I

Desde que el SARS-CoV-2 devino pandemia se perfilaron en todo el mundo dos modos diversos de abordaje estatal. Por más arbitraria que pueda parecer esta delimitación, en ningún sentido remite a lógicas coaguladas de bandera. Se trata simplemente de saber (intentar) tomar posición. Desde principios del año pasado, uno de esos modos se configura en torno a ciertas estrategias preventivas de intervención dedicadas al cuidado de la salud ciudadana. Esta lógica no podría prescindir de errores, desmanejos y decisiones cuestionables, derivadas a veces de un aprendizaje progresivo, de la infraestructura de cada Estado y, en muchos escenarios también, de coordenadas políticas de público conocimiento.

Un abordaje opuesto se puede observar en la negación voluntaria de la capacidad de contagio y letalidad del virus; posición que directa o indirectamente privilegia el sostenimiento no de la economía a secas, como tuvimos que oír hasta el hartazgo, sino de la economía más corporativa, concentrada y extractivista (del medio ambiente pero también del medio “pulsional”) que no está dispuesta a interrumpir la marcha de sus engranajes por unos cuantos millones de muertos a nivel local o mundial. Lo sepan o no, así piensan. O peor aún: lo piensen o no en términos conscientes, así actúan. De eso, el último año nos lega evidencia de sobra.

En definitiva, porque sí lo piensan y porque sí lo saben, ese abordaje de la pandemia constituye una forma específica de habitar el significante de la economía, que, a pesar de cualquier deslinde discursivo por la vía de posturas supuestamente “apolíticas”, está siempre al servicio de una biopolítica segregacionista que permite, a quienes concentran el capital, seguir multiplicándolo aun a costa de la muerte ajena.

II

Hemos dicho “negación voluntaria de la capacidad de contagio y letalidad”. Es que no se trata allí del concepto freudiano de la negación --con toda una raigambre inconsciente que aquí no nos interesa definir-- sino del desarrollo planificado y la imposición, por parte de ciertos grupos dominantes, de un entramado discursivo que de forma decidida subestima en este caso los riesgos inherentes al contagio. Situar algo del orden de la voluntad en esta interpretación del virus resulta fundamental, porque quienes piensan y saben de todas esas muertes están negando de forma bien consciente los efectos de sus políticas como condición necesaria para seguir adelante. En otras palabras, no hay nada sintomático en la posición de aquello que colonialmente solemos llamarestablishment (y en la de quienes representan partidariamente esos intereses hoy, (con la señora Bullrich a la cabeza), sino tan sólo cinismo en su máxima expresión. Hasta aquí, nada nuevo bajo el sol, especialmente si podemos recordar las proezas de la exministra de Seguridad en materia de Derechos Humanos.

Ahora bien, el entramado discursivo que surge de ese núcleo fascista estructura diversas formas ideológicas, que luego potencian en todo un sector del cuerpo social la alienación a mandatos que desde el punto de vista racional jamás defendería, si no fuera por la economía libidinal que se juega en ese posicionamiento. Existe entonces una enorme distancia entre aquella negativa (mal) intencionada por parte de un sector que maneja los hilos del mercado, y la posterior renegación o desmentida de la pandemia en la que cae una buena parte de la población, cuando comienza a repetir slogans sin advertir con claridad a quién está beneficiando. La noción freudiana de renegación sí implica entonces un mecanismo sintomático, en el que el yo se ve dividido ante la existencia de dos verdades (siempre subjetivas, fantasmáticas) que entran en contradicción. En El método clínico en la perspectiva analítica, Gabriel Lombardi define esta lógica como una insinceridad voluntaria y casi consciente. Si una determinada teoría constituye moralmente a una persona, cualquier elemento que pueda cuestionarla se desmiente para evitar el cuestionamiento de las categorías lógicas que ordenan su vida cotidiana.

Si a eso le sumamos que el elemento contradictorio implica la aceptación del riesgo inminente de la muerte, podemos entender entonces la satisfacción derivada del sostenimiento de una realidad más cómoda, supuestamente más libre y democrática, y el consecuente rechazo de cualquier otra versión de la realidad. El axioma bien podría ser el siguiente: “¿Pensar en la muerte? No. Prefiero no pensar”. Como supieron demostrar Althusser y Zizek partiendo de Marx, el contenido del mandato ideológico poco importa: puede ser la fatiga emocional por el aislamiento, la libertad personal o la “vagancia” del colectivo docente. Lo que realmente importa es su función: le permiten a alguien desmentir la verdadera amenaza que el virus implica para su propia subsistencia.

