Llegué a un punto de mi vida en el que sólo me interesa escribir: escribir, escribir, escribir. Leer también, claro, pero menos. Ya leí demasiado, ya me formé demasiado, ya estudié demasiado. Ahora lo que necesito es pasar realmente a la acción, pasar al acto, pasar de la impotencia al acto, porque presiento que de no hacerlo, que de permanecer en la impotencia, todo el material incorporado a lo largo de tantos años se me va a pudrir dentro del cuerpo y va a ir gangrenando hasta el último órgano sano.

Pero antes de continuar debo reconocer que interesa no es la palabra justa para describir mi situación. La palabra justa tendría que indicar un grado mayor de compromiso con el objeto. En la actualidad, y no lo digo yo, o no lo digo solamente yo, estar interesado en algo supone menos atención que indiferencia. Algo nos interesa y al rato deja de interesarnos: nuestro interés mudó o mutó hacia otra cosa tan (poco) interesante como la anterior. Quizás, si pudiera leerse el vocablo en su sentido prístino –qué hermosa palabra prístino, hermosa como los ojos verdes de una niña soviética–, me estaría aproximando a lo que quiero expresar cuando digo que únicamente me interesa escribir. Interesse significa literalmente estar entre las cosas, entre los seres, entre los entes. Ahí sí el valor del interesarse se jerarquizaría, cobraría un espesor distinto, lleno de gracia, de las tres gracias. De lo contrario, o sea, de no leer interés en su sentido prístino necesitaría encontrar una palabra más subterránea, más recia, más telúrica. ¿Excita? ¿Inflama? ¿Trastorna? ¿Qué le sucede a mi cuerpo cuando escribo? ¿Por qué me ciego frente a la pantalla? ¿Por qué pierdo la noción de tiempo? ¿Por qué pierdo la noción de espacio? ¿Cuándo exactamente me vuelvo un zombi?; un zombi a la caza de carne fresca, roja, palpitante. Se sabe de sobra, el zombi persigue la vitalidad, persigue al hombre vivo, a la mujer viva, al niño vivo, bebe sin pudor la sangre ajena. Sólo así logra sobrevivir. Es un muerto que sobrevive. Mi escritura también sobrevive a expensas de los demás, bebiendo la letra de los demás –la letra con sangre entra–, tejiendo el texto con la materia prima de otros textos. Y eso creo que es lo mejor de escribir, que puedo apropiarme del trabajo ajeno sin ninguna culpa. Hay escritores que buscan originalidad. Yo no. Yo busco simplemente contar lo contado, narrar lo narrado, pero con otras palabras, de otra forma, sin que se note, y si se nota que parezca un accidente: hago de la asimilación una sintaxis. Es cierto, mucho tiempo pretendí luchar contra este vicio, noches enteras de desvelo, noches enteras soñando con la redención, hasta que un día me di cuenta de que tal vez la clave para conjurar los fantasmas residía en hacer de lo que uno rechaza, de lo que consideraba una falla, un aliado.

Por eso, luego de haber comprendido que era crucial sumar a mis filas al enemigo, empecé a respirar, a escribir, sin ahogarme; la cuestión podría resumirse así: en lugar de ahogarme, respiro –escribo–; y como respiro y escribo y gozo y bailo y lloro descubro en mí una energía originaria que me impone siempre ir hacia adelante. Sin pensar. Sin medir. Sin hesitar –que hesite en todo caso la lengua–. Ir de frente. Sin ideas. Sin complejos. Sin talento. Con una convicción animal. Con una confianza plena. Antes era diferente. Antes me costaba sentarme a escribir, inventaba cualquier excusa para distraerme (nada más sencillo que inventar coartadas para no escribir) y abandonaba la página después de la tercera o cuarta línea, a veces incluso en la primera. En cambio ahora, amigo de mis enemigos, las angustias se han borrado, las dudas se han disipado, me siento y simplemente escribo –reescribo–, palabra tras palabra, frase tras frase, procurando en lo posible conseguir una música imposible. Esa es mi gran ambición, encontrar en el fraseo una música propia –lo único propio de mi escritura–, que la frase suene, resuene, que la frase se exprese sonando, aunque sea en tonos menores, do-re-mi-fa-sol-la-sí. Ya me olvidé quién lo dijo, pero alguien lo dijo: sólo quienes componen atentos al ritmo y al tono pueden tocar el núcleo incandescente que yace en el centro de la tierra: y el centro de la tierra, querido lector, soy yo.