Marta tenía 67 años y vivía esperando. No era esperar porque hubiera algo por venir, era esperar como la única acción posible. En la escuela primaria esperaba los recreos, y en los recreos sólo podía esperar que sonara la campana para entrar a clase. Ni jugar al elástico, ni a la popa, ni a la escondida, sólo sentarse en el banco de madera que estaba cerca de la escalera que bajaba al patio, esperando el sonido para volver al salón.

Esperaba con ilusión que llegaran los fines de semana, pero el sábado no podía hacer nada que no fuera esperar el domingo… Y así con la Navidad, los años nuevos, las vacaciones. Imaginaba su fiesta de 15, su vestido de plumetí, el salón con luces de colores. Ningún cumpleaños valía la pena, sólo esperaba esa noche, allá, en el futuro. Cuando cumplió los 15, ya estaba esperando enamorarse, y la noche pasó sin pena ni gloria.

El amor tardó en llegar, a los 23 tuvo su primer novio, un abogado que quería casarse pronto: "Tengo trabajo y un departamento propio, ¿para qué esperar? ", decía él.

Marta no soportaba la idea de no esperar. Trató de explicarle que, tal vez, si esperaban un poco, capaz, sin tanto apuro, esperar un poco, tener también ella un trabajo, comprar una casa, esperar que el país mejorara. Esperar un poco. Esperar. Pero él no podía entenderla, tenía urgencia. Por eso, un mes antes del casamiento, ella lo dejó.

Desde chiquita esperaba el cambio de milenio, contaba los años, los meses y los días que faltaban para el año 2000. Iba a tener 45 años entonces y seguro, ese día algo iba a pasar, como si ése fuera a ser el inicio de su verdadera vida. La noche del 31 de diciembre al 1° de enero del nuevo siglo, no durmió. Primero esperó los fuegos artificiales en el río, después miró en la televisión los festejos en otros países, mientras tanto, esperaba el amanecer.

Amaneció como cualquier otro día, sin grandes formas ni colores intensos, un amanecer común y corriente pero para ella no fue un día cualquiera, en un lugar profundo algo se perdió para siempre, una espera de muchos años, intensa, apasionada, que se diluía en la mañana calurosa, como si de ahora en más todas las esperas fuesen más insulsas e insignificantes.

Desde entonces las esperas fueron de corto vuelo, esperar un ascenso en el trabajo, el que cuando se producía dejaba de interesarle y la ponía a la espera de otro trabajo, y otro más... Esperaba que una película llegara a los cines, pero la miraba pensando en la función de teatro que iba a ver la semana siguiente, mientras estaría esperando el fin de semana largo para pasar unos días en el campo.

Esperó pacientemente su jubilación, las ofertas de cambio de cada temporada, que de una vez por todas llegara el frío, que por fin llegara el calor y ahora, como cuando era niña, estaba en una verdadera espera, inmensa, compartida por todos. Desde hacía más de un año, la pandemia había puesto todo en suspenso, nada para hacer, la espera perfecta.

Esperar para volver al cine, salir a comer tostados en Pellegrini, viajar a Luján. También esperaba la vacuna. Una tarde de abril llegó el mensaje con día, hora y lugar de vacunación. Sólo debía esperar tres días con sus tres noches. La mañana del turno se despertó antes de tiempo y tuvo que esperar mirando el techo hasta que sonara el despertador, una chicharra, un poco afónica, casi ridícula, que se obligaba a escuchar todas las mañanas de su vida, antes de levantarse.

Llegó una hora antes al galpón donde vacunaban, esperó su turno sentada en una silla de plástico mirando el río, siempre esperaba que pasara algún barco, pero no pasó. Cuando le pusieron la vacuna, salió, volvió a mirar el río y se preguntó qué más podía esperar, ¿que todo volviera a la normalidad? ¿que la gente fuera más buena? ¿morirse sin sufrir?

Cruzó a un bar y tomó un café. En la esquina, yendo hacia la parada, se dio cuenta de que no quería esperar el colectivo, y empezó a caminar. Qué raro, pensó. Caminó unas cuantas cuadras, sin apuro. Se sentó en un banco de la plaza que estaba enfrente de la catedral y miró a las hormigas. Pensó que seguramente las hormigas no saben del pasado y del futuro, ni de las esperas. "¿Cómo será tener en la cabeza sólo el presente?", se preguntó.

Mientras miraba a las hormigas, a la plaza fueron llegando mujeres de distintos tipos, jóvenes, con hijos, con pelos teñidos de colores, con carteles y ropa pintada. Algunas tenían redoblantes, todas cantaban. Ella sabía de las marchas pidiendo por justicia, para que no las maten, para tener derechos. Siempre pensaba que en algún momento todo eso iba a ser posible, que solo era cuestión de esperar.

Una chica con botas y un vestido verde, le dio un volante: “Somos el grito de las que ya no tienen voz”.

-Vamos hasta el Monumento, ¿no quiere venir con nosotras?

-¿Ahora? -preguntó Marta, mientras un leve temblor le recorría el cuerpo.

-Sí. Ahora. Hay cosas que no pueden esperar.

Marta se levantó y se sacudió la pollera, como un acto de determinación. Tenía razón la chica del vestido verde, hay cosas que no pueden esperar, pensó, mientras intentaba recorrer su historia en cámara rápida, repasando caras, gestos, acciones, algo que le ayudara a entender por qué siempre vivió esperando. No iba a esperar hasta encontrar el motivo, otra vez no.

-Si querés, te ayudo con los volantes -le dijo.

Caminaron hasta el Monumento, vio que eran muchas, cada vez más. Volvió a mirar el río, pero esta vez, no quiso esperar que pasara un barco que la llevara lejos. Giró, y se metió en ese otro río, un torrente de mujeres que le enseñaban que el momento es aquí y ahora, que ya no hay prórroga posible.

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