Desde Barcelona

UNO Cuenta William Gibson (Rodríguez lo lee en una entrevista) que aún puede verse hace décadas, comienzos de su carrera como escritor, con un block de páginas amarillas en la mano: "Escribí infospace y dataspace y se me hizo que no sonaban muy sexy. Entonces escribí cyberspace y la palabra pareció contonearse con sensualidad desde mi lengua. Lo de cyberpunk, aunque se me lo atribuya, no fue acuñado por mí y nunca me gustó".

Desde entonces (Rodríguez en 1984, ese año, leyó Neuromancer y se acuerda de lo que sintió al ser lanzado a ese mundo diferente que ya es un poco este, tan "nuevo" y tan "normal") Gibson no ha hecho más que, en los márgenes, convertirse en uno de los escritores más centrales de esta época. Porque en Gibson la periferia es el interior y nunca se está fuera de contexto: en Gibson el contexto es el centro.

DOS Y William Gibson no ha dejado de registrar términos y patentar conceptos. Y Rodríguez no ha dejado de leerlo desde entonces. Y, sí, leer a Gibson es una experiencia extraña. Las primeras cincuenta páginas de cada una de sus novelas suelen ser un desafío: no se entiende casi nada. Pero (a diferencia de lo que suele ocurrir con las producciones de J. J. Abrams y de Christopher Nolan) superada una cierta aclimatación a su atmósfera y léxico y cadencia, de pronto todo se vuelve comprensible sin saber cómo se ha llegado a semejante situación psycho-histórica y socio-histérica.

Así, entre el desconcierto inicial y el casi inmediato conocimiento, leyó Rodríguez su primera Trilogía Sprawl (abierta por la ya mencionada Neuromancer). Siguió con la Trilogía Bridge y la Trilogía Blue Ant (done destaca esa obra maestra que es Pattern Recognition/Mundo espejo, y protagonizada por la cool-hunter Cayce Pollard y su rara y valiosa hipersensibilidad ante logotipos que le permite predecir éxito o fracaso de una determinada marca). Y ahora está (se han publicado las dos primeras entregas: The Peripheral y Agency) con la Trilogía Jackpot.

Y, sí, Jackpot es otra de esas palabras que Gibson no inventa pero que sí abduce primero para resignificarlas después.

TRES Y después es ahora. Y Jackpot (dentro de la terminología del juego de azar) es el Premio Mayor, el Gran Bote, el Gordo. Para William Gibson, en cambio, es el nombre que se le da desde el siglo XXII a lo que ya está sucediendo. Algo que, según Gibson, comenzó de manera casi secreta pero que ahora se propaga, sin prisa ni pausa, hasta contagiarlo todo y sin vacuna o cura a la vista. Porque para los personajes futuristas de The Peripheral y Agency (advirtiéndonos desde un mañana que oscila entre el poder de cleptócratas todopoderosos y la fabricación y consumo de drogas ilegales) el Jackpot no es otra cosa que un apocalipsis en cámara lenta: un fenómeno sin causa clara pero multicausal y sin inicio claro ni final inminente.

En el Jackpot (ninguna mitología apuesta a un holocausto/armagedón de largo y agotador aliento y esto fue lo que le interesó explorar a Gibson) nadie sacó armas ni fue devorado por algo desconocido. Mucho menos tuvo tiempo y lugar un conflicto nuclear o meteoro chocador. Lo que sucedió, en cambio, fue "todo lo demás": sequías, desaparición de abejas y extinción de todo depredador alfa, inmunidad a los antibióticos, sucesivas pandemias que no fueron la Gran Peste sino constantes plagas small o medium y, last but not least, frecuentes colapsos informáticos enloqueciendo más y más a una población adicta a sus gadgets y completamente inútil para cualquier tarea que no sea fotografiarse y mensajearse. No una Gran Caída sino un sin número de tropiezos (semanas atrás, Rodríguez reflexionaba sobre el acto fallido del constante recaer que, en su frecuencia, jamás llega a permitir el ponerse del todo de pie y así nunca alcanzar la resistencia/inmunidad del hacerse a los golpes sino la debilidad del deshacerse a los golpecitos). Así, entropía y distopía y, al poco tiempo, muere el 80% de la raza humana porque --postula Gibson-- no estamos listos evolutiva o mentalmente para concebir/sobrellevar un fin del mundo en cuotas a muy largo plazo y con crecientes intereses.

CUATRO Y Gibson no se apoya en el fácil y confortable maniqueísmo de Black Mirror ni le atrae tanto lo-que-vendrá como recurso/estética (lo suyo está mucho más cerca de Dick & Ballard que de Clarke & Asimov y es tan personalmente weird como lo de China Miéville y Jeff VanderMeer). Como evidencia incontestable ahí están sus ensayos en volumen de título irresistible: Distrust that Particular Flavor. Allí Gibson avisa acerca de los poco confiables sabores particulares de toda compulsión predictiva (y del recelo que le producen) en pequeñas piezas como "Internet es una pérdida de tiempo" o "¿Llevaremos chips de computadora en nuestras cabezas?" (la respuesta es "Tal vez. Pero sólo una o dos veces, y probablemente por no demasiado tiempo"). Allí también Gibson celebra la música de Steely Dan, ruega por la llegada del "Garage Kubrick" e incluye su prólogo a una antología de Borges: esa "voz elegante y misteriosa a la que acepté sin dudarlo como la del más bienvenido de los tíos y habitante de un sitio inequívocamente mítico llamado Buenos Aires".

CINCO Ahora, en esa ciudad mitomaníaca llamada Barcelona de ese reino cada vez más fabulador y turistificado conocido como España (donde, de pronto, lo único que parece importar es la inminente star war como modales de vetusta space opera por la nebulosa de Madrid), Rodríguez se aferra al tan bien escrito y descripto catastrofismo gibsoniano. Lo de Gibson, sí, casi como medicina (más bien admirable placebo, porque alivia poco y nada más allá de su genio) mientras Rodríguez espera a que lo llamen para poner(le) más el anticuerpo que el cuerpo. La vida es, desde hace un año, un virus. Y, desde entonces, la comprobación incontestable de que --Gibson dixit-- “Todo lo que en realidad tenemos cuando simulamos escribir sobre el mañana es ese momento en el que estamos escribiendo... Lo que a mí me interesa es la versión libremente alucinada del presente o del ayer inmediato. El futuro ya está aquí, sólo que no está bien repartido”.

Y hablando de futuros posibles y de malos repartos y de colapso de lo informático y de lotería gorda que te deja temblando en los huesos, días atrás Rodríguez se enteró en el noticiero lo de esa joven pareja británica que todas las semanas a los mismos números del Euromillón automáticamente vía transferencia bancaria on line. Ellos vieron el sorteo por la tele y aullaron de felicidad y se abrazaron y se fueron a la cama con 210 millones de euros más de los que tenían en su cuenta. A la mañana siguiente descubrieron que el pago por la apuesta no se llegó a procesar por falta de fondos: les faltaron un puñado de monedas para poder llevarse el Jackpot. Ahora, piensa Rodríguez, la pareja habita uno de los muchos rincones del Jackpot de William Gibson donde --ya lo adelantó-- hasta la buena suerte es mala.

Y la mala suerte también.

Y viene rápido y se pasa despacio.

Más despacio aún.