Desde Barcelona

UNO Rodríguez se recuerda niño: mirando a lo alto de la noche, vacaciones, en Sevilla. Tanta menos contaminación lumínica en la Tierra y tantas más estrellas en el cielo. Entonces, el futuro (especialmente el suyo) tenía futuro. Los invasores no eran virus, y el espacio exterior era algo digno de ser explorado con épica y nombres y apellidos astronáuticos ocupando en el imaginario de niños el sitio que ahora ocupan los de futbolistas y youtubers (hoy, la conquista del firmamento sin firma clara parece ser cosa de millonarios con demasiado dinero y de poco atractivos vehículos a control remoto que acaso acaben atropellando y pisando y matando a algún bicho sobre la superficie de Marte). Entonces, también, Rodríguez leía a Arthur C. Clarke (el más compulsivamente anticipatorio del género) y teorizaba acerca de 2001: Odisea del espacio (película que entonces lo atemorizó por su misterio y que ahora lo que en verdad le aterroriza de ella es la certeza de que ya nunca volverá a filmarse algo así).

En cualquier caso, lo que más le impresionaba al pequeño Rodríguez era la contundencia de las proféticas frases de Clarke. Lo de "Toda tecnología suficientemente avanzada es imposibles de distinguir de la magia"; lo de "Puede que nuestro papel en este planeta no sea el de adorar a Dios sino de crearlo"; lo de "La ciencia es la única religión de la humanidad"; y el tantas veces citado --en su novelización de 2001-- "Tras cada hombre vivo hoy hay treinta fantasmas..." y su comparación con planetas y soles y altísima posibilidad de vida extraterrestre ahí arriba.

DOS Pero también fue Clarke quien postuló (astucia de tahúr jugando a dos bandas) que "Estoy seguro de que el universo rebosa de vida inteligente. Ha sido muy inteligente llegar hasta aquí" para, enseguida, matizar con "Existen dos posibilidades: que estemos o no estemos solos en el universo. Y ambas son igualmente terroríficas".

Con semejante espíritu (más técnico que santo) Rodríguez leyó días atrás, en un artículo de El País, acerca de un estudio de un tal Anders Sandberg en la Oxford University en cuanto a que --según sus cálculos-- "podría haber hasta un 99,6% de probabilidades de que estemos solos en la galaxia y un 85% de que lo estemos en todo el universo observable". Está claro que en ese muy clarkeano verbo podría reside la clave del asunto, pero aun así... Lo de Sandberg --siguió Rodríguez-- seguía la estela de otros pensadores de lo científico que apuntan a la casi imposible posibilidad de que la vida surja de elementos no-vivos. Y de ahí lo del astrónomo Fred Hoyle comparando a semejente "milagro" con tifón golpeando depósito con todas las piezas sueltas para un Jumbo 747 y que estas se ensamblasen y se fuesen volando. Y, claro, la vida multicelular terrestre tiene 600.000.000 años de edad y la humanidad apenas 100.000 años y, por lo tanto...

TRES ...Rodríguez un tanto mareado por demasiado tiempo. Y cada vez más convencido --nuevo paradigma temporal-- de que la culpa de todo la tiene Netflix & Co.: lo que antes debía durar lo que una película ahora se alarga a serie de demasiadas temporadas. Y agobiado por demasiada ciencia, Rodríguez decidió pasarse a la ficción. Y, allí, ante la ausencia de inteligencias de afuera, los productos de la inteligencia local. Y la faja que envuelve a la edición en español de Klara y el sol (séptima novela y primera desde Kazuo Ishiguro desde que recibió el Nobel en 2017) reproduce fragmento de la citación de la Academia Sueca destacando que "ha descubierto el abismo bajo nuestro ilusorio sentido de conexión con el mundo a través de una gran fuerza emocional". Poco tiempo después, recogiendo premio en Estocolmo, Ishiguro apuntaba que "Las ficciones pueden entretener, en ocasiones enseñar o polemizar sobre algún tema. Pero para mí lo esencial es que transmiten sentimientos, que apelan a lo que compartimos como seres humanos por encima de fronteras y separaciones".

Y de eso exactamente trata Klara y el sol: del abismo de las ilusiones ficticias que, en ocasiones, devienen en lo que nos conecta con nuestros sentimientos más fuertes. Y es juguetona y didáctica y cuestionadora. Y --sorpresa o no tanto de Rodríguez-- la protagonista escogida por Ishiguro para hacer funcionar todo el asunto es una AA: una memorable y memoriosa y mágica y tecnológica Amiga Artificial especializada en el cuidado de niños. El concepto del robot amable y amoroso no es nuevo: allí estuvieron hace mucho Asimov y Bradbury y Aldiss y, no hace tanto, Kevin Wilson. Pero lo que sí resulta si no novedoso, muy digno de atención, es que, desde esa cumbre inclasificable que es Los inconsolables con su geografía temporal difusa, y luego con el detective desconcertado de Cuando fuimos huérfanos (favorita de Rodríguez), los clones sacrificables de Nunca me abandones y los neblinosos amnésicos en un medioevo alternativo de El gigante enterrado, Ishiguro se ha convertido en un dedicado y admirable narrador de lo único, es decir: de lo que se recuerda o no. Y, si se lo piensa un poco más, antes, los contemplativos protagonistas de sus primeros libros "orientales" (Pálida luz de las colinas y Un artista del mundo flotante), así como esa suerte de traducción de samurái vencido y desilusionado con exterior de mayordomo de Los restos del día o los armoniosos pero disonantes anti-héroes de los relatos reunidos en Nocturnos, ya tenían una suerte de funcional y obediente naturaleza que los acercaba, si no a lo decididamente robótico, al menos los aproximaba a un cierto servilismo a sus propios pasados entendiéndolos como las baterías de sus presentes y futuros casi agotados. Así, los críticos de Ishiguro no dejan de celebrar a la vez que extrañarse por su "genre bending" o manipulación de géneros. Pero, en verdad, Ishiguro (y la elegancia cromada pero cálida de su prosa) no es otra cosa que kazuoístico o ishiguriano: un género en sí mismo, único. Y pocas cosas hay más previsibles que su imprevisibilidad.

Klara y el sol le produce a Rodríguez el mismo efecto que ya le produjo Nunca me abandones: una plácida inquietud no reñida con la angustiante emoción yendo a dar al más sentido de los finales hasta alcanzar la misma intensidad que aquella que lo conmovió tanto en las sucesivas entregas de Toy Story. Así, lo que sí se sabe y sí importa es que Klara y el sol es una --otra-- kazuoriana e ishigurística novela de Kazuo Ishiguro.

Y que --como Klara-- funciona muy bien.

CUATRO Cerrando la novela de Ishiguro, Rodríguez se siente más solo y único que nunca. Y decide dejar para otro día el otro libro que tiene pendiente y que tiene el bonito título de Si el Universo está lleno de extraterrestres... ¿dónde está todo el mundo?, de Stephen Webb. Allí se advierte de los posiblemente devastadores efectos de psicológico-existenciales de finalmente comprobar, a ciencia cierta, que “Seríamos la única parte del universo que es consciente de sí misma". Es decir: cada vez estamos más cerca de convertirnos (pantallas, singularidad, etc.) en nuestros propios y terrenos y alienados aliens.

Y Rodríguez vuelve a mirar al cielo como cuando era un niño, pero ahora (sin estrellas a la vista) nada más y apenas preguntándose si lloverá o no.

 

Parece que sí, pero nunca se sabe.