No se puede negar que el lenguaje inclusivo ha ingresado a las aulas de los distintos niveles educativos. Emerge en las voces del alumnado, en las del cuerpo docente, en las discusiones acaloradas sobre el tema. Su irrupción en los espacios de enseñanza ha puesto en escena una serie de debates que, como hablantes, nos debíamos sobre la lengua, el lenguaje, los discursos, los feminismos, las identidades sexogenéricas, la normativa y el rol de las academias, entre muchas otras cuestiones. En este escenario, quienes nos desempeñamos como docentes nos enfrentamos día a día con un acontecimiento discursivo inédito, que necesariamente ha hecho que replanteemos nuestra práctica y nos cuestionemos qué tipo de lengua enseñamos y cómo abordamos los textos en relación con la perspectiva de género. En términos generales, el lenguaje inclusivo puede entenderse como la intervención que realizan los sujetos sobre sus discursos apelando a ciertos recursos, como el morfema e, la x, sustantivos colectivos y abstractos, nominalizaciones, etc., con el fin de mostrar una objeción al binarismo del español (femenino-masculino) y generar, así, determinados efectos de sentido. Se trata de un fenómeno que nos interpela como docentes y nos corre de un espacio conocido, seguro, certero. En efecto, ciertos saberes y modos de enseñanza que teníamos asimilados y naturalizados entran en crisis y esto provoca que repensemos conceptos y categorías. El lenguaje inclusivo nos enfrenta, de esta forma, con el desafío de abrir debates, escuchar opiniones contrapuestas y gestionar las más variadas situaciones que pueden suscitarse en el aula –presencial o virtual–: empatía, rechazo, burla, agresión. En lo personal, el lenguaje inclusivo me ha permitido examinar mi propio quehacer docente y la enseñanza lingüística que ejerzo en los diferentes contextos universitarios en los que trabajo. Si bien, al principio, era un tema que me inquietaba porque me lanzaba a zonas de incertidumbre y desconocimiento, me ha llevado a investigar, construir conocimiento específico e incentivar la reflexión lingüística entre mis estudiantes.

Si nos referimos especialmente al ámbito académico, el lenguaje e inclusivo poco a poco está ganando terreno y, en ese proceso, las tensiones entre normativa y disenso emergen continuamente. Algunas facultades han aprobado el uso del lenguaje inclusivo mediante resoluciones e, incluso, ya existen tesis escritas de ese modo. Cada vez son más las revistas científicas que solicitan a sus colaboradores consultar las pautas de guías de lenguaje no sexista y no excluyente. No obstante, al tratarse de un proceso en plena gestación, la escritura en lenguaje inclusivo puede desencadenar conflictos a los que es necesario atender. Las soluciones y respuestas se darán en la práctica misma a partir de la reflexión y el consenso de criterios.

Sin dudas, las formas de lenguaje inclusivo consisten en marcas lingüísticas de disenso porque emergen como huellas de la diversidad históricamente soslayada. Pueden incomodarnos y desestabilizarnos, pero también nos conducen a problematizar los usos del lenguaje y revisar nuestra propia práctica para propiciar una educación más democrática e igualitaria.

* Doctora en Letras, docente en la UBA y la UNLZ, e investigadora adjunta del CONICET. En la UNLZ es profesora adjunta de Lingüística. Escribió, junto con Valeria Sardi, Lenguaje inclusivo y ESI en las aulas. Propuestas teórico-prácticas para un debate en curso (Paidós), con prólogo de Graciela Morgade.