamos a Quilmes por los cuartos de final del campeonato Nacional. Estábamos de fiesta. Habíamos eliminado a Independiente en la zona, y con ello escalamos a una de las plazas para pelear por un título inédito. 

El estadio de Unión de Santa Fe amaneció festivo, con sus costurones a punto de estallar por una algarabía oceánica. Los petardos de colores silenciaban las granadas de mano y las bombas de racimo. Un 1-1 escaso en el partido de ida nos llevó a definir la clasificación de visitante. La alegría desenfrenada se volvió a instalar en el campo de juego del viejo estadio cervecero. Repetimos marcador 1-1: prórroga y penales, 4 a 3 para los locales. Y ahora la tristeza, que hacer con la tristeza. El escalofrío de las luces apagándose, quedándonos a oscuras, tanto como para dejarnos ciegos. El estadio de Quilmes explotó entre papelitos, cánticos, bombos, y sonrisas. Temblaba al son de “el que no salta es un inglés, el que no salta es un inglés”. A las islas del olvido llegaban los ecos de la fiesta tardía.

Durante la guerra de Malvinas, el fútbol argentino no se interrumpió. (Télam)

El delirio de una guerra postiza, miserable, provocó un mundo imaginario propio de espectros como hologramas, entre “rabonas” y pibes-soldados degollados en las orillas de las playas, entre algas y salitre.

En la semblanza de toda desilusión predominan los tiempos oscuros, el desasosiego crepuscular, los paisajes brumosos. Solo nos queda el engaño de lo que somos, el olvido de lo que hemos sido, y la negación de lo que podemos ser. Guerra y fútbol, muerte y alegría.

En la inmunidad del rebaño se refugia la inclemencia del prójimo, la servidumbre voluntaria. Esas muertes han venido para siempre a habitar nuestra tristeza.

(*) Ex jugador de Vélez, Unión y campeón Mundial Tokio 1979.