III

El problema es que esta pandemia no sólo arrasó con las categorías lógicas que ordenaban nuestra vida cotidiana; también potenció todos los puntos de sinsentido que la estructuran, aunque a diario nos resulte más cómodo no pensar en todo eso. Porque sabemos que el sector docente es uno de los más vapuleados en términos salariales. Sabemos que hoy se están exponiendo al contagio de forma mucho más directa que un enorme porcentaje de personas que trabajan de forma virtual. Y sabemos que la decisión de interrumpir la presencialidad escolar pretende simplemente evitar el desborde sanitario. Sin embargo, quienes critican la medida por las dificultades lógicas que eso implica para el propio hogar parecen haber olvidado todas estas cuestiones.

¿Están pensando en la salud de quienes ejercen la docencia? ¿Participan históricamente de forma tan activa en los reclamos salariales del sector? ¿Contabilizaron los contagios de las últimas semanas a raíz de la escolaridad presencial? ¿Olvidaron que hace dos semanas falleció un docente y hace días un alumno? En absoluto subestimo el trabajo no pago que implica el sostenimiento del hogar con la escolaridad virtual, pero sí me pregunto si quienes sostienen esta postura están al tanto de las medidas que se están tomando a nivel mundial, si entienden a qué políticas están abonando con ese grito de furia, y si saben que en el sector público y en el privado estamos cerca del colapso.

Pero ante todo, me pregunto cómo puede ser que el odio se dirija ya no sólo a quien dicta las medidas sino al mismo personal docente, acusado de acumular vacunas y preferir la virtualidad para supuestamente trabajar menos. Teniendo en cuenta la persecución que la ministra Acuña socializó en el 2020 sobre el cuerpo docente en CABA, que el nuevo objetivo de descalificación pública sea ese mismo colectivo indicaría en nuestra sociedad un nivel de desestructuración del lazo social muy preocupante.

IV

Voces que pretenden mostrarse progresistas señalan un ataque, por parte del Presidente, a las y los médicos que hace más de un año trabajan incansablemente en los distintos servicios de salud. Se trata en muchos casos de las mismas personas que criticaban la presencialidad en las aulas. ¿Qué están pensando cuando, en vez de apoyar las medidas que tanto se hicieron esperar --y a sabiendas del costo político relacionado-- sólo pueden hacer lugar a la critica encarnizada de un párrafo sacado de contexto? ¿Realmente creen que hablaba de los y las trabajadoras médicas, y no de decisiones institucionales ligadas principalmente al ámbito privado? Y más aún: habiendo tanto por criticar, como por ejemplo la lamentable paga a todo el sector, enorme deuda de este Gobierno en lo que va de la pandemia, ¿entienden a qué derecha abonan detrás del velo ideológico supuestamente progresista, al descontextualizar las cosas de esa forma?

Nadie está exento de una cuota de alienación a ciertos significantes amo, pero ante determinados escenarios en los que se juega la vida de miles de personas, se puede ser cómplice de una lógica capitalista y asesina que quiere sacar rédito partidario con la muerte de mucha gente, o se toma otra posición. El ideal de un Otro estatal consistente, perfecto, capaz de legarnos una sociedad absolutamente equitativa e incapaz de equivocar el camino en sus decisiones y formas de comunicación, implica lisa y llanamente un privilegio intelectual de clase media. Si, como señala Lacan en el Seminario XIX, no podemos ir de la impotencia del fantasma neurótico --que arma potencia en el Otro-- a la imposibilidad lógica que encarna lo real, no vamos a poder advertir que un Estado más justo no se (re)construye de la noche a la mañana, y mucho menos en el medio de una situación de catástrofe.

El problema de sostener esa versión del Otro, garante último de toda mi felicidad o todos mis pesares, radica en la naturalización de una posición harto religiosa allí donde creemos estar practicando un ateísmo progresista. Una vez más, la ideología. Porque no hace falta adorar conscientemente a ningún Dios para re-ligarse por la vía simbólica a algo así como la espera de un imposible: la sociedad perfecta, equitativa y con igualdad de criterios en todos los escenarios. Si eso sucede, el verdadero problema se nos escurre de las manos, la captura ideológica es total y, como sostiene Jorge Alemán, entonces sí el crimen del capitalismo será perfecto.

Que todo esto resulte obvio no invalida una interpelación en la esfera íntima del campo intelectual progresista. Porque la posición victimista que se deriva de sostener un Otro consistente capaz de (re)construirlo todo implica un privilegio neurótico muy cómodo, sin el cual sólo resta enfrentarse a ese fresco de libertad que redunda detrás del miedo a, cada tanto, al menos, decir algunas cosas. Esto tampoco debiera ser muy original para nadie y menos aún en el campo del psicoanálisis. Y sin embargo… 

Sebastián Piasek es psicoanalista. Docente e investigador UBACyT en la Cátedra I de Psicología, Ética y DDHH (Psicología, UBA). Integrante de Zona de Frontera.